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Two Lovers

🌟🌟🌟🌟

Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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Noches de sol

🌟🌟

La suerte que tuvieron los españoles de 1898, cuando entraron en guerra con los americanos -o más bien cuando los americanos entraron en guerra con ellos-, fue que el cine aún no había salido de los cafés parisinos donde los hermanos Lumière proyectaban sus documentales, y George Méliès hacía magia con sus fotogramas.

    De haber existido la maquinaria de Hollywood en la guerra de Cuba, los españoles habrían salido tan mal parados como los rusos en las películas de la Guerra Fría. En los retratos más amables, los ruskis eran tipos indolentes, chapuceros, funcionarios con lamparones en las chaquetas que agarrados a la botella de vodka dirigían un país en el que nada funcionaba, la gente se moría de frío y las ojivas nucleares sólo eran supositorios de cartón piedra que asustaban a las viejas de Wisconsin. En los retratos más hirientes, los bolcheviques eran unos comunistas de tomo y lomo que llevaban la psicopatía inscrita en el ADN, porque quien no descendía de los hunos descendía de los mongoles, o de los vikingos varegos, todos pueblos sin civilizar que te sacaban el hacha -como ahora la hoz y el martillo- por un quítame allá esas pajas en las negociaciones.


    O un idiota, o un asesino: ningún ruso se escapaba de estos clichés que tanto rédito dieron en las taquillas del ancho mundo. O el embajador soviético que hacía el imbécil en Teléfono Rojo, o el Iván Drago de Rocky IV que no contento con ir ganando la pelea quería matar a golpes al bueno de Balboa. Bueno, sí, rectifico: había unos rusos respetables, encomiables, trufas escasísimas entre tantas setas venenosas o de escaso valor nutritivo, que eran aquellos que tenían el valor de desertar del Imperio del Mal -como el bailarían Nikolai Rodchenko de Noches de sol, que es un autohomenaje masturbatorio perpetrado por Mijail Baryshnikov- y que aprovechaban una gira del Bolshoi, o un amistoso del Spartak de Moscú, para acogerse a la beneficencia capitalista del Imperio del Bien, donde los perros se ataban con longaniza, los medios de comunicación no soltaban las mentiras del Pravda, y las ojivas nucleares llevaban plutonio verdadero, cien por cien explosivo, científicamente testado sobre dos ciudades casi olvidadas del Japón. 



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Terciopelo azul

🌟🌟🌟🌟

Lo que viene a recordar David Lynch en Terciopelo Azul es que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva gusano por dentro. En las primeras etapas de nuestro desarrollo embrionario, los seres humanos no somos muy distintos del pez, del reptil, del mamífero inferior, y sólo a partir de algunas semanas nos vamos redimiendo del pecado original. Los genes van  añadiendo tejidos que disimulan la vergüenza de nuestros ancestros, y son como manos de pintura que revocan las paredes. Pero debajo siempre hay algo que palpita, que transpira, que a veces traspasa nuestra obra de albañilería Un deseo, un crimen, un acto animalesco. 

    En las entrañas intestinales todos olemos a mierda y a pedo retenido, y en las entrañas neuronales ocurre tres cuartos de lo mismo. Aunque el libro del Génesis afirme que somos la cúspide de la Creación,  luego resulta que despojados de vestimentas y de artilugios sólo somos criaturicas del Señor. Los descendientes de aquella pareja ancestral que pilotaba el arca de Noé porque contaba con pulgares oponibles y podía transmitir instrucciones a través del lenguaje. Nada más. Minucias que no justifican tanto orgullo y tanto engreimiento.

    Con estos mimbres tan poco fiables, los seres humanos se juntaron para convivir en pueblos, en ciudades, en estados. Las gentes de bien -que son las que llevan el gusano vestigial amordazado- construyeron la concordia, los derechos humanos, las leyes fundamentales. Ellos sonreían al vecino y pagaban sus impuesto. Pero entre ellos, más o menos disimulados, aprovechándose de los incautos y de los permisivos, medraron los asociales, los sociópatas, los tarados de variado pelaje. De esa línea genalógica procede el Frank Booth de Terciopelo azul, que es un tipo extremo, devorado por su propio bicho, de tal modo que el tipo ya sólo es gusano o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

    La pareja de pipiolos protagonistas no termina de creerse al personaje porque ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, en otros villorrios más allá del Mississippi. En los bajos fondos de las ciudades, o en las películas. Quizá en ningún sitio. Ellos no sospechaban que el  instinto violador, asesino, pudiera habitar la casa de al lado, la cola de la panadería, el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían impolutos y roussonianos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos, y por algunas pajillas en el dormitorio, llevaran la larva agazapada en su interior.



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El funeral

🌟🌟🌟

Veo, en la sobremesa sudorosa de finales de mayo, El funeral, película rescatada del túnel del tiempo gracias al dinero que me gasto en el satélite Astra. Recuerdo que los críticos, en su tiempo, decían que esta película de Abel Ferrara iba para obra maestra definitiva del género. Recuerdo que la vi hace la porra de años en un cine de León, en compañía de cuatro gatos silenciosos. Recuerdo que me gustó, y que comulgué con el entusiasmo gafapástico de la crítica. Que me sentí, una vez más, miembro iniciado de la secta. Pero luego llegó el tiempo, y el sosiego que analiza las películas con más frialdad, y El funeral se quedó en los puestos mediocres de las 50 mejores películas de gánsters de todos los tiempos.

No es mala película, El funeral. Sale Christopher Walken, y Benicio del Toro, y el malogrado Chris Penn, que son actores que ya nacieron con cara de mafiosos, y que se mueven en estos argumentos como peces en el agua putrefacta. Pero nada, después de Los Soprano, volverá a ser lo mismo en el género: ni la tragicomedia, ni los estallidos de cólera, ni los crímenes sorpresivos… El funeral, con sólo dieciséis añitos de vida, se nos ha quedado vieja. Pretende impresionarnos con su dureza, con su bestialidad, con sus diálogos sobre la conciencia y el correcto proceder de los sicarios.  Pero estos tíos, en comparación con la banda de Tony Soprano, no pasan de ser unas nenazas. Los seguidores del género nos hemos hecho mayores, y tenemos el alma recubierta de callo.

Rescato de El funeral este diálogo mantenido entre Vincent Gallo y su matón:
       - Necesitamos algo que nos distraiga, y sólo tenemos libros. Quizá la radio, y el cine, nos mantienen vivos. ¿Crees que la vida tiene mucho sentido sin las películas?
     - Yo creo que vas a ir al infierno, por hablar así.

      

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