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Cine Abella

 

Mi marmita de Obélix, que es la marmita de la cinefilia, se encontraba aquí, en el cine Abella de León. Mi madre acaba de enviarme esta fotografía encontrada por la red y me han asaltado los recuerdos. Y tengo mil, o un millón, para ordenar... Ahora el local es un almacén de no sé qué. Prefiero no saberlo. No sé si pertenece a un particular o si al final se lo quedó el ayuntamiento. Me la pela, la verdad. No siendo un cine, por mí como si lo usan para guardar bicicletas, o para encerrar a ediles corruptos.

Mi primer recuerdo es un no-recuerdo en realidad. Mientras mi madre despachaba entradas en el cubículo de la taquilla, yo, a su lado, en el carricoche de bebé -que no era de Jané porque los de Jané eran muy caros- dormía el sueño de su teta. Luego, cuando la película empezaba su tiroteo o su besuqueo, su abordaje o su pleito familiar, mi madre bajaba la cortinilla y me sacaba del sueño para hacerlo realidad. Así nos tiramos unos cuantos meses, los de mi lactancia, hasta que ya no pudimos más. Necesitábamos el sueldo de mi madre para ser clase media-baja, pero mi abuela, que vivía dos portales más allá, no quiso cuidarme por las tardes, así que al final nos tuvimos que conformar con el sueldo de mi padre -el del cine Pasaje que da nombre a estos escritos- y ya nunca salimos de la clase media-baja-baja que es la clase baja sin más.

Al cine Abella fuimos una vez con mi abuela a ver Quo Vadis y nos partíamos de risa porque ella no se enteraba de nada. Al cine Abella iba yo con cinco años, con mi hermana de la mano, los dos solitos, porque vivíamos cerca, y eran otros tiempos, y allí los encargados nos saludaban, y nos hacían carantoñas, y yo luego me quedaba con los ojos abiertos viendo la película mientras mi hermana los cerraba rendida por el sueño. En el cine Abella pasé el mayor miedo de mi vida, viendo El exorcista con un grupo de amigos que se quedaron tan blancos como yo. En el cine Abella vi a Amadeus componiendo sus sinfonías, al nuevo King Kong escalando su rascacielos, a Roger Moore luchando contra Tiburón, a Catherine Tramell clavando su picahielos, a los Cazafantasmas empapándose de ectoplasma neoyorquino...  

En el cine Abella, como en el Cine Pasaje, vi cientos de películas. Literalmente, sí. Yo crecí ahí, en esa foto, en esa marmita, rodeado de afiches, de carteles de próximos estrenos, de películas de celuloide que venían en aquellas latas gigantescas.




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Instinto básico

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.

    Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a casa, y analizar la escena con el pause y con el step, las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos, volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las hojas.



   Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago, me topé con Instinto básico en alta definición, un HD milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo. Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del potorro de Sharon Stone. Y amén.


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