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Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop
es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto
y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La
neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras
humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro
escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de
mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el
cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las
contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en
distintas direcciones.
En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy
tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo
más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse
con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio
profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina
desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría
asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el
mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí
misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con
cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara
arrasando con todo.
Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que
corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación
andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda
y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la
curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se
anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la
que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria,
como en aquella película de Almodóvar.