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Huevos de oro

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El sexo y el dinero mueven el mundo. En la canción de Cabaret, Liza Minnelli y Joel Grey sólo mencionaban lo del dinero, pero lo decían mientras meneaban el culo y las tetas, así que quedaba claro que no se habían olvidado de lo primero. Luego, el sexo, si echa raíces, si está bien calentito y bien regado, puede llegar a producir flores y frutos que llamamos  amor. Lo digo para los que creen en el corazón por encima del instinto. En el alma, más que en las gónadas. Bueno... Llamémoslo patatas. Da lo mismo.

    Bigas Luna era un tipo que pensaba como yo -quizá un sabio, o quizá un simple, nunca lo sabremos-, pero él añadía un tercer motor a la motivación de los humanos: la buena comida, mediterránea a poder ser, que es una cuestión que yo podría aceptar sin mucho impedimento filosófico. Y es una pena, lo de Bigas Luna, al menos para mí, porque luego se ponía a hacer películas con estas tres ideas tan sencillas, pero tan poderosas, y le salían unos churros argumentales que te dejaban siempre a medio polvo en el sofá. Bigas Luna siempre te arrancaba una erección con esas tías tan jamonas afanadas en el sexo, y también una cabezada de asentimiento, cuando alguno de sus personajes soltaba una gran sabiduría, ancestral y telúrica. Pero luego nunca llegaba el éxtasis, el redondeo cinéfilo, la sensación de haber visto una obra maestra incontestable. “Huevos de oro” es su mejor película, y ya ves tú, lo lejos que está de la redondez, tan ovoidal como su título.

    Y sin embargo, uno, porque la carne es débil, y la curiosidad tres cuartos de los mismo, ha vuelto a caer en “Huevos de oro” sabiendo a lo que venía. La pasaban el otro día en Movistar, y no pude resistir la tentación. En algún momento del metraje yo sabía - ¡cómo olvidarlo!- que María de Medeiros y Maribel Verdú se lo montaban en plan trío con el Dos Huevos, y eso es como poner una zanahoria delante del burro, o un billete de 500, delante del monarca. Y luego está Javier Bardem, claro, que clava su papel, porque es que además tiene el cuerpo, la voz, el deje de chuleta... Qué personaje tan trágico el suyo, el hombre que se cree el rey del mambo con su par de huevos y su par de todo, y en realidad, ay, como diría el poeta, sólo es un esclavo de su polla, y un juguete de su avaricia.





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The Looming Tower

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En el momento de su construcción, las Torres Gemelas de Nueva York fueron el desafío fálico de los americanos hacia el resto del mundo: nosotros no sólo la tenemos más grande, sino que además tenemos dos, dos de todo, como decía Benito González agarrándose los testículos en Huevos de oro. Años más tarde, en varias geografías del mundo, se construyeron torres más altas que las gemelas para ver que satrapía la tenía más grande. Pero a los enemigos de Norteamérica se les quedó grabada aquella fanfarronada del doble pene que dominaba la bahía, y cuando los muchachos de Mohamed Atta -si nos atenemos a la versión oficial- decidieron golpear en la misma entraña del monstruo, no perdieron mucho tiempo en elegir el objetivo humeante que acapararía las portadas de los periódicos.




    Algo de aquel simbolismo prepotente, de engreídos sexuales, ha quedado en el despropósito administrativo que se nos cuenta en The Looming Tower. Porque al final, si nos seguimos ateniendo a la versión oficial, los atentados del 11-S se podrían haber evitado con un simple cruce de información entre los chulitos de la CIA y los chulitos del FBI, que envueltos en su propia arrogancia, embriagados del aroma de sus propios cojones, prefirieron trabajar cada uno por su lado mientras los pilotos que estrellarían los aviones se entrenaban tan ricamente en academias americanas, identificados, pero no perseguidos, o perseguidos, pero no identificados. Un dislate que los guionistas de The Looming Tower llevan todavía un poco más allá, a los terrenos sexuales ya no simbólicos, sino de las propias camas calientes y particulares, porque desde el primer capítulo se hace evidente que aquí todo el mundo está tan preocupado de combatir el terrorismo internacional como de cuidar los amores que nacen o empiezan a marchitarse. Y si de ocho de la mañana a dos de la tarde todos se comportan como profesionales muy trajeados de lo suyo, a partir de ahí la atención se dispersa, y la alarma antiterrorista queda como en suspenso, como aparcada en tareas pendientes.

    Mientras tanto, al otro lado de la ideología y de la religión, un grupo de contumaces también muy sexualizados sueña con los polvos que echarán con 72 huríes nada más atravesar los ventanales de las dos pollas desafiantes... Todo es sexo. Siempre es sexo.




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Días de fútbol

🌟🌟🌟

La canícula, que en rigor es este infierno que va del 15 de julio al 15 de agosto, es también la travesía del desierto de los días sin fútbol. De las Eurocopas o los Mundiales que ya terminaron, cuando los hubo, y de las ligas innúmeras que todavía no han comenzado para llenarnos la vida y centrarnos la cabeza, a los hombres sin provecho: la liga española, para comparecer bien informado en los bares; la liga inglesa, para entretener las sobremesas del domingo; la liga local, para compartir el bocadillo con las amistades. Y las más importante, la liga de los chavalines, en la que uno hace de entrenador para enseñar lo poco que sabe, y no pasar por el fin de semana como un auténtico impresentable del tiempo dilapidado.



    Ahora tocan los días sin fútbol, sí, aunque en rigor siempre hay fútbol que llevarse a los ojos, porque el fútbol es ubicuo, incesante, nuestro pan y circo de cada día, y cuando no hay competiciones serias están los partidos de pretemporada, y los bolos veraniegos, y los encuentros amistosos entre las parroquias locales. Pero este fútbol de la canícula es un fútbol de mentirijillas, de baja intensidad, que sólo satisface a los más chalados, y a los más desesperados. Yo, por fortuna, también tengo esto del cine para huir de la obsesión, y de los días vacíos, y para presumir ante las mujeres de que tengo dos aficiones, fíjate bien, dos, y no como otros hombres que todo lo fían a la poesía, o a la música barroca, o a las altas finanzas, que serán muy interesantes, y muy atractivos, unos tipos de la hostia, pero sólo tienen un divertimento en la vida, uno solo, estrechos de miras, mientras que yo tengo dos, dos de todo, como decía Javier Bardem en Huevos de oro.


    A mí me pasa como a estos infelices de Días sin fútbol, la película de David Serrano, que llevan vidas inanes, insatisfactorias, no trágicas pero tampoco ejemplares, y que encuentran en el fútbol una fantasía en la que refugiarse del trabajo, del desamor, del otoño de los espejos. El fútbol es una casilla del parchís donde la realidad no puede comerte. Un baile de disfraces en el que puedes enfundarte la camiseta de Brasil y jugar a ser un dios del balón, y labrarte un poco la hombría, coño, y la autoestima, y la fraternidad entre los fracasados, que es un consuelo muy bonito que llena los bares y anima las barbacoas. Qué haríamos los hombres simples sin el fútbol, nosotros que olvidamos lo que leemos, que enredamos lo que aprendemos, que llegamos con la lengua fuera para cumplir con nuestro trabajo. Que no vamos a irnos a Nigeria con la ONG ni a Miami con el jet privado. Que nos llega el fin de semana y de repente nos asusta tener cuarenta y ocho horas por delante sin yates con rubia, ni París con pelirroja. Nosotros que enfrentamos la canícula como quien transita el desierto del Sáhara, buscando el agua fresca de un pitido inicial que inaugure el circo y abra la escapatoria. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, los oasis de las películas.
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