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Abierto hasta el amanecer

🌟🌟🌟🌟


Hay erecciones que nunca se olvidan. Que quedan ahí como mojones en el camino. Como hitos en la biografía. No todas fueron en una cama y en compañía. Qué más quisiera uno, que erecciones enamoradas... Pero la vida es ansí, como decía el otro. 

    Hubo erecciones memorables que se erigieron -y se siguen erigiendo, afortunadamente- delante de una pantalla. Hicieron así, pop, como setas en el bosque, como palomitas en el microondas. Como mariposas que de pronto echan a volar... Hablo de las erecciones confesables, claro, de las que surgieron en una película convencional porque la escena era tórrida, o la chica muy guapa, o la insinuación muy seductora. Las erecciones de las que yo hablo son sorpresas inocentes, sin culminación, celebraciones efímeras de la fiesta del cine, y de la fiesta de la vida, aunque sea una fiesta pixelada, como ahora, o en 625 líneas, como eran entonces. Como aquel chiste de Mae West, quiero decir:“¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme”.

Y yo me he alegrado muchas veces delante de una pantalla, qué le vamos a hacer. Ya son innumerables, las películas, y demasiados, los años... En su día, por ejemplo, me alegré mucho de conocer a Salma Hayek en “Abierto hasta el amanecer”, y hoy, por los viejos tiempos, he vuelto a solazarme en la alegría del reencuentro. El engranaje está bien engrasado, que es lo importante.

También hay bares de la ficción que nunca se olvidan. Que también son mojones en el camino. Cuando empiece a perder la memoria se me irán los bares de por aquí, intercambiables, y tan poco frecuentados en realidad. Pero los bares de las películas, o de las series, resistirán hasta el final: me acordaré de sus nombres, de su decoración, de los personajes que en ellos vivían o se desvivían. Ese es mi territorio sentimental. Está el “Rick’s Café”, y el “Central Perk”, y el “Monk’s Café”, y el “Bada Bing”, y el bar de Cheers, que era el “Cheers”. El “Paddy’s Pub” de los colgados en Filadelfia. La cantina de Mos Eisly donde trapichean mis dos amigos galácticos. Y el bar de Moe, claro. Y “La Teta Enroscada”, por supuesto, en territorio mexicano, donde la bebida más fuerte se sorbe sin alcohol.




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Thelma y Louise

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Reservoir Dogs

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.



    La primera película de Quentin Tarantino que yo vi fue Reservoir Dogs,  en un pase de Canal +, cuando Canal + era un cacharrico que podías llevarlo de una casa a la otra con su llave blanca y su euroconector, y te crecían los amigos como hongos -que no las chicas guapas, ay- porque allí, en la cajita mágica, había películas, y fútbol los domingos, y porno sin distorsionar los viernes por la noche. Recuerdo que Reservoir Dogs venía envuelta en una agria polémica sobre el uso y abuso que hacía de la violencia. “Quentin Tarantino es un tipo vacío sin nada que contar”, decían unos; “Un genio del diálogo y de la narración posmoderna”, sostenían otros. A veces uno también se acerca a las películas por curiosidad, sólo para poder opinar.

    Reservoir Dogs empieza con un grupo de maleantes reunidos en la mesa de una cafetería. Se ve que están allí para tramar algo turbio, pero el primer diálogo versa sobre Like a virgin, la canción de Madonna. El señor Rubio afirma que trata de una mujer muy sensible, golpeada por la vida, que por fin ha encontrado a un hombre maravilloso en quien poder confiar. Y se siente eso, feliz, como una virgen. El señor Marrón, sin embargo, cree que la canción trata de una experta comehombres que ha encontrado la polla más grande de su vida, y que al sentirla dentro de su ser, abriéndose camino, recuerda dolorosamente cómo fue su primer polvo. Cuando era virgen.

    Luego los maleantes discuten sobre la carrera musical de Madonna, sobre la necesidad de dejar un 10% de propina a la camarera, y al final de la escena salen a la calle a recoger sus coches, en pandilla, al ritmo de Little Green Bag. No tuve que esperar al final de la película para comprender que aquello mío con Quentin Tarantino no era el principio de una gran amistad, sino el principio de un gran amor. Y así fue. Ya casi va para para treinta años, nuestro feliz matrimonio, que sólo ha conocido un par de desencuentros. Peccata minuta.




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El irlandés

🌟🌟🌟🌟

Supongo que no es casualidad que El irlandés se haya estrenado en la cercanía de estas fechas tan entrañables. Ahora que vamos de cena en cena -que si la empresa y los colegas, que si el club de pádel o el círculo de Podemos-, veo reunidos a Robert de Niro, a Al Pacino, a Joe Pesci, al señor Scorsese que está en las penumbras moviendo la cámara, y siento que participo en una cena de viejos amigotes, aunque ellos me sobrepasen con mucho la edad. Llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine los domingos, o para ver una película en la tele de mi salón. De mis muchos salones, en realidad, en mis muchos destinos… Ellos son las amistades más longevas que conservo, aunque quizá no las más profundas, porque Pacino y compañía son muy celosos de su vida privada, y los excesos  del famoseo sólo se los cuentan a personas de absoluta confianza. Mi amistad con estos gángsters no da para convertirlos en padrinos de mis hijos, ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando no para de llover…



    El irlandés es, vaya por delante, demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Tres horas y media no se las salta de un brinco ni el mismísimo Bob Beamon, así que reconozco que he interrumpido tres veces la sesión con el mando a distancia, del mismo modo que San Pedro negó a Jesús tres veces en pecado medio venial o medio mortal, según los exégetas. Me he levantado una vez para mear, otra para hacerme un tentempié y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines, cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar, a chacharear, a comprarse unos caramelos en el ambigú. En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecadillos contra el arte, porque son lugares sagrados, de culto, y las imágenes allí expuestas merecen el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo, padre Scorsese, nunca llegan las versiones subtituladas, y además la gente no para de ingerir alimentos que son ajenos a las hostias consagradas. Así que he visto El irlandés en la República Independiente de mi Casa, y allí uno nunca termina de centrarse, entre los estímulos del teléfono, los jugueteos del perrete, las preocupaciones que a veces se posan en el colodrillo como mosquitos que ya se cansaron de zumbar por el aire.



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Smoke

🌟🌟🌟🌟

Smoke, reducida a su esencia argumental, es la historia de dos fulanos residentes en Brooklyn que charlan mientras fuman, o fuman mientras charlan, y en ese arte ya casi perdido traban una amistad donde caben grandes silencios y grandes confidencias. Y relatos maravillosos, como el de sir Walter Raleigh pesando el humo de su cigarro, o el de Auggie Wren pasando el día de Navidad con una anciana desconocida. El texto de Paul Auster navega hábilmente entre lo inverosímil y lo cotidiano, pero tal vez sería menos emotivo si hubiera caído en manos de otros actores, o en manos de otros personajes que no fumaran mientras narran sus desventuras. Sin el humo del tabaco flotando en el ambiente, y en los pulmones, Smoke ya no tendría la atmósfera de las almas vividas y resabiadas, y sería otra película de ambientes asépticos olvidada en la memoria de los trasteros.


   Son cosas muy mías, muy particulares, pero siempre he pensado que la gente que fuma tiene cosas más interesantes que contar. Como sucede a cada rato en esta película. Tal vez porque los fumadores son realmente diferentes, y encaran la vida -y la advertencia sanitaria- con un talante más decidido y misterioso. O quizá solo poseen el gesto, la pose, la manera de sentarse y acomodarse que proviene del cine clásico, cuando los personajes le daban al cigarrillo sin censuras y sin vergüenzas, y lo mismo el malo que tramaba sus malicias, que el bueno que las contrarrestaba, todo quisque se confiaba al asidero del cigarrillo, que era como un reposo para el espíritu. 

    Los fumadores, en su discurso, tienen que hacer pausas para encender el cigarro, para darle la calada, para exhalar las volutas con aire sonriente o pensativo, y quizá por eso, sólo por eso, dan la impresión de pensar más y mejor lo que dicen. Como Harvey Keitel y William Hurt en Smoke, que parecen dos sabios de la sobremesa.  Dos amigos muy lejanos que uno desearía tener aquí al lado, en la cafetería del pueblo perdido.



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La juventud

🌟🌟🌟🌟

Decir que uno, a los cuarenta y cuatro años, ya se considera inmerso en la decadencia es una licencia poética que sólo escribo en los días más tristes. Un gimoteo que utilizo para desahogarme, y para llamar la atención de las damas sensibles, a ver si alguna me adopta. 

Mi lamento, por supuesto, tiene mucho de exageración, pero también posee una almendra de verdad. Es evidente que a mi edad, razonablemente sano, pasablemente lúcido, no voy por ahí derrengado, achacoso, más pendiente de las obras municipales que de las piernas de las mujeres. Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora, con más o menos garbo, voy sorteando las enrevesadas curvas del descenso. Allí en la cima tuve un hijo, escribí un libro y planté varios pinos descomunales, fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día me pegue la gran hostia en una revuelta, o alcance, si tengo suerte, la línea de meta, que espero que esté muy lejos, a tomar por el culo si es posible.

    Así las cosas, pre-decadente y pre-viejo, he encontrado en las películas de Paolo Sorrentino un motivo para la reflexión, y también, de paso, para el disfrute visual, porque son obras de una belleza hipnótica, ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco, sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano. Los personajes de Sorrentino son ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

   Me sucede con el Jep Gambardella de La gran belleza, por ejemplo, o con este par de amigos que conviven en el balneario de La juventud, que son tipos a los que ya les puede el cinismo, la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas. Y uno, que vive a varias décadas de distancia, siente, sin embargo, que estos desgarros del ánimo ya le afectan en demasiadas ocasiones. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón, y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 

    Seguramente exagero mucho, y me dejo llevar por la literatura barata, y por la lluvia en el cristal. Pero estos males del espíritu, aunque todavía estén en estado embrionario, son fetos terroríficos que ya viven en mi barriga como aliens del espacio, y a veces sueltan una pataditas que me dejan el estómago hecho unos zorros, poblado de mariposas negras que revolotean. Como murciélagos en la batcueva de Gotham City.


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El congreso



🌟🌟

El primer desafío que nos lanza El congreso es fácil de entender, y hasta aquí los críticos y los tontainas vamos juntos de la mano. En un futuro próximo que recuerda mucho a los vaticinios tecnológicos de Black Mirror, los actores y actrices que ya no quieren seguir trabajando, que desean dedicarse por entero a su familia, firman un contrato de cesión de derechos con su productora y son escaneados por millares de sensores que recogen sus gestos y sus emociones. Como futbolistas de élite que prestan sus rostros y sus escorzos al último videojuego del mercado...

  Mientras ellos disfrutan de la vida en sus mansiones de ensueño, o recorren el mundo bajo el anonimato del mochilero, los productores usarán su álter ego virtual para producir películas como churros, insertando los hologramas en el decorado con una perfección que no hace sospechar de las ausencias carnales. En esta primera parte de El congreso, Robin Wright, se interpreta a sí misma fingiendo que ya no desea someterse a la dictadura de los platós. Si en House of Cards mete miedo cada vez que sonríe, con ese gesto gélido de nitrógeno líquido, aquí, cada vez que expresa su alegría, uno se queda arrobadito en el sofá, como hechizado por una sirena bípeda del desierto tejano. Robin Wright es una belleza dignísima y sobria que nunca se rinde, que nunca se opera, que expresa sentimientos muy sustanciales con esfuerzos mínimos y naturales. Una actriz cojonuda. 


            Pero llega, ay, la segunda parte de El congreso, y aquí los críticos nos sueltan de la mano para dejarnos tirados entre tinieblas, mientras ellos se adentran en la exégesis de un mundo desconocido. Ellos se lo pasan pipa alabando el riesgo artístico, desmenuzando la filosofías implícitas. Presumiendo de comprender el onirismo barroco de este fulano llamado Ari Folman. Mientras tanto, nosotros, la plebe del sofá o de la platea, maldecimos una vez más nuestras orejas de burro, nuestra comprensión de cenutrios. Robin Wright, convertida ahora en el cartoon de su ancianidad tras meterse una droga por la nariz (sic), realiza un viaje alucinógeno al país de los dibus, que ya no es tan divertido como en ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, sino la locura masturbatoria de un artista desatado. Y en este batiburrillo de diálogos bobos y expresionismo rococó, yo me pierdo sin remedio. 

    El congreso II quiere ser Matrix, quiere ser Black Mirror, quiere ser Mary Poppins. Quiere ser Hayao Miyazaki. Pero ya son las doce de la noche y uno llega con el aliento justo, con la atención en la reserva. Abandono la película de mal humor, contrariado por este final decepcionante del día. Pero poco después, en la cocina, mientras tomo el vaso de leche y escucho la tertulia deportiva, me entero de que Odegaard, la futura perla del fútbol europeo, va a jugar en mi equipo del blanco inmaculado. Y camino de la cama, mientras pienso futbolísticamente en él, y sexualmente en Robin Wright, vuelvo a sonreír. 





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Taxi driver

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En Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind cuenta que el guión de Taxi Driver no es una cosa demencial que se le ocurriera Paul Schrader en la resaca de una mala borrachera, o de un mal desamor. Que es, realmente, el autorretrato de su propia misantropía, de su propio alejamiento cabreado del mundo. Hundido en la ciénaga de una depresión personal, Schrader se pasó semanas sin ver a ningún amigo, alimentando paranoias de una sociedad podrida. Acariciando armas en la penumbra de un apartamento cochambroso de Los Ángeles. La verdad es que mete miedo...

A veces, para cambiar de penumbra, se metía en los cines porno de su barrio, quizá para regodearse en la inmundicia del mundo, quizá para aliviarse sanamente de las tensiones y las malas posturas. Quién sabe.En esa época, para no morir de hambre, Schrader trabajaba de repartidor en una cadena de restaurantes del pollo frito. La empresa sería KFC, supongo, pero uno, mientras leía la anécdota, imaginaba que Schrader trabajaba para Los Pollos Hermanos y que transportaba bidones de grasa con los ingredientes necesarios para que Walter White cocinara su droga cristalina. Un cruce de cables, ustedes me perdonen. Mientras repartía el pollo a los clientes, Schrader, como el Travis Bickle de Taxi Driver, vagaba por la ciudad cagándose en todo, imaginando venganzas, señalando con el dedo a los cuatro o cinco habitantes de la Sodoma que iba a salvar de la destrucción total

       Mi película, si la escribiera, sería Bici Driver, la historia de un excombatiente de los grandes cines de Madrid que por motivos de trabajo ha de regresar a Invernalia a ganarse el pan, y se instala en un  villorrio donde las gentes son amables pero extrañas, cercanas para comulgantes de otra religión. Mi personaje se mueve por el pueblo en bicicleta para hacer las compras, para estirar las piernas, para socializarse en los bares, y en los recorridos observa las aceras como un Travis Bickle más gordo y desafeitado. Aquí no hay proxenetas en las esquinas, pero sí algunos garrulos de habla ininteligible que maltratan a los perros y dicen “cagondiós” a todas horas. No hay drogadictos de los barrios bajos que me tiren huevos podridos al pasar, pero sí conductores incívicos que ven una bicicleta y piensan que uno es marica, o ecologista, o progre de la ciudad, y te buscan las cosquillas, y las costillas, y están a punto de tirarte al suelo en cada gracia que se les ocurre. Tampoco hay prostitutas adolescentes a las que salvar, ni rubias preciosas como Cybill Shepherd a las que enamorar, pero sí hay mucha bruja, mucha maledicente, y también alguna mujer preciosa. No odio a la gente de este pueblo, como Travis odiaba a todos los neoyorquinos salvo a Iris, pero sí me siento extranjero y diferente.



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Los duelistas

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Para un hombre del siglo XXI, esa manía que tenían los antepasados de batirse en duelo a muerte por cualquier nadería, por cualquier migaja caída sobre el honor, es un misterio antropológico que requeriría de una buena explicación académica. En Los Duelistas, que fue la primera película como director de Ridley Scott, nadie revela la sinrazón de estos encontronazos que tenían lugar con la primera luz del amanecer. Desde casi la primera escena, por un quítame allá esas pajas, dos soldados del ejército de Napoleón se van retando durante años siempre que sus compañías coinciden en campaña. Como los duelos nunca tienen un final definitivo –léase mortal-, siempre quedan para una próxima ocasión, variando de armas en cada lance. Con el tiempo y las batallas, los duelistas se irán convirtiendo en capitanes, en generales, en hombres abrumados por la responsabilidad de sus cargos, pero cada vez que se ven resurgirá, intacto y agresivo, el mismo odio del primer día. 

Supongo que hace dos siglos, cuando uno se moría joven y casi de cualquier cosa, sin penicilinas, sin medicamentos, expuesto a cualquier patógeno o a cualquier locura de los emperadores, la vida era un bien menos valioso que ahora. Que casi daba lo mismo morir en un duelo que en un combate. O que postrado en una cama por el virus de la viruela, o de la gripe, o del sarampión, que formaban el más poderoso y sanguinario ejército de la época. De cualquier época, hasta el bendito nacimiento de Louis Pasteur. Será esto, digo yo, o que comían algo intoxicado de plomo, como los antiguos romanos de la decadencia, que fueron perdiendo la razón poco a poco.

       Preciosa película, de todos modos, aunque los personajes vaguen perdidos por la sinrazón. O por su razón tan particular.






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