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Indiana Jones y el dial del destino

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Reunidos en sus despachos, los ejecutivos de Hollywood tomaron una decisión salomónica y en la quinta entrega nos partieron a Indiana Jones por la mitad. La cosa estaba entre dar placer a los veteranos y ofrecer carnaza a la chavalada. Apostar por la aventura clásica o crear otro videojuego con palomitas. Una decisión complicada, porque optar por un público significaba perder al otro en la taquilla, y los chalets de Beverly Hills necesitan muchos jayeres para seguir luciendo su esplendor. 

Si el juicio se hubiera celebrado en vista pública, con los afectados presentes como en el relato de la Biblia, tengo por seguro que nosotros, los veteranos, representados por gente muy juiciosa con canas en las sienes, hubiésemos preferido que Indiana Jones se quedara a vivir con los adolescentes. Que les dieran la quinta entrega por entero, para disfrute de su desconexión neuronal, y renunciar a Indy para saberlo al menos vivo. Total: tenemos las otras cuatro películas para nosotros, y no necesitamos el Dial del Destino para verlas cuando nos pete. Nos basta con una conexión a internet, o con un reproductor de Blu-ray, un aparato en vías de convertirse en otra reliquia más de las ruinas de Siracusa. 

Nosotros, los viejunos, somos los padres verdaderos de Indiana Jones -como aquella mujer era la madre verdadera del chaval- y hubiéramos preferido no verlo a verlo desangrado de esta manera. Las nuevas generaciones, en cambio -los Y, los Z, los millennials, la madre que los parió- hubieran dicho que nada, que a partirlo por la mitad, como al final hicieron los ejecutivos para tenerlos contentos y sentarlos en las butacas: una hora y media de CGI mareante para ellos, y para nosotros las migajas de cuatro apuntes históricos, tres conversaciones sobre el paso del tiempo y dos homenajes lacrimógenos a los orígenes de la saga, para que salgamos del cine entre contentos y llorosos. Cuarenta y dos años, ay, separan del Arca Perdida de la Anticitera de Arquímedes, que son los mismos que separan nuestra adolescencia de nuestro próximo ingreso en la jubilación.

(En realidad eran tres estrellas las que puse en la calificación, y no cuatro. La última es mi lagrimita de despedida).






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Apocalypse Now

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Río arriba está la locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer. Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los maniáticos.

El coronel Kurtz es el Darth Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo del sindiós que provocan los pirados al volante.

La locura del coronel Kurtz es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con sus juguetes de tropecientos millones.

La II República española hizo más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales, sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.





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Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

🌟🌟🌟🌟

La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres, también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.

La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico, donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra leyenda.

Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias, y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil... No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo, no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.

El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean. Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa Teresa, a lo mejor.



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Indiana Jones y la última cruzada

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Escribo estos recuerdos en el año del Señor de 2021, tiempos oscuros en los que el Real Madrid, otrora espejo de virtudes, se arrastra por los campos del reino y los estadios de Europa como un ejército de espada roma y blasones con agujeros. Escribo estos recuerdos antes del próximo advenimiento del Mesías, que ya no se llamará Alfredo, ni Iker, ni Cristiano Ronaldo, sino Kylian, un semidios nacido en tierra de los francos que vendrá acompañado por un escudero de apellido Haaland, nacido en las tierras del norte, donde el sol apenas reluce y todo es lenguaje de bárbaros, y belleza de las mujeres.

Son tiempos propicios para los equipos plebeyos, los segundones de la historia, y quizá por eso, ahora que vuelvo a ver las películas de Indiana Jones, todo lo analizo en clave madridista, a ver si en esas reliquias que Indy quiere encerrar en un museo se encuentra la solución a nuestros males. En “Indiana Jones y la última cruzada” -que es, sin duda, la mejor película de las cuatro- se dice que el ejército que avance con el santo Grial será invencible porque sus soldados nunca perecerán en la batalla, y serán inmortales hasta que llegue el Fin de los Tiempos. Lo mismo decían del ejército que poseyera el Arca de la Alianza en la primera película (que es la mítica), y también de aquél que reuniera las cinco piedras de Sankara en la segunda (que es la tontería).

Yo ya propuse robar el Arca y enterrarla bajo el césped del Bernabéu, ahora que andamos de obras, o enviar una expedición a la India para indagar el paradero de las cinco piedras luminosas. Hoy, en las nostalgias de Sean Connery, imaginaba a Florentino Pérez haciendo prospecciones en Alejandreta con la excusa del gas natural, pero en realidad buscando el cáliz que se perdió por la grieta de la avaricia. Ya soñaba con futbolistas eternamente jóvenes y esbeltos, ajenos a toda lesión y a todo cansancio -y que se jodan, los que protesten- cuando salió el Caballero del Grial para anunciar que sólo se puede ser inmortal dentro de las ruinas de Alejandreta. Pues nada, Floren: tendremos que reconstruir allí el estadio, y apuntarnos a la liga de Jordania.





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Indiana Jones y el templo maldito

🌟🌟🌟


De niño, en León, yo no podía ver las películas que se estrenaban en la competencia porque mi padre trabajaba en los cines rivales, y argumentaba que pudiendo yo entrar gratis en ellos, las veces que quisiera, como el niño aquel de Cinema Paradiso, por qué iba a darme dinero para ver otras películas que podría recuperar de mayor, cuando ganara un sueldo  y dejara de pedigüeñarle las propinas.

Las películas de Star Wars que construyeron mi infantilismo se estrenaban por navidades en nuestros cines -bueno, en “sus” cines, que eran de unos propietarios asturianos- pero las películas de Indiana Jones, aunque también venían paridas por George Lucas, se estrenaban siempre en el cine Emperador, el más bonito de la ciudad, que en realidad era un teatro donde a veces se festejaban óperas y ballets. Una vez vino el Bolshoi a pegar botes y yo estuve rondando las cercanías para ver rusos de verdad, aunque fueran comunistas fugaces y fugitivos. Quiero decir que el cine Emperador era un lugar casi aristocrático donde cualquier película de mierda parecía otra cosa, como de arte y ensayo, como si el marco hiciera más valiosa la pintura. Pero eso lo descubrí, ya digo, muchos años después.

Es por eso que la primera vez que vi Indiana Jones y el templo maldito no la vi, sino que la escuché, de labios de un amigo que había ido con sus padres y había regresado maravillado. El amigo nos contó cosas inconcebibles y asquerosas sobre el templo maldito: que en una cena servían sesos de mono, y sopa de ojos, y culebras vivas, y sorbetes de cucaracha. También nos dijo que salía una tía muy buena, la novia de Indy, pero que casi no te daba tiempo a enamorarte porque seguían pasando cosas muy repugnantes. Una de ellas, que a un hindú le sacaban el corazón de cuajo, arrancado por el puño de Mola Ram, y que aun así el tipo seguía vivito y acojonado. Qué barbaridad, dijimos todos los presentes... Aún no sabíamos que todos íbamos a pasar tarde o temprano por ese ritual, aunque fuese de modo metafórico. A mí, por ejemplo, me arrancaron el corazón hace algún tiempo y aquí sigo, vivito y coleando, y escribiendo estos recuerdos.




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En busca del arca perdida

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Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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Frenético

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Frenético no es, ni de coña, una película que merezca tantos visionados como yo le he dedicado. En el cine de León, en su momento, y luego en el Canal Plus, y hace años en una tentación, y hoy, descoyuntado por la canícula, en el Canal Hollywood de la sobremesa, como si ya estuvieran programando para mí en plan personal shopper, leyéndome la pupila, o la meninge, estos mamones del Movistar, y supieran que acabo de terminar un ciclo de Roman Polanski coronado por sus muy aburridas y nada edificantes memorias: un libraco donde cuenta lo mucho que rodó, lo mucho que folló y lo mucho que los mediocres maniataron su genio creador.



    A Frenético se le nota demasiado que es un vehículo actoral, y además por partida doble. Por un lado está Harrison Ford, que quería demostrar que podía ser un actor verdadero, con emociones cotidianas, de andar por casa, y no quedarse en una simple caricatura que pilotaba naves espaciales o perseguía reliquias con un látigo. Y por otro lado, claro, está la señora Polanski, Emmanuelle Seigner, que aquí hace su aparición estelar, su particular introducing en el panorama internacional, y chupa más cámara de la que le correspondería a su personaje, tan estimulante y decisivo como finalmente enredoso, y tontorrón.

    Frenético es una nadería bien hecha, un divertimento para usar y tirar, pero yo, más o menos cada diez años, vuelvo a caer en ella como una mosca sin memoria. Y es porque la película se parece mucho a unas pesadillas que yo tengo, y siempre que me la topo, me identifico, y me quedo pegado a la telaraña. Frenético, como muchas películas de Polanski, puede leerse como una historia real, con personajes que se la juegan de verdad, o puede leerse como la chifladura de alguien que tiene una pesadilla espantosa. Y yo, que podría escribir unos guiones cojonudos con mis sueños, a veces también camino por una ciudad extraña, de la que no conozco el idioma, y pierdo a la mujer que iba conmigo para ser reemplazada por otra que aparece a mi lado como surgida de la acera, o caída de la nube. En esa ciudad de mis pesadillas yo también voy frenético perdido, buscando algo, llegando tarde, sin hacerme entender por las autoridades ni por los viandantes, y al final despierto pegando un grito, o resudado hasta la raja del culo, descubriendo, finalmente, con un suspiro de alivio, que mi vida sigue siendo tan poco aventurera como siempre. Lejos de París, y de cualquier ciudad excitante...


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Armas de mujer

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Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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Único testigo

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A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve,  los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.

Mientras los adolescentes viven su aventura en los territorios del pecado -que es como tomarse unas vacaciones con balconing en los hoteles de Magaluf-, y se toman su tiempo antes de decidir si se bautizarán en la fe de sus mayores,  éstos, en el lado virtuoso de los montes, dan gracias a su dios por la tranquilidad recobrada y vuelven a ordeñar las vacas y a construir los graneros sin la ayuda de los cachivaches modernos enchufados a la red o a las baterías.

    En Único testigo, Rachel es una lozana menonita que después de visitar el jardín de las delicias ha regresado a la fe de su comunidad. De su rumspringa juvenil solo le queda un brillo en los ojos, un donaire en el caminar. Una sonrisa involuntaria que aún tiene algo de lascivia y jugueteo. Rachel, tan guapetona, tan bien construida por la buena alimentación que le proporcionaron sus gentes en la adolescencia, con el grano de primera categoría y la leche de vaca sin adulterar, seguramente fue la reina sexual de muchas fiestas y muchos saraos allá en los lodazales de la lujuria. Pero terminó aburrida, o desencantada, harta de fornicar con tipejos atraídos por su belleza mientras esperaba al chico decente que nunca dio el paso de saludarla.  

    Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.





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Blade Runner 2046

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O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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Blade Runner

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Antes de morir, el Nexus 6 se vanagloria de haber visto cosas que los humanos no conocen. Ningún espectador sabe qué son los rayos C, ni dónde queda la puerta de Tannhäuser, pero dichas por el replicante suenan a experiencias bellísimas e irrepetibles. Como si le hablaran de sexo salvaje al adolescente por estrenarse... En solo cuatro años de vida programada, el replicante ya había contemplado las maravillas del Universo. Los humanos de la Tierra, en cambio, sólo habían visto la mugre, la contaminación, la lluvia ácida persistente. Roy, por supuesto, no quería morir, y lamentaba que sus recuerdos se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Pero en su testamento final se adivinaba un poso de orgullo. Él, condenado a la pronta caducidad había vivido intensamente. ¿La vida larga y aburrida de los casados, o la vida corta y excitante de los rockeros? 

Escribía Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

    “Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Las cagan. Estúpidos gilipollas [...] Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir”.


El año 2019 que imaginaron los guionistas de Blade Runner tiene pinta, a dos años vista, de haberse quedado muy corto en algunos avances, y muy largo en otros. A día de hoy, la ingeniería genética aún está dando sus primeros pasos, y los coches de policía no salen volando tras ponerte una multa. Las colonias espaciales son proyectos descomunales aparcados hasta el fin de los tiempos. En Blade Runner, sin embargo, como sucede en muchas películas de ciencia-ficción, no se ve a nadie con teléfono móvil, ni con iPod, y los ordenadores de hogares y oficinas parecen unos cacharros tan lentos como rudimentarios. No parecen existir cosas tan básicas como Internet o como el Whatsapp, que en el año 2017 ya manejan con soltura incluso las ancianas. 

En el sector de las telecomunicaciones, lo más avanzado de Blade Runner parece ser la videollamada, como ya lo era en el 2001 imaginado por Arthur C. Clark.  Menuda caca... Eso ya existía  cuando yo era niño y llamaba al portero automático de mi amigo rico para que bajara a jugar al fútbol. Hace cuarenta años que yo ya me quedaba boquiabierto al descubrir que en aquella comunidad de vecinos habían instalado el ojo vigilante de HAL 9000...




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El Retorno del Jedi

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El Retorno del Jedi es un cagarro. Sí, queridos amigos: esto es una confesión. Un grito desesperado entre la borregada galáctica, a la que pertenezco. Mientras los fanáticos siguen pastando alegremente en la luna de Endor, yo me he venido a la vera del camino, a balar mi sedición a los transeúntes. A ofrecerme como diana para los insultos y las vejaciones. A ser propuesto, tal vez, para la expulsión del rebaño, en el que llevo casi cuarenta años de vida, procesionando en salas de cine y reproductores caseros. Me he dejado sueldos enteros en el bolsillo sin fondo de George Lucas. Y sin embargo, por culpa de un ataque de sinceridad, cuatro décadas de apostolado pueden terminar hoy mismo, de un modo fulminante, si el Alto Consejo Jedi así lo decidiera. Que la Fuerza les acompañe, y les ayude a discernir entre la apostasía y la crítica constructiva, que es lo que yo pretendo. Señalar los defectos de El Retorno del Jedi para no volver a repetirlos, y subrayar, por contraste, los méritos incuestionables de las otras aventuras.


          Nadie hace películas para perder dinero, eso es obvio, pero El Retorno del Jedi apesta a codicia, a afán recaudatorio. Está hecha desde el lado oscuro de la Fuerza, donde mana el dinero pero se seca la virtud. Con doce añitos no te das cuenta de esa avaricia sin escrúpulos, y lo flipas cantidubi con Jabba el Hut y su corte de trastornados, los ositos Ewoks y sus armas de destrucción masiva. Recuerdo que un amigo de posibles pidió a los Reyes Magos la panoplia entera de los juguetes: las motos aéreas, los Ewoks de plástico, los acorazados bípedos del Imperio..., y allí nos pasábamos las tardes enteras, en casa del chaval, merendando de gorra y jugando a restablecer el equilibrio de la Fuerza. El Retorno del Jedi sólo había sido un gran anuncio de juguetes, dos horas de publicidad que nos habían endilgado entre el conflicto familiar de los Skywalker. Nos habían tratado como a consumidores, no como a niños que soñaban, y eso, treinta años después, conviene denunciarlo. Nadie va a quitar a George Lucas de su hornacina, que se la tiene bien ganada, pero los más críticos con su hagiografía, cuando vamos a rezarle, le colocamos un becerro de oro a los pies, para recordar la fechoría, y advertir a los feligreses.


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El Imperio Contraataca

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El Imperio Contraataca es la mejor película de la saga galáctica. Sobre esto existe un amplio consenso entre los habitantes de la Vía Láctea. Sólo los más infantilizados de sus seguidores -que ya es decir- prefieren El Retorno del Jedi sobre las demás, porque de niños se quedaron prendados de los Ewoks, esos osetes tan pelmazos, y se han quedado colgados de sus mismas lianas. Nosotros, los siervos de George Lucas, nos llevamos muy bien entre nosotros, pero a estos mentecatos que dicen preferir El Retorno del Jedi les tenemos un poco marginados, y cuando desbarran sobre el bosque de Endor y la segunda Estrella de la Muerte, les sonreímos con los músculos justos de la cara, y les damos la razón como a los tontos, con palmaditas en la espalda. Son de los nuestros, los pobrecicos, pero de una categoría inferior. Los más niños entre la muchachada. Que la Fuerza les guíe, y les acompañe.


           El Imperio Contraataca fue el primer gran culebrón de mi vida. De 1977 a 1980 transcurrieron tres años de rumores, de cuchicheos que se intercambiaban en los recreos y en los parques infantiles. Había niños que aseguraban que Darth Vader era el padre de Luke Skywalker, que lo habían leído en alguna revista de sus padres, o se lo habían escuchado al hermano mayor bien informado, y nosotros, incrédulos, y al mismo tiempo aterrorizados, les respondíamos que nanay del Paraguay, y que naranjas de la China. ¿Cómo iba el Bien a proceder del Mal? Al revés, sí, porque en clase de religión nos explicaban que el demonio era un ángel caido y rencoroso. Pero Darth Vader no podía ser el padre de Luke, nuestro héroe galáctico, tan rubio y angelical que casi parecía un Jesucristo de los catecismos, aunque Luke hubiera aterrizado hace mucho tiempo entre los mortales con una misión algo más guerrera y espadachina.


               Por eso nos quedamos de piedra, en la ciudad gaseosa de Bespin, cuando Darth Vader tendió su mano en gesto generoso y confirmó aquella paternidad imposible y obscena. Muchos tuvimos que confesarnos a la vuelta de las vacaciones, en la primera visita obligatoria a la capilla, por haber soltado un “¡hostia!” en mitad de la platea. La genealogía de los Skywalker fue el primer gran desengaño de nuestra generación. La primera sospecha de que algo no funcionaba bien el mundo. Aprendimos que los niños buenos no provenían necesariamente de padres buenos. Ni los niños malos de padres malos. De repente todo era un batiburrillo, y una lotería. Cualquiera podía ser un lord Sith acariciando la traición, y nadie podía distinguirlo, ni deducirlo de su linaje. Las relaciones unívocas quedaron abolidas. Todos quedamos automáticamente bajo sospecha. Y así seguimos.


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La Guerra de las Galaxias

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No estoy capacitado para juzgar objetivamente La guerra de las galaxias. El Episodio IV es la película de mi vida, de mi recuerdo, de mi ilusión más infantil y boquiabierta. Cualquier acercamiento crítico quedaría derretido ante el calor de las espadas láser. Todavía hoy, con cuarenta y tres tacos, sigo soñando con poseer ese arma letal -de luz roja a ser posible- y hacer justicia en este sistema exterior de la galaxia, a mandoble limpio entre los injustos y los impíos. O pilotar el Halcón Milenario, con un amiguete peludo a mi lado, y viajar a la velocidad de la luz por esos mundos de Dios, los fines de semana, para conocer otras ligas y otros deportes. O convencer a la gente de mis deseos con un simple gesto de la mano, como hacen Obi-Wan Kenobi y los caballeros Jedi: bésame más, o cóbrame menos, o vota a mi partido, y que la Fuerza te acompañe, hermano.

Gran parte de mí vive en la Vía Láctea, que es la galaxia donde como y duermo, veo las películas y follo más bien nada. Pero el niño de cinco años que vio La guerra de las galaxias por primera vez, en la Nochebuena del año 77, con los ojos tan abiertos que todavía me duelen, se quedó allí para siempre, en la galaxia muy lejana. Cada cierto tiempo voy a visitarlo, a ver qué tal le va en su tiempo congelado, y siempre me lo encuentro con una sonrisa, jugando con un palo que hace de espada láser, acompañado de los otros niños que también se quedaron allí, indiferentes a los adultos que tuvieron que estudiar y ganarse el pan. Los mismos que siempre encuentran una excusa para regresar a un infantilismo que los no iniciados consideran ridículo, y monotemático. Qué sabrán ellos, los del reverso oscuro, de la vida.

Yo vi La guerra de las galaxias en León, en el cine donde trabajaba mi padre, en una pantalla enorme que contemplaban 1000 butacas atónitas. Recuerdo mi estupefacción, mi mudez, mi conversión inmediata a la religión de los Jedi, cuando escuché la fanfarria de la 20th Century Fox, y leí el cartelito de "hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana", y se deslizaron las explicaciones sobre la rebelión y el Imperio, y apareció la nave consular sobre los cielos de Tattoine perseguida por el crucero imperial... Aquel día lo llevo grabado a fuego. Casi cuarenta años después, mi cinéfilo interior, tan racional y tan puntilloso, puja por expresar su opinión, que es mucho menos complaciente que la mía. Pero me niego a que hable, a que se insinúe siquiera. Que sean otras personas quienes saquen a la luz los defectos y las incoherencias. Yo no puedo, ni quiero.



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American Graffiti


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Ahora que el niño duerme, voy a confesar que la mejor película de George Lucas no es La guerra de las galaxias, sino American Graffiti. Porque los cineastas, al igual que los escritores, suelen pergeñar sus mejores obras cuando escriben sobre lo que vivieron, en primera persona, aunque luego lo deformen en aras del drama, y le cambien el nombre a las personas reales. Uno no vivió los años sesenta en California, pero entiende que George Lucas está contando algo muy verdadero, muy personal, en estas aventuras nocturnas de los rapaciños al volante. American Graffiti es el retrato agridulce de su adolescencia, de cuando George rulaba por el villorrio buscando chicas para el magreo, y amigos para la cuchipanda, y hamburguesas para el body. De cuando dejaba atrás la felicidad despreocupada y encaraba la universidad, el futuro, el abismo. 

    Uno no tiene nada en común con estos americanos del rockabilly y los coches de James Dean. Nada salvo el gusto desmedido e insano por las hamburguesas bien grandes y grasientas. Uno creció en otro país, en otra época, casi en otro planeta, con los curas de León, sin coches que conducir, sin chicas que seducir, sin coleguis con los que emborracharse a los diecisiete años. Uno era más parecido a esos panolis que salen en El club de los poetas muertos, tan pulcros, tan estudiosos, tan presionados. Tan inmaduros. Pero uno, con esas salvedades, se reconoce en los personajes de George Lucas: el batiburrillo de hormonas, el miedo a crecer, la conciencia dolorosa del tiempo que se va. Hay temas universales que se comprenden en cualquier tiempo y en cualquier cultura. En esta galaxia y en otras muy lejanas, que luego imaginó George Lucas para convertirnos en frikis de por vida. 




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