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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Los Vengadores

🌟🌟🌟

La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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Two Lovers

🌟🌟🌟🌟

Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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El talento de Mr. Ripley

🌟🌟🌟🌟

El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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Sidney

🌟🌟🌟

Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Iron Man 2

🌟🌟

Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes. 

Nos hemos reído mucho con las malandanzas de Tony Stark. Ni yo termino de comulgar con lo que veo, ni Pitufo termina de tomarse en serio las fantasmadas de estos superhéroes. Pero comentamos muy animados los hostiazos, los pasotes, los giros grotescos de la trama. Quizá me puede el orgullo si afirmo que Pitufo es un espectador entregado, pero muy crítico. O quizá es que finge su madurez para que yo no reprenda su infantilismo, no sé. Cuando aparece Scarlett Johansson mostrando el escotazo, se instala entre nosotros un silencio incómodo.  Él sabe que yo sé, y yo sé que él sabe. Scarlett gusta a todos los hombres entre los doce y los noventa años. Es un imperativo biológico, imposible de soslayar. Pero sólo son segundos. Ahora que ya somos dos tíos mayores, y que sabemos de qué va la vaina,  rápidamente recomponemos la vergüenza, y hacemos chistecitos sobre las enormes dimensiones, o sobre los dinámicos bamboleos. Entre el adolescente que llega y el adolescente que nunca se fue, montamos una pequeña juerga como de chavales del instituto. 

Es una mierda, Iron Man 2. De lo peor que ha pasado por mi sacrosanta cartelera. Pero no cambiaría este rato por ninguno de los que paso en soledad viendo las obras maestras que propone Mark Cousins, o cualquier otro plasta de lo canónico, a bombo y platillo.




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