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RocknRolla

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“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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Despierta la furia

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Será lo que sea, el Dioni, nuestro querido Dionisio, que ni sabe cantar ni presentar un programa de la tele, pero cuando trabajaba de segurata perpetró el último acto revolucionario de nuestra historia. Él no robó los millones para suministrar armas a la revolución, ni para pagar las fianzas de los camaradas, sino, más bien, para pasárselo en grande en las playas de Brasil, rodeado de caipiriñas y mulatonas. Pero da igual: a veces la intención no es lo que cuenta, sino el acto en sí, mondo y lirondo, y cuando al Dioni se le peló el cable aquella mañana, cogió el dinero del  furgón y dijo entre dientes aquello de: “¡Hala, a tomar por el culo!”, se convirtió en el último bolchevique español justo antes de que cayera el Muro de Berlín y ya todo volviera a ser lo mismo de siempre: bancos despojando a los plebeyos a golpe de comisión, de interés abusivo, de rescate gubernamental, que mira que tienen recursos y guardaespaldas, los muy... Hay mil maneras -pacíficas, digo- para que los ricos roben a los pobres, y sólo una, o una y media, para que los pobres les devuelvan el golpe.

Poco después de su histórica fechoría, Joaquín Sabina le dedicó una canción inolvidable, a la altura del Bella Ciao en lo simbólico, que yo todavía tarareo entre los montes. Sabina decía del Dioni que había tenido un par, y que sí había que llevarle una bocata con lima a la prisión, pues que se le llevaba, que era de justicia poética. La canción fue un éxito instantáneo, y la gente, gracias a ella, estaba cada vez más con el ladrón y menos con los ladronados. Pero a partir de ahí todo fue silencio en el mundo de la cultura, y ni una mísera película le dedicaron los cineastas. El Dioni cayó en el olvido carcelario hasta que un día reapareció como una estrella -de poco brillo y tal, pero una estrella- en nuestra televisión.

Más de treinta años después de todo aquello, alguien le contó a Guy Ritchie que aquí había una historia de la hostia, olvidada por nuestra propia cinematografía. Pero Guy Ritchie, claro está, no se iba a conformar con poner un único ladrón, y un único furgón, y resignarse a no meter algún tiro en la función...





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Snatch. Cerdos y diamantes

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En mi colegio también había un gitano rubio como éste que encarna Brad Pitt en la película. Juan José de Tal y Tal, de ojos azules, y con anillos de quincalla. Me acuerdo perfectamente de sus apellidos pero no quiero sacarlos aquí, en escritura pública, porque no tengo los permisos necesarios. Qué habrá sido de él, me pregunto, ahora que treinta años después le he recordado.... ¿Se preguntará él, alguna vez, qué ha sido de mí, de aquel empollón de las gafas, de aquel madridista sin remedio?

    Qué habrá sido, en realidad, de todos aquellos chavales… Dónde estarán, aquellos 41 fulanos que hicimos la EGB codo con codo, ocho años en las trincheras de los pupitres, como quintos de la mili, juntos como hermanos y miembros de una iglesia, la del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde el Cielo de los clérigos reaccionarios. Sé que unos quintos  han muerto de cáncer; que otros se ganan el pan como pueden; que a otros les va de puta madre por la vida… Pero no sumo más de diez conocimientos ciertos, apenas un cuarto de aquellas biografías que se quedaron en León, o se dispersaron por el mundo.



    Qué habrá sido de Juan José, de Juanjo, que tampoco era un gitano en realidad, sino un merchero, un quinqui, como este personaje de la película. Juanjo era un chaval impredecible, tan jovial como peligroso, que venía del barrio de Corea -que no sé por qué lo llamaban así-, un arrabal chungo, de marginales, de drogatas, de gente sin trabajo conocido. Con Juanjo lo mismo te descojonabas de la risa que luego te soltaba un puñetazo, como estos que arrea Brad Pitt en la peli, a mano descubierta. A mí una vez me partió la nariz de un hostíón, por una discusión tonta sobre un gol. Luego, el maestro, en clase, le soltó un bofetón que le hizo caer del pupitre. Recuerdos…. 

    Eso fue antes de que Juanjo empezara a llevar navajita, en el pantalón del vaquero, como estos canallitas de Snatch. Cerdos y diamantes. A veces nos la enseñaba, medio sacándola del bolsillo, con una sonrisa que nos dejaba helados. Los dos últimos cursos ya nadie se arrimó a él. En clase en convirtió en un fantasma; en el barrio nos lo cruzábamos a veces, cuando iba y venía de Corea, a sus cosas, cada vez más perdido en su mundo sospechoso, sin saludar a nadie. Qué habrá sido de él…

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Sherlock Holmes

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¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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The Gentlemen


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No he fumado un porro en mi vida. Pero ya tengo ganas, la verdad. He estado a punto dos veces, en las tonterías del amor, para hacerlo más tonto todavía, o más excitante, pero a ver quién tiene huevos ahora, de salir a la calle, al trapicheo, con el billete enrollado entre los dedos, y la china oculta en la palma de la mano. ¿Cuánto sería eso, en múltiplos de 600 euros, que es ahora como se miden las inconsecuencias ciudadanas, o los caprichos de quienes multan? Así que nada, lo dejaré para un tercer antojo del romanticismo, cuando el porro de la realidad se haya disuelto en la atmósfera, y el mundo vuelva a ser lo que era, con toda su crudeza de cabeza despejada. Lo de ahora es trágico, o tragicómico, y por sí mismo, ya sólo con respirar el aire, parece igualico que el mal viaje de una calada, que yo nunca he fumado, ya digo, pero sé de lo que hablo, porque tengo amigos que a veces me dejan inhalar el humo que les sobra.



    The Gentlemen es la historia de un traficante de marihuana, Michael Pearson, que quiere vender su lucrativo imperio porque ya no está en edad de pegar tiros, ni de evitarlos, y sueña con un retiro lejos de las islas Británicas, donde siempre luzca el sol y su mujer ande todo el día en bikini, o desnuda. Mickey recibe varias ofertas, pero ninguna le satisface, y los compradores, impacientes, deciden optar por el plan B y arrebatarle el negocio a tiro limpio, como en la época clásica de los gángsters, donde nadie llegaba a la categoría de gentlemen por una simple cuestión de selección natural entre asesinos.

   Todo esto, claro, sucede antes del coronavirus, en la Inglaterra del año 1 a. de C., donde los matones van sin mascarilla y no respetan la distancia social para repartirse unas buenas hostias. Supongo que ahora el negocio de Mickey valdrá diez veces más, o cien, porque la demanda de porros se ha multiplicado, las furgonetas siguen circulando, y hay gente que los necesita más que yo, que sólo bromeo, y está dispuesta a correr riesgos para relajar la tensión, echarse unas risas tontas, y olvidar por un rato que todo esto es una gran puta mierda que se cuela por las ventanas, cuando ventilas.



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Filth

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Llego muy desconfiado a Filth, que se anuncia como una película de humor posmoderno al estilo de Guy Ritchie. En los compases iniciales, que no son nada prometedores, aparece Irvine Welsh en los títulos de crédito, y uno, por esas cosas de la nostalgia, siente un escalofrío de bendición al recordar Trainspotting y sus locas travesuras. Me arrellano, pues, en el hueco homersimpsoniano del sofá, algo más confiado y risueño. Son las once de la noche y el sueño todavía está lejos, muy lejos, acercándose a veinte por hora por una carretera secundaria del cerebro.



            El primer chiste de Filth, acompañado de música punk y molona, es el asesinato de un chico japonés a mano de unos poligoneros escoceses, o mejor dicho, a pie, porque estos, apostados en un paso subterráneo, lo cosen a patadas mientras el muchacho se defiende haciendo escorzos patéticos de Bruce Lee, por ver si les asusta. La violencia es, a falta de otro adjetivo mejor, gratuita, y no tiene ni puta gracia. Y esto lo dice un espectador que se lo pasa teta con las películas de Quentin Tarantino. No es el asunto moral lo que me indigna, sino lo tonto de la situación, lo ridículo de la banda sonora, la gracia estúpida del pobre japonés imitando al profesor Miyagi.

            El segundo chiste es un niño malcriado haciéndole la puñeta a nuestro dicharachero protagonista, un detective que va echando pestes de sus compatriotas escoceses. El antihéroe, que es un tipo duro de gesto desafiante, le devuelve la puñeta al chaval, y por partida doble, con ambos dedos corazón señalando al cielo nublado, y además, de premio, para regocijo de los espectadores más limitados, le quita el globo de las manos y lo suelta al albur de los vientos. Un jicho, el tío. Un descojone, vamos.

            El tercer chiste -por llamarlo de algún modo, y aún no hemos superado los diez minutos de metraje- es el mismo detective soltando un pedo silencioso en la reunión mañanera de la comisaría, y descojonándose por dentro al ver la reacción de sus compañeros, que olisquean las heces volátiles lanzándose miradas acusadoras. Humor inglés, que se dice. La música que acompaña estas memeces no ha dejado de sonar, discotequera, popera, como de canal VH1 a las seis de la tarde. Filth, por mucho Irvine Welsh que avale sus argumentos, es un truño de mucho cuidado, ridículo y desquiciado. A lo mejor la novela es un deshueve, no digo que no, pero su traducción en imágenes es una cosa de vergüenza ajena. Son las once y diez de la noche y el sueño todavía está en las primeras curvas de su sinuoso trayecto. Ascensor para el cadalso, el clásico noir de Louis Malle, espera turno en el disco duro. Pero eso, queridos gatos del callejón, será otra película...


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