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Pistoleros de agua dulce

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No te puedes fiar de nadie. Decía mi abuela que de lo que no veas, nada; y de lo que veas, la mitad. Ni siquiera te puedes fiar de Harpo Marx, que en realidad no era mudo, ni un salvaje de la vida. Él era, contra toda apariencia, el más cabal de los hermanos Marx, aunque eso era como ser el menos loco en el manicomio.

Viendo “Pistoleros de agua dulce” me acordé de la famosa sentencia de Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne: “Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”. Y Harpo, en sus películas, es como un Joker travieso y bonachón. Harpo es el agente del caos en el reparto de papeles: el tipo que corta corbatas, incendia cortinas, desata cordones, putea al personal... El tipo de los bolsillos gigantes donde cabe todo lo robado. El gamberro sin objetivo ni beneficio: sólo hacer el gamberro, porque sí, porque le sale de dentro, porque no conoce otra manera de divertirse. Ver el mundo arder...

Harpo es el enviado de la entropía; el agente 007 de la termodinámica. Donde había orden y concierto, llega él y todo se pone patas arriba. Él es el agitador del cotarro, el kamikaze, el torbellino, el tarado de manual. Las cosas han cambiado tanto desde 1931 que hoy no se podrían rodar muchas de sus cafradas: a veces le da por agredir a policías, o por perseguir a mujeres despavoridas. Harpo es el azote de los ricachones, y el aguafiestas de los burgueses. También era la sonrisa de los niños.

Y sin embargo, ya digo, fuera de las pantallas, Harpo era el más juicioso de todos los marxistas. Ni siquiera se llamaba Harpo -que era por lo del arpa- sino Adolf. Aunque luego, para huir de asociaciones germanófilas, se rebautizara como Arthur. Harpo era el hermano del matrimonio feliz y los dineros estables. El hombre que acogía en su mansión a todos los animales abandonados que encontraba. El que adoptó cuatro hijos y jugó mucho al croquet mientras sus hermanos se entregaban al juego, al mujerío o a la botella. Harpo, cuando terminaba la jornada, contemplaba el océano desde la placidez de su jardín, sin la peluca de zangolotino.




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Plumas de caballo

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El otro día vino el amigo de hacer el Camino de Santiago, el Primitivo, por los bosques caducifolios, y me contó que en el albergue de Hansel y Gretel había coincidido con un grupo de treintañeras -guapísimas, estudiadísimas, procedentes de Madrid- que entablaron con él animada conversación. Mi amigo es de los que da confianza a las mujeres porque no se le enciende el rubor, ni tartamudea como un bobo. Se nota que está fuera del radar, fuera del mercado, y eso tranquiliza mucho y aposenta las miradas. También es verdad que él tiene más de 60 años, y que las guerras Clon, en su memoria, en las cicatrices de su cuerpo, ya son un recuerdo del abuelo cebolleta.

En un momento de la conversación, para meter risas y cuchipanda, él citó a Groucho Marx como quien cita a un conocido de toda la vida. Y ante su asombro de tipo leído y cinéfilo, ellas, las muchachas, le preguntaron que quién era Groucho Marx. Ya digo que eran estudiadas, y de Madrid, para nada extraterrestres o desnortadas. Pero no conocían de nada al tal Groucho. Ni les sonaba el nombre... El otro Marx sí, el comunista, dijeron, pero este, el humorista, que a lo mejor era familia de don Carlos, ni pajolera. Mi amigo les explicó, ellas asintieron, pero el abismo generacional se hizo tan grande que la conversación, aunque inocente y sin peligro, fue decayendo hasta que llegó el bostezo y la hora de dormir.

Mi amigo me lo contaba y yo no daba crédito a sus palabras. Para mí, como para él, los hermanos Marx son unos vecinos de toda la vida, ruidosos y cabestros. Unos primos gamberros que te tocan en suerte hasta el día que te mueres, liándolas pardas en las bodas, en las comuniones, en los partidillos de solteros contra casados. Salen en todas las fotos.La lían, incluso, en los funerales, porque no conocen el límite ni la vergüenza, tan odiosos como adorables. Hacen pedorretas en misa, o cambian as flores de sitio, o leen panegíricos absurdos sobre la figura del finado. Mientras les riñes te partes el culo... Los Marx son de la familia, jolín. Y esas muchachas -rectifico- de otro mundo..





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Una noche en la ópera

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“Una noche en la ópera” es la mejor película de los hermanos Marx. Quizá porque, para empezar, es una película, y no un número de vodevil. Los Marx, hasta entonces, sólo habían rodado funciones como de Juanito Navarro en “La Latina”, pero multiplicado por tres: un Juanito con peluca, otro con bigote y otro con un gorro de tonto inexplicable. Los Marx, en sus proto-películas, metían chistes, canciones, números musicales; pegaban cuatro resbalones de slapstick y soltaban cuatro cosas picaruelas para escándalo de las mujeres y carcajadas de sus maridos. Y con eso, y cuatro majaderías especialidad de la casa, rellenaban ochenta minutos de celuloide. De eso comían, y eran unos maestros en lo suyo.

Pero en “Una noche en la ópera” alguien puso cordura, y logró que hubiera un hilo narrativo del que colgar los elefantes, que se balanceaban. La tela de araña es frágil, tontorrona, la historia de siempre de la parejita enamorada y las trapisondas por doquier, pero al menos todo queda sujeto y trenzado, y se puede hablar, con propiedad, de una película. Una que además -ahora sí- es un clásico venerable, porque sus momentos, sus momentazos, ya forman parte de la cultura popular, y son memes que saltan en las conversaciones de cualquier persona, incluso de gente que no ha visto la película, o que ni siquiera sabe que existe.

Yo, al menos, soy incapaz de firmar un contrato sin estar canturreando por dentro “ la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte...” Me sale como el respirar. Tampoco puedo ver un habitación abarrotada, o un autobús atestado, y no pensar al instante que estoy dentro del “camarote de los hermanos Marx”. Me sale como un acto reflejo. Ni puedo, tampoco, pedir comida en un restaurante, de la clase que sea, de cutrerío o de postín, sin añadir en un murmullo “... y dos huevos duros”. Una vez se me escapó en voz alta, en la mesa de un sitio elegante, y la mujer que estaba conmigo pensó que yo estaba loco. Fue el principio del fin.

-          ¡Meeeec!

-          Que sean tres.



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Una tarde en el circo

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La fórmula de los hermanos Marx era siempre la misma. Pero dependiendo del director, o de las necesidades del estudio, variaban la proporción de los ingredientes. Por eso unas veces les salían clásicos maravillosos como “Sopa de ganso”, o “Una noche en la ópera”, y otras películas de compromiso, que hacían reír con cuatro bobadas y llenaban sus bolsillos con la recaudación. Los hermanos Marx, antes que inmortales, eran unos profesionales del vodevil, y producían entretenimientos para seguir manteniendo su estilo de vida: Groucho sus inversiones, y Chico sus vicios, y Harpo, su vida sosegada y ejemplar. Y Zeppo y Beppo.., bueno, en fin, los buscaré en la Wikipedia.

“Una tarde en el circo” es película de relleno, de segunda categoría. Engrose de filmografía. Los culturetas, al verla en blanco y negro, y del año treinta y tantos, dirán que es un clásico imprescindible y tal y cual, porque ellos saltan como un resorte, y son incapaces de contener la alabanza o el exabrupto, condicionados ya como perros de Pávlov. Escuchan una campana anterior a 1960 y salivan sin parar; y escuchan otra posterior a Quentin Tarantino y sueltan espumarajos por la boca. Son incorregibles, y muy plastas.  Pero no: “Una tarde en el circo dista mucho de ser un clásico, y lo dice un cinéfilo -o lo que sea- que es muy condescendiente con los hermanos Marx. Con cualquier Marx, en realidad...

En todas las películas marxistas hay que tragar momentos aburridísimos para llegar a esos tres o cuatro engendros surrealistas que permanecen en la memoria. Hay que aguantar, en primer lugar, a la parejita de enamorados que rompe a cantar sus cursilerías, y luego, salpicando el metraje, los números musicales donde los Marx justifican sus años de  conservatorio: el piano de Chico, y el arpa de Harpo, y la canción cabaretera de Groucho. Entre todo esto, y alguna escena más entre personajes secundarios, se te va mínimo la mitad de “Una tarde en el circo”, que uno puede aprovechar tan ricamente para consultar el móvil, o poner las alubias en remojo. Así es imposible construir una obra maestra. Ni creo que los Marx lo pretendieran.





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Sopa de ganso

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Aquí, en el mundo real, fuera de Sopa de ganso, también hay una tierra legendaria llamada Freedonia que es ¡La tierra de los libres y los valientes!, como reza su himno. Se trata, por supuesto, de la nación de Madrid, que en el plazo de cuarenta años -batiendo seguramente algún récord mundial- pasó de ser provincia rasa a Comunidad Autónoma, y luego ya directamente a nación, anidada en el corazón de la Madre Superiora: la Una, la Grande y la Libre, de la que Freedonia dice ser espejo de virtudes, y resumen de glorias, y faro del porvenir.

La Freedonia no marxista está dirigida -es un decir- por una mujer tan ridícula como el Rufus T. Firefly de la película. Ella, Isabel, a su modo, también es graciosa -a veces de partirte la caja y todo- pero a diferencia de Groucho Marx no se trabaja los chistes: ella simplemente abre la bocaza, suspende el filtro racional, y suelta lo primero que se cruza por el infinito espacio de su vacío: una fascistada, una ofensa, una incultura, una soplapollez, una perogrullada, una mentira, una incoherencia, una puñalada, una sociopatía... Hay muchos asteroides estériles vagando por su mente. Ya digo que te ríes con ella, sí, y sobre todo de ella, pero esta mujer es como un supervillano de la Marvel, invulnerable, y cuanta más energía le arrojas para contrarrestarla, ella más se hace la chula, y más crece y crece hasta ocupar la mayoría de los escaños, y las simpatías de la gente.

Luego, para seguir este paralelismo tonto con Sopa de ganso, resulta que el líder ficticio de Sylvania, la rival de Freedonia, también es un tipo muy alto, algo encorvado, bien parecido, que se pasa toda la película perdonando las ofensas y templando las gaitas, para que su país no se vaya a la mierda. El problema es que Louis Sánchez, o Pedro Calhern, confía demasiado en sus dos ministros de la Inoperancia y la Tontería Supina: Chicolini y Pinky, que a veces, en el summum de sus despropósitos, me recuerdan a algún par de socialistos y socialistas que suelen pasearse por los telediarios. Marxistas de pro, de apellido incluso, que tarde o temprano acabarán pasándose al enemigo. Como sucede en la película.



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