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El violín rojo

🌟🌟🌟

Lo primero que haré en mi próxima vida -si el misterio de la reencarnación me da una segunda oportunidad como ser humano, y no como ardilla, o como virus agazapado- será aprender a tocar el violín. Me negaré a hablar hasta que mis padres del futuro me lo compren, y un profesor me enseñe a tocar las primeras melodías. Durante algún tiempo pasaré por retrasado, o por autista, pero yo sabré lo que me hago. Me soltaré en el lenguaje hablado sólo cuando haya aprendido el lenguaje de la música, y así no cometeré el mismo error que en esta vida perdida, la presente, en la que aprendí primero las palabras y luego me enredé, erré el objetivo, quise ser escritor y polemista y me quedé en la mitad del camino, donde se detienen los autoengañados que ya no tienen fuerzas para llegar a Santiago de Compostela, ni para desandar el camino de vuelta a Roncesvalles.




    En esta vida que me ocupa ya he hablado y escrito de más. He dicho millares de tonterías y sólo un par de sabidurías aceptables. Seguiré porque me aburro, pero no por otra cosa… Y porque escribir queda algo más digno que despatarrarse en el sofá. Ya me he expresado de sobra, para no volver a piarla en las vidas futuras, que estarán dedicadas a la música y al silencio. A la lectura recogida, también, y no al parloteo de quien tiene muy poco que decir. Espero, eso sí, que los juramentos no se olviden al pasar de una vida a la otra, y que haya una conexión por bluetooth entre la tumba y el nuevo útero…

    Hablar, en esa vida soñada de violinista, sólo será un imperativo de la supervivencia: la llamada a Telepizza, o el cortejo sexual. Y a lo mejor ni esto último, con el violín en ristre, será necesario: expresaré mis amores y mis celos tocando las piezas clásicas, o algunas que yo me invente, y habrá mujeres que me tomen por gilipollas, pero otras se quedarán prendadas de mi postureo con el instrumento, un tipo sensible y enigmático, que hierve de pasiones en su interior, y las traduce en fusas y semifusas.

    Para ello no necesitaré un Stradivarius que cueste dos millones de dólares. Si en mi nueva vida me hago millonario, bienvenido será; y si no, pues uno de segunda mano, que uno ya está acostumbrado a la pobreza. Eso sí: si los esclavos me responden, y los millones me sonríen,  intentaré -por aquello de la cinefilia- agenciarme el “Rojo Mendelssohn” que ahora está en posesión de la nieta virtuosa de un multimillonario. Un violín con historia en el que se basa, libremente, el argumento de “El violín rojo”, que es una película a ratos muy aburrida y a ratos apasionante. Espero que la franja misteriosa que atraviesa su barniz no sea la portadora de mi desgracia…



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La versión Browning

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un profesor muy parecido al Crooker-Harris de La versión Browning. No enseñaba griego, ni literatura clásica, sino matemáticas del bachillerato. Todo aquel galimatías alfanumérico que la mayoría hemos olvidado por completo, pero que tal vez nos ayudó a estructurar el pensamiento, a asfaltar carreteras en el cerebro. Los alumnos de Crooker-Harris, en la película, sospechan que la gramática griega o la venganza de Clitemnestra también van a evaporarse de su recuerdo, así que asisten a las clases con la desidia improductiva de quien sólo está allí por obligación, para ir cumpliendo el expediente académico. No tienen mucha esperanza en que tales rollos alimenten algún tipo de madurez o entendimiento en el futuro.

    Crooker-Harris, en algún momento de su vocación vigorosa, tal vez fue un profesor entusiasta que se creía capaz de transmitir su pasión por los clásicos. Pero tal propósito, y tal actitud, si alguna vez existieron, hace ya tiempo que se fueron por la cloaca de la rutina. En su lugar ha quedado una actitud hosca, casi hostil, de profesor hueso que señala los errores con saña y deja pasar los aciertos sin apenas desgastar los adjetivos. Los alumnos le temen, pero en el fondo le desprecian, y a él, por su parte, hace ya mucho tiempo que sus alumnos se la refanfinflan. Hasta que aparece este chaval, Taplow, que de algún modo inexplicable lo admira, y ve en él lo que los demás ya ni buscan, y un buen día le regala la versión Browning del Agamenón de Esquilo, y el profesor hijoputa, el Hitler de las aulas, el apodado vasija por aquello de los griegos, se deshace en lágrimas como un chiquillo, y se le cae la máscara al suelo, y en su lugar queda el profesor desolado, arrepentido de su proceder, amargado de su carrera ya sin solución.

    Nuestro Crooker-Harris del colegio Marista también era un tipo hiriente, a veces ofensivo, parco en alabanzas y generoso en ofensas. Estricto, exigente, implacable. Un tipo esculpido en metal, robótico, con cables en lugar de las venas. Nos daba miedo de verdad. Pero un día, al final del curso, con la asignatura ya cumplimentada y las calificaciones ya decididas, sin que nadie le regalara la versión Browning de algún tratado matemático,  nuestro Crooker-Harris nos llevó a la sala de audiovisuales para enseñarnos cuál era su pasión verdadera: no el álgebra, ni la aritmética, ni la tortura infantil, sino el rock americano de los años 50 y 60: Elvis Presley, y B.B. King, y Jerry Lee Lewis. Nos puso varios discos, nos animó a seguir la música, nos dio nociones básicas sobre el nacimiento del rock and roll... Y sonrió. Era su modo -indirecto, timorato- de pedir perdón por un curso entero de puteo sistemático. Tal vez la confesión de una carencia, de un carácter incorregible. Una manera de reconocer su mala pedagogía.





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