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Paterson

🌟🌟🌟🌟

En Paterson, New Jersey, muy cerca de donde Tony Soprano gestionaba su negocio de residuos urbanos, vive Paterson, el conductor de autobús que cada mañana se despierta al lado de Laura, musa de sus poemas, e inspiración de su bolígrafo. Paterson, en los descansos de su trabajo, mientras come los cupcakes que Laura le prepara, escribe poesía en un libro de páginas en blanco. Poemas urbanos que hablan del amor que vive en las casas humildes, bajo los postes de la luz, y muy cerca de las autopistas. Amores de asfalto y ladrillo, de polución y pub nocturno, tan lejos de los palacios de Verona y de las mariposas en primavera. Son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y además, Paterson, la ciudad, no parece precisamente la ciudad del amor, la París trasplantada a este lado del océano. Sin embargo, Paterson, el poeta, es capaz de extraer su belleza oculta cuando suelta el volante y abre su libro de poemas. Su oficio le obliga a ir con la mirada atenta, con el oído estirado, y quizá por eso está muy entrenado para ver más allá del paisaje y de las apariencias.


    Y luego está Laura, la mujer que lo espera todas las tardes en casa, como un seguro de vida, como un remanso de agua que nunca se seca. Como una certeza que sostiene los días sombríos y los humores sin equilibrio. Laura es la mujer que otros hombres no soportarían ni dos días seguidos, tan infantil, tan diletante en sus locos proyectos, pero a la que Paterson profesa una admiración infinita, y una fe incondicional. El poeta vive felizmente resignado a su suerte. La del amor, la del trabajo, la de sus amigos cada noche en el pub. Con una cerveza por delante ellos le ponen al día de esa otra ciudad que no recorre su autobús, ni su imaginación. Paterson es un poeta que escribe reconciliado con la vida, en paz con sus semejantes. Risueño con su destino. Hay otra literatura que surge de la inconformidad, de la tristeza, de la rebeldía. Del desamor. Una que sabe a pólvora, a gritos, a cañonazos. A rebeldía. Éste no es el caso.



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Red de mentiras

🌟🌟🌟

Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.




Terminada la película, acudo al ordenador para buscar mis comentarios de entonces, mis calificaciones de antaño, pero descubro, sorprendido y confuso, que Red de mentiras es una película virgen de mi huella digital. Como si nunca la hubiera visto hasta hoy. De haberme ocurrido esto en un día de invierno, juraría que me había vuelto loco, que sufría déjà vus que no duran escasos segundos como los habituales, como los que vienen recogidos en los manuales de psiquiatría, sino otros de dos horas de duración en los que caben películas enteras y guiones gordísimos. Un déjà vu que por su excesivo metraje ya no es tal, sino alucinación, demencia, carne de manicomio. Pensaría, de estar hoy en el sofá con la manta doble y la sopa caliente para cenar, que la cinefilia ha conseguido chalarme por fin, evadirme tantas veces del mundo que ya no sé lo que es realidad y lo que es fantasía. Tan pirado del culo que ya no sé distinguir lo que he visto de lo que veré. Un loco dentro de la propia locura, pues incluso dentro de ella me pierdo y me voy por los cerros en búsquedas extrañas. Pero hoy estamos en julio, en el puto veintitantos de julio, y el calor cae sobre esta casa como si los dragones de Daenerys hubiesen anidado sobre mi tejado. Y uno, que nació para vivir en las tierras frías como los Neandertales, es capaz, en el calor pringoso que aplauden los telediarios y los hosteleros de la costa, de alucinar películas enteras, de preverlas incluso, con todo lujo de detalles. Lo mío no era locura finalmente, sino vahído estival, recalentamiento de las meninges. Neuronas electrocutadas por el sudor que se infiltra en el cráneo calizo. Red de mentiras era una puta insolación, un puto espejismo, antes de que hoy se hiciera pixel tangible ante mis ojos.



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A propósito de Elly

🌟🌟🌟

A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.

A Farhadi le fascinan estos treintañeros que van alcanzando la edad difícil de la no-protesta. Ya no son los jóvenes contestatarios que montaban el pollo en las universidades, clamando contra los ayatolás. Como todos los treintañeros del mundo, ahora viven pendientes de sus matrimonios, de sus hijos pequeños, de los pequeños períodos vacacionales que pasan a orillas del mar. De algún orgasmo  que  les devuelva de vez en cuando la alegría de vivir. La teocracia que en otras películas iraníes es blanco continuo de los dardos, aquí sólo es el horizonte fastidioso que no les impide disfrutar de la vida, ni privarse de ciertos lujos. Esta burguesía iraní se parece mucho a la burguesía española que transitó por el franquismo quejándose del régimen, sí, pero con la boquita pequeña, mientras salían de merendola con el Seiscientos, y cenaban opíparamente por Navidad. 

Ver una película de Farhadi es como asomarse a un Cuéntame cómo pasó ambientado en Irán, pero en los tiempos modernos, y con un pulso muy firme en el guión: nada de cursiladas, ni de concesiones estúpidas para que se sumen alegremente los niños, y los abueletes, a tararear la puta sintonía del Cola-Cao.




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