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Glengarry Glen Ross

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Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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A puerta fría

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No me gustan los vendedores. Me dan miedo. Los de tienda, los de gran superficie, los de puerta a puerta... Me da igual. Ellos vienen muy preparados, dispuestos a liarte. Van a cursos de psicología, de cucología, de técnica de ventas, y cuando ven a un pardillo como yo se lanzan en picado como lechuzas sobre el ratoncillo. Desconfío de ellos como de cualquier otro depredador de la selva urbana. Van a lo suyo, y no a lo mío, porque el cliente nunca tiene la razón y se parece mucho a un pollo por desplumar. 

    Sin embargo, en las películas que los retratan, uno simpatiza con sus dramas personales, porque suelen ser tipos que mienten por necesidad, que necesitan un par de whiskies antes de enfrentarse a la comedia de la ganga y del compadreo. En aquella obra maestra que se titula Glengarry Glen Ross, los comerciales eran unos pelmazos peligrosos cuyo objetivo era endosarle al cliente una finca de escaso valor. El espectador, sin embargo, omnisciente desde su sofá, sabía que estos tipos vivían amenazados por el despido, despreciados por sus mujeres, alcoholizados y fumados hasta el  borde del infarto. Uno acababa compadeciéndoles, y deseándoles la mejor de las suertes, a costa de estafar a los pobres incautos que preguntaban por sus productos. Una simpatía difícil de explicar, pero ustedes ya me entienden.


            A puerta fría es una película española que ha pasado sin pena ni gloria por los adjetivos calificativos. La he descubierto gracias a que en ella trabaja Antonio Dechent, que es un actor por el que siento una estima especial, y al que investigo de vez en cuando, a ver en qué proyectos anda metido. En A puerta fría, Dechent es un vendedor como aquellos de Glengarry Glen Ross, cincuentón y amortizado, al que están a punto de despedir en la empresa porque anda desganado y no sabe ni papa de inglés. Sólo la venta de cien videocámaras a los minoristas le salvará de la quema, y de la sustitución por una joven promesa del negocio. El problema de las videocámaras es que siendo cojonudas son carísimas, y ningún comerciante las quiere en sus escaparates, por miedo a comérselas con patatas fritas pasados los meses. En los dos días que durará la feria comercial, Dechent bajará a los infiernos para hacer acopio de todas las triquiñuelas: mentirá, enredará, amenazará, corromperá... Y entre decisión y decisión, se meterá varios lingotazos de whisky en el bar del hotel, sopesando a los clientes, escuchando a los compañeros, preguntándose por el futuro incierto de esta perra vida que le tocó en suerte.




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