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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Confesiones de una mente peligrosa

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Al principio de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, arrepentido de su mala vida y de sus malas decisiones, confiesa que su único objetivo en la vida era que las mujeres le amaran, y, a ser posible, que le chuparan la polla. Esto último como guinda del pastel, si no era mucho pedir.

    Si hacemos caso de su caracterización, el pobre Chuck lo llevó bastante crudo en su juventud, porque era un muchacho sin atractivos físicos, y sin habilidades de galán, un fracasado sexual en el paraíso donde otros triunfaban y retozaban. Así que tuvo que esperar varios años para comprender que su creatividad -su mente peligrosa- sería el arma de combate que finalmente conquistaría a las mujeres. Mientras intentaba meterse en el mundo de la televisión como creador y productor, legó al mundo varias canciones que en su momento fueron éxitos tan fulgurantes como pasajeros. Chuck empezó a ligar, a tomarse cumplida venganza de los despechos juveniles, y hasta es posible que alguna novieta le pusiera por fin la guinda a su pastel. 

    Pero Chuck, ya subido en la ola, aspiraba a algo más: a mujeres guapas de verdad, con las que poder pasearse por Nueva York despertando envidias y levantando admiraciones. Así que se puso pesado, hizo carrera en el mundo de la tele, y allí, gracias a su mente inquieta, creó productos que lo catapultaron a la fama y a la cama de las gachíes más cotizadas. A él le debemos el formato primero de Contacto con tacto, o  El Semáforo, que tanto hicieron por nuestra educación y por nuestra formación cívica allá en la desperdiciada juventud.

    Pero a Chuck Barris le faltaba algo. Una inquietud muy personal que satisfacer. Un afán tan primario como el sexo, y tan vetusto como los primates: ser un matarife de la CIA. Kaufman, el guionista de la película, es un tipo muy hábil a la hora de sortear estas contradicciones, y crea mundos y personajes que podrían ser tan verídicos como fantásticos, tan apegados a la realidad como delirantes que te cagas.  Ése es su mérito incuestionable. La CIA, por supuesto, lo niega todo. Según ellos, la doble vida de Chuck Barris sólo es un invento publicitario y un filón para la película. Nada más. Faltaría más. 





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Buenas noches, y buena suerte

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"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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