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Bola de fuego

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Al final, todas las enciclopedias se resumieron en una sola: la Wikipedia, que ya no ocupa el altar mayor de los salones porque no está hecha de materia, sino de ráfagas de luz. La Wikipedia es incorpórea, como el saber mismo, que nunca ocupa lugar. Vive en una nube como los ángeles y se hace texto cuando nos conectamos al dios verdadero que está en todas partes. Porque Internet -¡alabado sea el Señor!- es el último dios llegado al panteón y supongo que ya el definitivo. 

Si nos lo llegan a decir hace cuarenta años, cuando mis padres empeñaron hasta el jilguero para comprar la Enciclopedia Carroggio de 40 tomos como 40 adoquines, no lo hubiéramos creído. El saber de aquella época -de cualquier época desde el empeño de los enciclopedistas franceses- se escribía sobre un papel satinado que cortaba los dedos si pasabas las hojas con mucha impaciencia. La gente con posibles se suscribía a la Enciclopedia Británica o la Nueva Larousse, y los demás íbamos rebajando el caché según los ingresos hogareños y la inflación subyacente. De todos modos, tengo que decir que la Enciclopedia Carroggio -que todavía presume de sapiencias anticuadas en casa de mi madre- era una obra muy digna que formaba parte del decorado de “El tiempo es oro”, aquel concurso de la tele que presentaba Constantino Romero y que consistía en responder preguntas buceando entre los tomos. 

“Bola de fuego” es la historia de ocho sabios que viven recluidos en un caserón para redactar una enciclopedia que alumbre las mentes de sus contemporáneos. Los siete enanitos -más el gigante de Gary Cooper- llevan años sin pisar la calle, monásticos o aspergers, o quizá homosexuales amordazados por la censura. Sea como sea, viven felices, entregados a su tarea, hasta que un día aparece la Eva de turno para ofrecerles no la manzana de la sabiduría, sino la otra manzana, la que contiene justamente el antídoto: el baile, el sexo, la tentación, la vida real... El contenido de sus continentes. Bárbara Stanwyck es la bola de fuego que hará arder el papel como en “Fahrenheit 451” o como en las novelas de Vázquez Montalbán, cuando Carvalho enciende la chimenea.







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La octava mujer de Barba Azul

🌟🌟🌟


A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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Ariane

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El final de “Ariane” es muy bonito: un japi-én al puro estilo de Jolivú. Dos amantes que van a despedirse en la estación de tren, deciden, en el último momento, contra todo pronóstico, emprender juntos la aventura. Y no me digan que soy un revienta-películas porque ustedes ya saben, si vieron "Ariane", o ya lo intuían, si estaban predispuestos a verla. 

Es lo malo que tienen los clásicos en blanco y negro: que salvo contadas excepciones no admiten un final infeliz o atravesado, y eso le quita mucho emoción a la experiencia. No es como en el cine moderno, que será mucho peor a decir de los críticos, pero que al menos nunca sabes qué conejo te sacará de la chistera. En el siglo XXI, un remake de “Ariane” podría terminar con Gary Cooper metido en la cárcel por acoso o con Audrey Hepburn operándose de arriba abajo para convertirse en Adolf  y casarse con Gary en algún país tolerante como España. Quiero decir que la palabra spoiler es muy moderna, de apenas unas décadas para acá, y que todo lo que tiene de molesta lo tiene también de sorpresa y de regalo. 

De todos modos, si lo pienso bien, el final de “Ariane” -ese que nunca veremos tras la cortina del "The End"- es una tragedia morrocotuda. No a corto plazo, desde luego, porque suponemos que en ese coche-cama que sale de París van a suceder cosas muy románticas por indecentes, y viceversa. Ni tampoco a medio plazo, porque el amor de Frank y Ariane viene sustentado, además de por la belleza física, por los muchos millones que maneja ese gran mago de las finanzas. Las próximas semanas o meses serán como aquel derroche de amor que cantaba Ana Belén mientras se cimbreaba. Pero ay, a largo plazo, cuando Frank Flannagan, el macho alfa, el conquistador compulsivo, el galán de las aristócratas europeas, decida que hasta aquí hemos llegado. Porque los ligones experimentados son así: para ellos, conformarse con el nuevo amor de su vida es como claudicar, como traicionarse a uno mismo, aunque ella sea tan dulce y tan bonita como Ariane. 

Pobre Ariane, la impechada violoncelista, que emprendió el vuelo mortal de la luciérnaga.





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El secreto de vivir

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En la última escena de Las sandalias del pescador, Anthony Quinn anunciaba desde el balcón engalanado del Vaticano que la Iglesia empeñaría todos sus bienes para ayudar a los millones de chinos que sufrían una hambruna sin igual, e impedir, así, una escalada de tensión internacional que desembocara en la III Guerra Mundial. La película acababa con el papa sollozando, las masas vitoreando su iniciativa, y los líderes comunistas del mundo -que seguían el anuncio por televisión- esbozando una sonrisa de gratitud como si en verdad acabaran de conocer a Jesucristo que regresaba a la Tierra tras su triunfal gira interestelar.

    No tengo constancia de que Morris West escribiera unas nuevas andanzas de tan hidalgo pontífice, así que nos quedamos sin una novela -y sin una película- que por fuerza tenía que ser altamente interesante: ¿cómo se las arreglarían los cardenales, la CIA y el Fondo Monetario Internacional para cargarse a este fulano? ¿Utilizarían a la consabida monjita que sirve el café envenenado con una sonrisa? ¿Contratarían a un asesino para que se lo cargara de un disparo certero desde la azotea? ¿O simplemente lanzarían una campaña de difamación que lo tildara machaconamente de comunista, de bolivariano, de filo-terrorista etarra, para que su mandato divino fuera terrenalmente revocado?


    En El secreto de vivir, Gary Cooper es un pueblerino lejanamente emparentado con un ricachón de Nueva York que acaba de morir. La suma que heredará será de veinte millones de dólares, que si ahora es dinero, lo era mucho más en el año 1936, y en plena Gran Depresión además. Cooper es un simplón que vivía tan feliz tocando la tuba y regando hortensias. Haciendo el bien entre los demás. Pero ahora la lluvia de millones lo atosiga, lo llena de responsabilidades, y varias veces en la película siente la tentación de renunciar a su fortuna y regresar a la aldeana frugalidad. Pero en su corazón ha brotado el amor -y el amor por Jean Arthur, además, nos ha jodido- así que permanecerá en Nueva York y aprovechará sus muchos caudales para cortejar a tan bella y seductora damisela.




    Alejado de su aldea, Cooper conocerá la realidad hambrienta, desesperada, de gran parte del proletariado americano, y en un arranque papal de generosidad decidirá gastar su fortuna en comprar tierras, dividirlas en parcelas y entregárselas a los trabajadores más necesitados. Su anuncio, como el del papa en la otra película, provocará un estallido de júbilo entre las masas, pero las fuerzas vivas del capital rápidamente maniobrarán para amordazarlo. 

    Como esto, después de todo, es una película de Frank Capra, y los malos siempre son un poco de opereta y un poco merluzos, en vez de cargárselo con un atropello, o con el disparo de un gángster, decidirán, simplemente, denunciar ante los tribunales que Cooper está loco, loco de remate, por ser tan desprendido y tan poco responsable con el dinero. Una estratagema bastante tontaina que sin embargo pondrá al millonario contra las cuerdas, y nos regalará ese juicio del final que no tiene ni pies ni cabeza, inverosímil, infantil, pero que sin embargo logra arrancarnos la sonrisa tonta, la lágrima bonachona.




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