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El juicio de los 7 de Chicago

 🌟🌟🌟🌟

No sé si veré Antidisturbios, la serie que ahora cacarea Movistar + a todas horas. Me huele a blanqueo, a oportunismo. Quién sabe si a componenda con la autoridad competente. Como cuando los americanos entran en guerra y de pronto sus películas cantan las excelencias del ejército. Ojalá me equivoque con todo esto, cuando ceda a la tentación. Porque Rodrigo Sorogoyen me tira mucho...

    De vigilar el toque de queda se encarga ahora la policía normal, pero dentro de nada, cuando la gente se quede sin trabajo, habrá que enviar a los antidisturbios a poner orden en las manifas, y al gobierno le preocupa mucho la mala imagen que van a dar con las porras en mano. Me imagino de qué va la serie: los antidisturbios son, en el fondo, buena gente, tipos normales como usted y como yo, pero cuando salen a trabajar se ven en el brete de ahostiar o de ser ahostiados, y no tienen otro remedio. Me imagino que habrá un personaje que será un bestia, otro que será un tipo decente, y otro que anda ahí ahí, en tensión emocional, porque se acaba de divorciar y no encuentra otra cama en la que relajarse. No sé...

    Pero yo venía a hablar de El juicio de los 7 de Chicago, casi se me olvida... Se me ha ido la pinza porque en la película de Aaron Sorkin -basada en hechos reales- los antidisturbios de Chicago reparten una buena somanta de hostias entre los manifestantes que iban a la Convención Demócrata de 1968, a pedir que cesaran los bombardeos en Vietnam. Luego, por supuesto, los condenados, los que se sometieron a este juicio político y demencial, fueron los rojos que agredieron a las porras con sus cráneos, y a los gases con sus lágrimas. Una pura provocación. Terroristas de manual. Pero todo esto es archisabido. Mola, pero no aprendes nada nuevo. A mí, en la película, lo que me sigue maravillando es la capacidad de la izquierda para autodestruirse. Para estar todo el puto día a la greña, consumiendo energías, desviando el objetivo. Discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Es un espectáculo fascinante. Lo mismo en la América de Nixon que en la España de la Transición, donde la izquierda, ay, siempre es transitoria...




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La Novena Puerta

🌟🌟🌟🌟

Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.



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Kidding

🌟🌟🌟

Casi al mismo tiempo que se estrenaba la serie Kidding, y nos quedábamos enganchados al primer episodio porque lo dirigía Michel Gondry y lo protagonizaba Jim Carrey, uno de los guionistas de Epi y Blas aparecía en la prensa para confirmar que, en efecto, los dos muñecos de Barrio Sésamo eran pareja homosexual, y que sus tontunas y desencuentros eran la adaptación de sus propias vivencias reales, con su compañero de toda la vida.

    El aire de la entrevista es un "sí, claro, por supuesto", como si el tipo se sorprendiera, a estas alturas, de que el periodista se cuestione todavía tal evidencia palmaria: dos hombres que duermen juntos, en el mismo dormitorio, que se levantan todas las mañanas con algo que reprocharse.... Hay que ser muy corto -viene a decir - para dejarse engañar por el escenario de las dos camas separadas. Un mentecato de tomo y lomo, para no tener presente que los espacios para niños los escriben personas adultas, y que nada de lo que acontece en sus tramas surge de la casualidad, y que siempre hay un reflejo de los autores, una vivencia, un desahogo, una enseñanza, una pequeña maldad incluso...


     Éste es, más o menos, el leitmotiv que anima la serie Kidding. O que, al menos, la animaba al principio, antes de perderse en tramas confusas y reacciones inexplicables (el afán de distinguirse, de hacer algo novedoso, de auteur, que al final termina por joderlo todo...). Kidding habla de la contradicción entre el adulto que vive y el adulto que sale en pantalla para divertir a los niños. El tipo que vestido de civil se llama Jeff y llora por su hijo fallecido, y por su esposa divorciada, y que camina por la vida con el gesto perdido y la alegría olvidada, porque lo que antes era cotidiano ahora es extraño y pesadillesco. El mismo tipo que luego, para ganarse el sustento, se disfraza de Mr. Pickles ante las cámaras de su show infantil, y encarna al señor divertido y amable de toda la vida, al que los niños esperan para echarse unas risas o aprender una pequeña sabiduría. La lucha interior de ese hombre es terrible, desgarradora, y Jim Carrey, con su cara de goma, acierta con todos los registros. Es una pena que luego la serie se... desvanezca, se enrede en los hilos de sus propias marionetas. O a lo mejor soy yo, que Kidding me ha pillado en malos tiempos para la lírica, como cantaba el añorado Coppini.


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Buenas noches, y buena suerte

🌟🌟🌟🌟

"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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Captain Fantastic

🌟🌟🌟🌟

Sacar a los hijos del sistema escolar y educarlos con criterios propios sobre lo que es válido y superfluo, nutritivo y desechable, es un acto de valentía que aquí, en nuestro país, además de no tener encaje legal, tiene muy mala prensa. La mayoría de las veces, cuando leemos estos casos en los periódicos, encontramos a fundamentalistas religiosos que no quieren que sus hijos escuchen las prédicas del laicismo, ni las intoxicaciones del socialismo. Uno, que simpatiza con la idea del homeschooling pero nunca tuvo tiempo ni agallas para lanzarse a semejante aventura, admira el gesto desafiante de estos iluminados, y sus férreas convicciones, pero al mismo tiempo tiembla al pensar qué escucharán esos chavales en los sermones del hogar. Ellos serán el ejército oscuro que mi hijo habrá de combatir en los años venideros, en las barricadas simbólicas, o en las de verdad, vaya usted a saber.


    En otros países, sin embargo, la práctica del homeschooling también es frecuente en las gentes de bien y provecho. Allí hay nostálgicos del librepensamiento que acomodan a sus retoños, arrancan la furgoneta y ponen una distancia de seguridad con el mundo decadente y contaminado que nos toca vivir. Captain Fantastic cuenta las andanzas de una familia numerosa que vive en las Montañas Rocosas, lejos de la civilización, guiados por un padre que es al mismo tiempo instructor de caza, profesor de literatura y wikipedia andante en un mundo que no conoce la conexión a internet. En esa República Independiente de su Casa no se reconoce más autoridad moral que la de Noam Chomsky, del que incluso se celebra el cumpleaños en cuchipanda familiar. Y tal devoción, para este humilde admirador de don Noam, es un acto conmovedor y emocionante. 

    Y así predispuesto, casi con lágrimas en los ojos, soy capaz de ir perdonando uno por uno todos los pecadillos de la película, porque Captain Fantastic es tramposa, esquemática, de trazo grueso y concesiones lacrimales. Pero también atesora momentos de gran verdad: hay conductas ejemplares, discursos certeros, éticas personales que resisten como rocas a los contratiempos.  Hay reflexiones muy valiosas sobre donde termina uno y dónde empieza la sociedad, y viceversa. Captain Fantastic tiene demasiada enjundia para emitir un informe negativo.

Ben: Cuando tengas sexo con una mujer, sé amable y escúchala. Trátala con respeto y dignidad aunque no la ames.
Bo: Ok
Ben: Di siempre la verdad. Toma siempre el camino correcto
Bo: Lo sé.
Ben: Vive cada día como si fuera el último. Absórbelo. Sé atrevido, sé audaz, pero saboréalo. Esto va muy rápido.
Bo: Lo sé.
Ben: Y no te mueras.
Bo: No lo haré.



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El desafío: Frost contra Nixon

🌟🌟🌟🌟

¿Se imaginan a Carlos Sobera, en horario de máxima audiencia, preguntándole a José María Aznar por qué mintió sobre las armas de destrucción masiva, o sobre la autoría de ETA en los atentados del 11-M? Pues algo así, aunque parezca ciencia-ficción, fue lo que sucedió en 1977 cuando el periodista David Frost, previo pago de una cantidad indecente, logro que Richard Nixon accediera a ser entrevistado en su retiro de California. Frost era un showman que presentaba programas de variedades en la televisión británica, o en la australiana, según donde surgiera el contrato, y cuando le entró el afán de entrevistar a Richard Nixon nadie se lo tomó demasiado en serio. Tuvo que rascarse hasta la pelusilla de su propio bolsillo para que el dimitido presidente, que al parecer vivía obnubilado por el dinero, accediera a ser interrogado por los asuntos espinosos del Watergate o de la guerra del Vietnam.


    Lo que luego sucedió en "La Casa Pacífica" ya es asunto de dominio público. Y si no lo es, es un spoiler como una casa, así que no voy contar nada de las dialécticas que allí se entrecruzaron. Frost contra Nixon es una gran película, de actores soberbios y de diálogos acerados, y además sale Rebecca Hall en un papel que no aporta nada a la trama, pero que nos deja muy contentos y resalados con su belleza. Sin embargo, uno termina de ver la película con una sensación molesta, porque se nota, se siente, que Ron Howard simpatiza con el expresidente. Tan es así, que no sorprende leer en alguna entrevista que él mismo reconoce haber votado a Tricky Dicky en sus tiempos de latrocinio. Y qué quieren que les diga: simpatizar con un sociópata que ordenó bombardeos masivos sobre la población de Camboya, o alargó una guerra innecesaria por motivos puramente electorales, es una cosa que tiene poca excusa, y muy poco perdón, por mucho que Frank Langella, en portentosa exhibición, acaricie a los perretes o ponga caras de contrición.

    - No tiene ni idea, señor Frost, de lo afortunado que es usted por gustarle la gente. Por gustarle usted a ellos, por tener esa facilidad, esa luminosidad, ese encanto. Yo no los tengo, nunca los he tenido. Me pregunto por qué elegí una vida que dependía de gustar a los demás. Quizá usted debió ser el político, y yo el entrevistador riguroso.


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Un amigo para Frank

🌟🌟🌟

Robot & Frank es la primera película del año que veo en camiseta y pantalón corto, desmadejado en el sofá, con un humor de perros por culpa de este calor que ha llegado dando bofetones, y que amenaza con perpetuarse durante meses, como un matón de barrio que tomara posesión de sus dominios. Se me pegaba la camiseta a la espalda, y el calzoncillo -recién estrenado- se remetía entre las ingles arando las primeras rozaduras. El sudor de la frente, mezclado con la grasilla del cuero cabelludo, caía como una catarata de agua sucia por las sienes. No he parado de rascarme la decena larga de picaduras que los mosquitos ya han dejado en mis piernas. Es la primavera de los cojones, que a las gentes de bien alegra el espíritu, pero que a uno, animal de invierno por excelencia, coloca al borde de la desesperación. Ni los escotes de las mujeres compensan esta desdicha de los sofocones, de los insectos, de las vueltas y revueltas en la cama.

            Las películas del invierno, que uno ve con la sudadera gruesa y la sopa caliente, tienen algo de refugio en la montaña, de cabaña encontrada en el bosque. El cine parece un asunto muy importante mientras fuera caen los chuzos de punta, y se congelan los charcos de la lluvia. Las películas del verano, en cambio, que uno ve medio despelotado y con una ensalada entre las manos, tienen algo de pasatiempo, de trivialidad, como si uno desperdiciara el tiempo que habría que dedicar a la piscina, al ejercicio, al compadreo social en las terrazas. El cine se queda sin excusas, y uno se reconoce de nuevo ermitaño, y no hogareño; misántropo, y no distante; escondido, y no cobijado.


            Robot & Frank tampoco ha hecho gran cosa por hacerme olvidar estas comezones físicas y mentales. Su hora y media de metraje me ha pesado como tres horas de aburrimiento en la playa de la canícula. La historia de este anciano con alzhéimer al que sus hijos regalan un robot para que le haga las labores domésticas y le vigile la salud y los desvaríos, prometía enjundiosas reflexiones acerca de la soledad y la vejez. Sobre la relación problemática que nuestros bisnietos habrán de mantener con la inteligencia artificial. Pero a mitad de aventura, no sé porqué, los responsables deciden convertir la película en una trama de policías y ladrones, con el anciano saqueando mansiones y el robot haciendo de R2D2 que abre cerraduras y averigua combinaciones. Una cosa simpática, intrascendente, decepcionante en último término, en la que he descubierto, además -para completar la desolación de esta primavera- que Liv Tyler, mi amada Liv, la elfa bellísima de mis sueños, a la que siempre escuché con la voz doblada al castellano, posee una voz de pito que me produce nuevos picores irresistibles, esta vez en el corazón, donde no llego con las uñas. 




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