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Familia

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Todas las familias se han vuelto, en cierto modo, de alquiler. Como ésta que Juan Luis Galiardo contrata en la película. En las teocracias de nuestra niñez la gente se casaba para siempre y la familia era la Familia, la famiglia, como si viviéramos en Sicilia. Y para preservar esta unidad indisoluble durante décadas y décadas, los cónyuges se iban de amantes, de putas, de butaneros, de secretarias... La infidelidad era necesaria para mantener la fidelidad jurada ante el altar o ante los dioses. La válvula de escape, en socorrida metáfora. 

Ahora, sin embargo, traída de  Escandinavia y de los países anglosajones, la monogamia sucesiva se ha impuesto en nuestras costumbres, y ya nadie se atreve a jurar amor eterno a su pareja. Y si lo jura, lo hace añadiendo un asterisco al final, o cruzando dos dedos tras la espalda. Porque el mercado se ha vuelto libre, desregulado, y ya no hay moralistas que condenen desde el púlpito. Cualquiera puede ser sustituido en cualquier momento; o ejercer de sustituidor. En el mercado siempre nos espera -o eso creemos- alguien más guapo, más divertido, más conveniente… Con mejores prestaciones en lo sexual. O simplemente distinto, alejado de la rutina. Es el liberalismo económico trasladado al mercado sexual, que escribía Houellebecq en sus novelas.


    En un abrir y cerrar de ojos -hablando en términos evolutivos- los hogares para toda la vida han dejado de existir. O casi. Sólo resisten en algunos nichos ecológicos del conservadurismo, o del amor muy verdadero. Son las familias compradas, con hipoteca vitalicia, que subsisten con la bandera de su orgullo colgada en el balcón: dos corazones entrelazados sobre un fondo verde esperanza. La pesadilla de los daltónicos. Son las parejas ideales que en realidad muchos contemplamos con envidia. Porque todo esto de la monogamia sucesiva está muy bien, y es tentador, y abre ciertas posibilidades sexuales, pero a partir de una cierta edad todo son arrugas y pedos, manías y canas, disfunciones y halitosis. Y ya nadie está por la labor de aguantar a nadie en semejantes decadencias. Tentados por el sueño del amor renovado donde sólo triunfan los primeros de cada promoción –que son los mismos que antes triunfaban en las discotecas juveniles- todos acabamos más solos que la una. Como Juan Luis Galiardo en la película.





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Alps

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La costumbre de suplantar con un actor a quien acaba de fallecer va camino de convertirse en todo un subgénero de las películas. Y quién sabe si de la vida real, dentro de unos años... La primera vez que vimos algo así fue en Familia, aquella película en la que Juan Luis Galiardo contrataba a  un batallón de actores -cuñado incluido- para no celebrar en solitario su cumpleaños de cincuentón. Lo que no quedaba muy claro, o yo no recuerdomuy bien, si el tío andaba de rodríguez y se daba un capricho estrafalario, o si era un divorciado melancólico que echaba de menos los viejos tiempos de las discusiones y los gritos. Es difícil de recordar: el recuerdo de Elena Anaya, inaugural y primigenia, difumina cualquier acercamiento a Familia que se haga con la ayuda simple de la memoria. 

Giorgos Lanthimos, el director griego de aquella astracanada hipnotizante que fue Canino, retoma este subgénero de las sustituciones en Alps. Alps es el nombre de una secta de jamados que se dedican a suplantar por horas a los recientemente fallecidos. Gracias a una enfermera que trabaja en el hospital, contactan con los familiares desolados para ofrecerles sus servicios y aliviarles la pena. Estos actores y actrices, que cobran por horas de servicio, son como profesores de apoyo que se visten con las ropas del muerto, y recrean escenas y diálogos de la antigua vida cotidiana. Si toca conversación a la hora del desayuno, pues conversación; y si hay que echar un polvete como los de antaño, pues se echa. 

Contada así, parecería que Alps es una tragicomedia de gran sustancia y profunda reflexión antropológica. Ocurre, sin embargo, que uno tarda muchos minutos en comprender esta trama fundamental, y cuando llega a la orilla, y planta los pies en tierra firme, nuevos terremotos de giros extraños y conversaciones fallidas te devuelven al mareo de un espectador sin biodramina. Hace años, en el esplendor herbáceo de mi juventud, yo disfrutaba mucho con estas películas herméticas y bizarras, que se iban mostrando pieza a pieza, como los puzzles de los concursos. Pero uno va perdiendo las neuronas, las paciencias, las atenciones indispensables, y todo lo que no sea un guión de sopitas y buen vino se atraganta en el intelecto y ya produce malas digestiones. 




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