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Perfectos desconocidos

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El que esté libre de pecado que saque el teléfono móvil y lo muestre sin tapujos. A pantalla descubierta. A ver quién tiene cojones, u ovarios. Ése es el desafío que aceptan los siete comensales de "Perfectos desconocidos": poner los teléfonos sobre la mesa y contestar las llamadas y los mensajes que vayan surgiendo con el altavoz puesto y los textos a la vista. Un juego más divertido que el Scattergories, o que el intercambio de parejas, para amenizar la velada de los amigos que ya se conocen –o creían conocerse. 

Pero un juego mucho más peligroso, ojo, porque de las discusiones del Scattergories se sale indemne, y del intercambio de parejas, pues mira, una vez aceptado, que salga el sol por Antequera. Pero de la exhibición pública del teléfono pueden salir vientos y tempestades como de la caja de Pandora. Rayos que parten en dos los corazones entrelazados.

Este juego de los perfectos desconocidos no es apto para sepulcros blanqueados. Y nuestros teléfonos móviles son, en verdad, sepulcros blanqueados, hechos a imagen y semejanza de sus dueños. Están tan puliditos por fuera como podridos por dentro. Por eso cada aplicación trae su veneno y su antídoto, su perdición y su remedio. El teléfono móvil es el receptáculo moderno de nuestra alma impura y contradictoria, y por eso el cacharro pesa 21 gramos más de lo que anuncian en los folletos. Los secretos que antes llevábamos en el cuerpo ahora los llevamos en el adminículo, como un disco duro en el que hemos hecho copia de nuestro yo inconfesable.

En las entrañas de los teléfonos móviles hemos creado un pandemónium de gentes que en la vida real se odian entre sí, que no quieren saber nada la una de la otra. Que son incompatibles en la vida real pero vecinos en la agenda virtual. En la versión 13.5 de nuestras latas de sardinas, apiñados contra natura, moran la esposa y la amante, la suegra y la nuera, el facha y el rojo, el hijo reconocido y el hijo por reconocer. El amor y el examor. El amor paralelo o el negocio ultrasecreto. La ruindad de lo que somos, pero también la verdad sin aditivos.



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El cuarto pasajero

🌟🌟🌟🌟


BlaBlaCar -como enseñan en “El cuarto pasajero”- también se inventó para ligar. La verdad es que no hay aplicación o plataforma que no sirva para encontrar pareja, ya sea como objetivo principal o secundario. Instagram, por ejemplo, que nació con vocación de ser una exposición de arte universal, un gran museo donde unos publicaran sus fotografías, otros sus vídeos  y otros -como este mismo tolai- sus escrituras infumables y underground, se ha convertido en otro campo de batalla sexual donde los machos exponen sus méritos, las hembras sus intereses, y el que anda más listo se lleva el premio gordo escondido por las sábanas. 

Puede que TikTok sea el instrumento que usa Fumanchú para subvertir el orden mundial de los americanos, pero antes que nada es el ágora donde la chavalada se conoce meneando el body o ideando chorradas sin cuartel.  La revolución sexual es más apremiante que la revolución en las barricadas.

(Joder: yo sé de una pareja que se conoció jugando al Apalabrados, que es el juego menos erótico que uno pueda imaginarse a no ser que te salgan  las siete letras de la palabra polvazo o tetamen). 

Hace cuatro veranos yo mismo usé BlaBlaCar para ligar. Pero no con la conductora que me llevaba -que ojalá, porque mira qué era guapa la chica- sino con otra mujer que me esperaba en un pueblo costero de Galicia. Como allí no llegaban los autobuses ni los trenes de la modernidad -y además yo no tengo carné de conducir- tuve que recurrir a la bendita aplicación para que alguien me acercara al nido del amor. Luego resultó que aquella mujer me había engañado con las fotografías, sacadas de un álbum de su juventud, y que además se comportaba como una cabra del Cantábrico, de esas que pastan muy cerca de los acantilados, a punto de despeñarse. Tuve que recurrir otra vez a BlaBlaCar para salir pitando de allí... El conductor que me trajo de vuelta no era Alberto San Juan, sino otro entrenador del fútbol base con el que conversando y conversando fui olvidando la pesadilla. 





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Los años bárbaros

🌟🌟🌟


Hace un mes afirmé en estos escritos que Marie-Josée Croze era la actriz más guapa que había visto jamás. Creo que hasta hice un juramento y todo... Sus escasos minutos en Múnich convalidaban la visión de diez ángeles enviados por el Cielo. Si hay que morirse para contemplar la idea de la Belleza, así, en abstracto, como predicaba Platón a sus conciudadanos, Marie-Josée es como un anticipo carnal del Más Allá. La sombra mejor perfilada en la caverna del filósofo...  

Pero hoy, porque soy así de veleidoso y de enamoradizo, he de romper mi juramento para rejurar sobre la re-Biblia, o sobre Los ensayos de Montaigne, que son mi libro de cabecera, que Allison Smith es la mujer que yo sin duda me pediría para pasar el resto de mi vida, si yo fuera el primero a la hora de elegir, claro, y ella, por supuesto, aquiesciera o aquiesciese con mis múltiples defectos.  Es como si sus padres me hubieran leído el pensamiento a la hora de forjarla. Y eso que yo, por entonces, aún no había nacido... Pero así son, recordémoslo, los milagros.

Allison, en la película de Fernando Colomo, es una mujer bárbara en tiempos bárbaros. Bárbara de belleza, y bárbara de intrepidez. La película transcurre en los primeros “años de la Paz”, cuando todavía se fusilaba a mansalva, o se encarcelaba por hacer una pintada en la universidad. Los tiempos que Santi y Rocío sueñan cada vez que dan su cabezadita de la siesta... Pero ojo, porque los tiempos bárbaros pueden volverse corpóreos en cualquier momento. De momento,  las pintadas ya no se hacen en los muros, sino en las letras de los raps, y te cuestan igualmente la cárcel o el exilio. Fusilar, en democracia, no se fusila, pero al que afirma que le gustaría fusilar a 26 millones de rojos para limpiar España (sic) se le respeta, se le mantiene la pensión y se le deja seguir rebuznando. Por si cuela...

Mientras tanto, en un campo de tiro, un defensor de la patria, con asiento en el Parlamento, practica tiro con un fusil del ejército. Le han dicho que no baje la guardia, que puede amanecer en cualquier momento.





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El método

🌟🌟🌟🌟

Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



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Vientos de agua

🌟🌟

Hoy quiero confesar, como cantaba la tonadillera, que he abandonado Vientos de agua en su episodio número seis, como un pecador cualquier de la pradera. Me impele a ello la vergüenza, la baja autoestima del telespectador que quiere ser refinado y termina naufragando en estos productos tan serios y respetables. 

    Vientos de agua es una serie que Tele 5 primero financió, luego maltrató, y finalmente suspendió de su programación, hará cosa de diez años. Hubo muchas protestas, muchas cartas airadas que no conmovieron a los directivos de la cadena. La serie, con el tiempo, tuvo gran éxito en las catacumbas de internet, y en el mercado legal del DVD, y se convirtió en un lugar de culto donde sus feligreses se refocilaban y se vengaban complacidos. Vientos de agua, obviamente, no era una serie para el prime time de la telebasura. Campanella y sus acólitos ofrecían una serie densa, currada, de cinema qualité, que tenía incluso subtítulos en los primeros episodios, cuando los mineros asturianos bableaban entre ellos para picar sus carbones y planear sus revoluciones. Y la audiencia media de la cadena, claro, al primer subtítulo, se piró a Antena 3 para ver un programa basura sin aspiraciones intelectuales.   




    Yo vine a Vientos de agua engañado por un mal razonamiento. Que el espectador medio de Tele 5 rechazara la serie, y que yo, al mismo tiempo, rechazara al espectador medio de Tele 5, no implicaba en absoluto que Vientos de agua y yo fuéramos a congeniar. La historia que vamos a llamar A, la del argentino que deja Buenos Aires para encontrar trabajo en nuestro país, después del corralito, todavía tiene un pase, y un entretenimiento, porque este actor, Eduardo Blanco, con su cara de perrete apaleado por las circunstancias, hace creíble cualquier aventura loca de las que le suceden en Madrid, y mira que son locas, y hasta absurdas algunas. Pero la historia que vamos a llamar B, la de su padre emigrando a Buenos Aires en los tiempos de la Revolución de Asturias, se me hace chicle en la atención, y yo la masco, y la masco, tratando de digerirla, y nunca termino de deglutirla. No sé si es el color sepia de la fotografía, si la pedantería impostada de los diálogos, si el aire permanente de una versión argentina de Amar en tiempos revueltos... Pero al llegar a esa parte de la historia se me desvía la atención, y casa episodio se convierte en una cuesta interminable y fatigosa como las del Tour de Francia. Al sexto repecho, avergonzado de mí mismo, hermanado, sin querer, con la audiencia estándar de Tele 5, he decidido abandonar y que me recoja el camión escoba para que haga conmigo lo que quiera. Yo lo entenderé. 


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Días de fútbol

🌟🌟🌟

La canícula, que en rigor es este infierno que va del 15 de julio al 15 de agosto, es también la travesía del desierto de los días sin fútbol. De las Eurocopas o los Mundiales que ya terminaron, cuando los hubo, y de las ligas innúmeras que todavía no han comenzado para llenarnos la vida y centrarnos la cabeza, a los hombres sin provecho: la liga española, para comparecer bien informado en los bares; la liga inglesa, para entretener las sobremesas del domingo; la liga local, para compartir el bocadillo con las amistades. Y las más importante, la liga de los chavalines, en la que uno hace de entrenador para enseñar lo poco que sabe, y no pasar por el fin de semana como un auténtico impresentable del tiempo dilapidado.



    Ahora tocan los días sin fútbol, sí, aunque en rigor siempre hay fútbol que llevarse a los ojos, porque el fútbol es ubicuo, incesante, nuestro pan y circo de cada día, y cuando no hay competiciones serias están los partidos de pretemporada, y los bolos veraniegos, y los encuentros amistosos entre las parroquias locales. Pero este fútbol de la canícula es un fútbol de mentirijillas, de baja intensidad, que sólo satisface a los más chalados, y a los más desesperados. Yo, por fortuna, también tengo esto del cine para huir de la obsesión, y de los días vacíos, y para presumir ante las mujeres de que tengo dos aficiones, fíjate bien, dos, y no como otros hombres que todo lo fían a la poesía, o a la música barroca, o a las altas finanzas, que serán muy interesantes, y muy atractivos, unos tipos de la hostia, pero sólo tienen un divertimento en la vida, uno solo, estrechos de miras, mientras que yo tengo dos, dos de todo, como decía Javier Bardem en Huevos de oro.


    A mí me pasa como a estos infelices de Días sin fútbol, la película de David Serrano, que llevan vidas inanes, insatisfactorias, no trágicas pero tampoco ejemplares, y que encuentran en el fútbol una fantasía en la que refugiarse del trabajo, del desamor, del otoño de los espejos. El fútbol es una casilla del parchís donde la realidad no puede comerte. Un baile de disfraces en el que puedes enfundarte la camiseta de Brasil y jugar a ser un dios del balón, y labrarte un poco la hombría, coño, y la autoestima, y la fraternidad entre los fracasados, que es un consuelo muy bonito que llena los bares y anima las barbacoas. Qué haríamos los hombres simples sin el fútbol, nosotros que olvidamos lo que leemos, que enredamos lo que aprendemos, que llegamos con la lengua fuera para cumplir con nuestro trabajo. Que no vamos a irnos a Nigeria con la ONG ni a Miami con el jet privado. Que nos llega el fin de semana y de repente nos asusta tener cuarenta y ocho horas por delante sin yates con rubia, ni París con pelirroja. Nosotros que enfrentamos la canícula como quien transita el desierto del Sáhara, buscando el agua fresca de un pitido inicial que inaugure el circo y abra la escapatoria. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, los oasis de las películas.
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