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Cuento de otoño

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Hace 25 años no estaba bien visto buscar el amor de formas -vamos a llamar- “no presenciales”. Las malas lenguas decían que era el recurso de los feos y los desesperados. De los parias en el amor. De los que no sabían bailar o se les trababa la lengua en el cubata. De las mujeres casquivanas que no aceptaban el curso natural de su soledad.

En 1998 -que para unas cosas es ayer mismo y para otras es el mundo de los Picapiedra- existían las agencias matrimoniales, que eran como las gestorías del amor, y también los anuncios por palabras, donde solía escribirse “Hombre respetable y limpio busca una mujer para fines serios”, o “Mujer hacendosa y simpática busca conocer a un hombre que no se fije solo en las apariencias”. Internet aún caminaba con pañales, cagándose encima cada dos por tres, y solo algún genio malévolo de Silicon Valley preveía la creación de las apps del ligoteo que ahora ya son herramientas de uso común, libres de caspa. “Tienes un e-mail” se rodó el mismo año que “Cuento de otoño” y sólo hay que ver cómo ligaban los pocos americanos que tenían una conexión decente a los servidores.

En 1998, para una mujer como Margali, la viticultora que decidió trasladarse a las faldas del Mount Ventoux para producir vinos de calidad, las opciones de conocer a un hombre de la manera tradicional -tête à tête, como diría ella en su lengua vernácula- se reducen básicamente a tres: esperar que el vecino de finca esté de buen ver, bajar a la disco del pueblo a menear el esqueleto el saturday night, o confiar, como ella dice, en que le caiga el príncipe azul de los cielos también azules de la comarca, tan benéficos para su ánimo y para sus viñas.

Margali dice que a sus cuarenta y tantos años ya pasa, que ya no siente el deseo. Que el trabajo en las viñas es abrumador y la satisface por entero. Pero su amiga, que escucha sus confidencias con atención, no termina de creérsela. Ella sabe que Margali todavía se toca en las noches solitarias, así que decide poner un anuncio en la prensa local, como cantaba Joaquín Sabina en “Rebajas de enero”. Esto son las rebajas del otoño, pero también sirven para encontrar algún chollo por ahí.





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Cuento de verano

🌟🌟🌟🌟


Léna, que es la chica rubia de la película, se pasa la vida espantando a los moscones. Ella asegura que es un fastidio ser tan guapa y tan maja. Ella querría viajar, expandirse, encontrarse a sí misma frente al sol, pero cuando no le proponen una fiesta en Dinard le invitan a una quedada en Saint-Malo o a una excursión por Saint-Lunaire. Así que al final se queda sin vida propia y no puede disfrutar a su antojo del verano. Un auténtico sinvivir. 

Ella se lo cuenta a Gaspard como un drama de la hostia, y hasta se pone a llorar a orillas del mar buscando su comprensión, pero es obvio que está encantada de ser la mujer deseada por todos y no alcanzada por nadie. La Gunilla von Bismarck imprescindible en cualquier sarao que se precie entre  la Normandía y la Bretaña.

Gaspard, por su parte, que vive enamorado de ella, está un poco hasta los cojones de sus rollos. Él sospecha que Léna le quiere, pero no mucho. El verano se agota y apenas se han visto un par de días intercalados. Es probable, incluso, por lo que se adivina en los diálogos, que todavía no se hayan acostado. Así que aprovechando una de sus ausencias, Gaspard le tira los tejos a Solène, que es otra chica muy acostumbrada a que turistas y nativos se pirren por sus huesos. El problema es que Solène es una chica decente que necesita un noviazgo como Dios manda para ceder al deseo de los hombres. Mal negocio cuando se trata de turistas como Gaspard, que van a pijo sacado, con el tiempo justo antes de volver a sus hogar.

Atrapado entre la indiferencia amorosa de Léna y la indiferencia sexual de Solène, Gaspard encontrará refugio en Margot, la camarera del restaurante, que es -ella sí- una chica más maja que las pesetas, o que los francos. El problema es que Margot ya tiene novio, y que espera virtuosamente su regreso de un viaje a la Polinesia. Así que solo puede ofrecerle su consuelo y su sexto sentido para destapar a las tontainas. La historia de Gaspard, en resumen, es la historia del cazador que apuntó a tres conejos a la vez y se quedó sin ninguno. Un drama inusual en el mundillo de la gente guapa, a la que Rohmer diseccionaba como nadie, tan fascinado por ellos como sus espectadores. 



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El árbol, el alcalde y la mediateca

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Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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Cuento de invierno

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Estoy leyendo estos días “The mating mind”, quizá el libro de divulgación científica más provocador de los últimos tiempos. Como todavía no lo han traducido al castellano, lo estoy leyendo gracias al traductor de Google, que me cambia los tiempos verbales y me traspone los adjetivos de lugar. Un enredo, sí, pero yo persevero. Porque la lectura de Geoffrey Miller es fascinante. 

Miller sostiene que los hombres -los machos de la especie- somos poco más que reclamos sexuales. Pavos reales que exhiben su creatividad o su sentido del humor como otros conducen a toda hostia o se rasuran la barba a la moda de los futbolistas. Todo tiene la misma finalidad: que las mujeres nos señalen con el dedo y entrecrucen -o finjan entrecruzar- sus genes con los nuestros. La evolución de la especie, dice Miller, depende exclusivamente de sus elecciones. Los imbéciles prosperan en el acervo genético porque muchas mujeres se dejan encandilar por sus imbecilidades; los hombres decentes no terminan de extinguirse porque algunas no se dejan engañar con tanta facilidad.

En “Cuento de invierno”, por ejemplo, Felicia se debate entre la compañía de tres hombres que la pretenden. Maxence es sin duda el menos atractivo, pero le ha prometido -como hacían los amantes de antes- ponerle un piso y una peluquería en la ciudad de Nevers, un poco lejos de París. Loic, el segundo candidato, es un hombre más joven y mucho más guapo; y además vive en París, rodeado de libros. El problema, precisamente, es que Loic lee demasiado, se sabe párrafos de memoria, y todo eso incomoda a Felicia, que no se siente a su altura intelectual.

Felicia, en realidad, vive enamorada de Charles, el fantasma de las vacaciones pasadas, al que conoció carnalmente en una playa y luego ya no supo encontrar de regreso a París. En 1992 todavía no existían los teléfonos móviles, ni las agendas de contactos, y las direcciones y los números de teléfono se escribían en papelitos que podían fugarse con el viento. Quienes poco después inventaron estas maravillas tecnológicas querían ganar mucho dinero, por supuesto, pero también impresionar a Mary Elizabeth, la rubiaza que salía con el gilipollas del quarterback y los tenía por hombres invisibles o sin méritos.




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Cuento de primavera

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Leí una vez que basta con que alguien te diga: “Le interesas a Fulanita”, para que empieces a prendarte de Fulanita. Y viceversa. Aunque el conocimiento previo haya sido somero o inexistente. 

Este juego de celestinas lo investigaron una vez en una universidad americana -cómo no- y resultó que era verdad: le decías a Jennifer que Brandon estaba colado por ella, y a Brandon que Jennifer estaba colado por él, y aunque no se conocieran de nada porque él estaba en la Facultad de Ciencias y ella en la Facultad de Estudios Grecorromanos, apenas tardaban un hamburguesa con Coca-Cola en citarse para el amor y emprender una aventura sexual de esas que justifican toda una matrícula en la Universidad, tan caras como están.

De eso va, más o menos, “Cuento de primavera”, aunque sus protagonistas sean franceses de la burguesía tan queridos por Rohmer. Esa gente cuya máxima preocupación en la vida es saber con quién van a follar a mañana, si con Mengano o con Mengana, y en qué cama van a retozar: si en el piso de París, si en la casita en el pueblo o si en el apartamento que alquilan todos los veranos en la playa de Biarritz.

En la película, Natacha, que es una pelirroja de muy buen ver aunque una caprichosa estomagante, se lleva a matar con la amante de su padre porque ella es una pedante que habla de Husserl o de Wittgenstein como otros hablamos de Benzema o de Cristiano Ronaldo. No hay reunión familiar en la que Natacha no se sienta humillada intelectualmente, así que una mañana de primavera, inspirada por los pájaros en el alféizar, decide aplicar las conclusiones de aquel estudio norteamericano y le dice a su padre que tiene una amiga guapísima que se pirra por él; y a su amiga -que anda un poco necesitada de amor- que su padre cuarentón se ha fijado mucho en ella. 

Pero la burguesía francesa, ay, no es como la chavalada americana, y antes de encamarse necesita darle una hora y media a la sin hueso, sopesando los pros y contras del sexo y del amor.



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El amigo de mi amiga

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“Uh, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos...” Lo cantaban las chicas de “Objetivo Birmania” hace la porra de años, casi por la misma época en que estrenaron la película de Rohmer. A mí me gustaba mucho la chica alta, la que era esbelta y tenía pinta de practicar el aerobic. No era muy guapa, pero ya hubiera querido yo tener una novia así.... Me ponía mucho. Mis amigos -y los amigos de mis amigos, supongo- preferían todos a la chica rubia, que tampoco estaba nada mal. Para empezar, era rubia.

Me pregunto qué habrá sido de estas tres criaturas del señor: si regresaron a Birmania para colaborar con una ONG o se quedaron en Madrid trabajando en cosas aburridas como todo quisqui.

Pongo esta referencia cultural porque no sé muy bien qué decir sobre la película. Es la primera vez que me aburro mucho con una historia de Rohmer. O quizá soy yo, que ando muy tonto estos días. Desmotivado para el disfrute... Además, llevo encima el primer catarro de la temporada, y el peso de las jornadas laborales que se acumulan. Si a Sabina le robaron el mes de abril, a mí me han robado los meses de verano. Hace nada y menos yo nadaba feliz, y leía, y tomaba cervezas en una terraza...

“El amigo de mi amiga” aborda uno de esos tabúes tontos que se imponen los guapos y las guapas a la hora de ligar. “Si fuiste el novio de mi amiga no puedo acostarme contigo”. Cómo se nota que esta gente no pasaba hambre en su juventud... Otro tabú muy de moda era: “Nos criamos juntos en el barrio, así que acostarnos juntos sería como caer en el incesto.” Y el tabú de los primos, claro, incluso de los primos segundos, con los que había que pedir dispensa para casarse, pero no -juraría yo- para tener una experiencia satisfactoria en lo sexual. 

No sé: la gente guapa es muy rara. Muy selectiva. Se puede permitir estos lujos. Yo, por mi parte, estuve enamorado sucesivamente de una vecina del barrio, de la exnovia del amigo y de una prima que vivía tras las montañas. Todas me dieron calabazas, pero yo, ajeno a estos tabúes, puse todo mi empeño en conquistarlas.





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El rayo verde

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Delphine es una mujer insoportable -pero guapísima- a la que todos sus amigos intentan encontrar un destino para que pase las vacaciones. Pero no para mantenerla alejada de París y así descansar de sus quejas y sus insolencias, de sus lloriqueos constantes por esto y por aquello, sino porque los amigos quieren acostarse con ella y las amigas se sienten más guapas a su lado, como merecedoras de su compañía.

Es lo que decía Nancy Etcoff en aquel libro imprescindible, “La supervivencia de los más guapos”: que la belleza física te abre puertas que a otros nos están vedadas. Y no solo las sexuales, que son las más obvias. Naces con el cabello rubio, o con los ojos verdes, o con una fisonomía armónica y esbelta, y ya desde la infancia, en un carrusel  de privilegios que nunca conocerá el final, obtienes los mejores sitios en los restaurantes, y te hacen más caso cuando hablas, y te atienden primero en las consultas de lo privado. Por obra y gracia de una combinación de genes afortunados, te son aliviadas todas las pequeñeces de la vida, que son molestas como chinas en el zapato, y te son facilitadas todas las grandezas del existir, que al final te dan de comer y te procuran el confort.

Pero Delphine, aunque tiene el culo bonito, también lo tiene inquieto, eternamente insatisfecho, y no es capaz de pasar más de tres días en los destinos que sus admiradores la van ofreciendo: Cherburgo, y los Pirineos, y las playas de Biarritz... Donde otros mataríamos por tener un apartamento con vistas a la playa o a las montañas, ella solo encuentra el marasmo de la vida y la insatisfacción de los instintos. Lo único que sabe a ciencia cierta es que no quiere pasar el verano en París, pero lo demás es una incógnita flotante que va cambiando de paisaje y paisanajes.

Hasta que un buen día, en esos encuentros casuales que también son privilegio de la gente guapa, Delphine conoce a un apuesto veraneante con el que poner a prueba la teoría sentimental del rayo verde, en el marco incomparable de un atardecer en San Juan de Luz. Contemplar el rayo verde confiere el superpoder de clarificar tus propios sentimientos, y de adivinar los sentimientos de los demás.





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Pauline en la playa

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“Pauline en la playa” no se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un escándalo, que cantaría Raphael.

Pauline es una chavala de quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos. A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones. Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una mujercita...

Un juego muy turbio de alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras la esperan, les anima a que se acuesten con  su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una O con su canuto a medio crecer.

Se te cae un poco la quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.



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La buena boda

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Si el otro día, en “Las noches de la luna llena”, una mujer afirmaba que ella nunca se enamoraría de alguien que no la correspondiera porque entendía que el amor solo existe si se retroalimenta, hoy, en otra película del mismo Eric Rohmer, otra mujer se enamora perdidamente de un hombre que -para decirlo llanamente- no le hace ni puñetero caso. Ni puto caso, como decíamos en mi barrio.

Estamos, pues, en el contrapunto exacto. En el tormento verdadero del amor, que es el amor unidireccional, el que no recibe respuesta satisfactoria de la persona amada. Solo cortesías y evasivas al teléfono. Un amor que no entra en “feedback”, como dicen ahora los ponentes en los cursillos. El amor que en el culo rebota y en tu cara explota, que también decíamos en el barrio.

La buena boda no es una boda real, sino la que Sabine, enamorada de Edmond tras solo un par de conversaciones, ya planea con todo lujo de detalles. Y no solo la boda, sino la vida marital, con ella convertida en un ama de casa tradicional, a contracorriente de los tiempos. Sus amigas se escandalizan, y la tachan de neoconservadora, de contraria el feminismo. Pero Sabine, en un argumento sorprendente, quizá más feminista que ninguna, les razona que lo mismo da ser esclava de un marido que de un empresario que la explote. Que la esclavitud es el destino último e insoslayable hasta que no llegue la revolución proletaria. O sea, que no habrá feminismo sin socialismo, y viceversa.

Sabine es una mujer extraña, ensimismada, ciega a las señales evidentes. Tiene, además, una amiga medio boba que la anima a perseverar cuando es obvio que el tal Edmond no está por la labor. Se dan todos los ingredientes necesarios para una tragedia morrocotuda si no fuera porque Sabine tiene una capacidad envidiable para engañarse a sí misma. Un ego más alto que la torre Eiffel, y más extenso que los viñedos de Burdeos. Capaz de construir todo tipo de castillos en el aire: los negativos y los positivos. Una desnortada de manual. Un caso clínico.




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Las noches de la luna llena

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“Quien tiene dos mujeres pierde el alma; quien tiene dos casas pierde la razón”.

Este es el proverbio -seguramente inventado por el propio Rohmer- que sale sobreimpresionado al inicio de la película. Y que explica, y hasta cierto punto anticipa, lo que vamos a ver a continuación. Porque es cierto que hay un hombre que juega con dos mujeres, y una mujer que juega con dos hombres, pero luego nadie pierde el alma en realidad. Estamos hablando del amor entre gente muy exclusiva de París, y aquí nadie sale mortalmente herido de los lances. Nadie, en verdad, salió nunca moribundo de una película de Eric Rohmer. Las suyas siempre son penas de amor que se comen con pan de baguette recién horneado, y por eso duelen mucho menos en los corazones.

Además, en “Las noches de la luna llena”, los amantes todavía son jóvenes y dicharacheros, y la pérdida del amor solo es un contratiempo asumible, un traspiés en la larga carrera de los corazones. Todo se acepta con resignación y deportividad, estrechándole la mano al ex amante, aunque muchos pensemos que quien tiene dos mujeres -simultáneas-, como quien tiene dos hombres -simultáneos-, no es que pierda el alma, sino que pierde la honorabilidad. Y hasta la decencia.

La segunda parte del proverbio dice que quien tiene dos casas pierde la razón. Sobre todo si una es para vivir con el amante y la otra es para descansar de su presencia, como hace Louise en la película. No por trabajo, ni por obligación, sino porque sí, porque la cosa no está clara, y porque la soledad le es igual de apetecible. En esa tesitura hay que escindir en dos el vestuario, la ropa de aseo, la montonera de libros... Hasta el menaje de cocina. Hay que dividir el tiempo y las atenciones. Un día te levantas en una habitación y mañana te levantas en otra. Dos rutinas. Una mente que se escinde. “Quien tiene dos casas pierde la razón...”. Aunque luego, en la película, tampoco suceda realmente así. Son las cosas de Eric Rohmer.






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La mujer del aviador

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La semana pasada empecé a leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en los párrafos

Así he avanzado más o menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine, como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede  su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un laberinto hecho de antojos y de traumas.

Por lo demás, “La mujer del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?





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La rodilla de Claire

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En las películas de Eric Rohmer no existe la lucha por la subsistencia. Nunca se ve a nadie peleando por un trabajo, combatiendo en una guerra, huyendo del cataclismo... Siempre son burgueses que están de vacaciones, o que están a punto de cogerlas, mientras ahí fuera caen chuzos de punta o se encarece la gasolina de los coches. A ellos les da lo mismo. Ellos viven blindados en sus fincas del regocijo, y en sus áticos de París, y si unos trabajan en empleos que jamás conocen la crisis, otros viven directamente de las rentas o de la plusvalía robada a los obreros. En cualquier película que escojas de la estantería, la máxima preocupación de estos personajes es conservar el amor que ya tienen, o encontrar uno nuevo que les ilumine. O alternar un par de ellos, para tener de quita y pon. Un amante de entresemana y otro para el finde. El amor -dijo no sé quién- es esa comezón que a uno le entra en la tumbona cuando todo lo demás ya está resuelto. Yo no pienso así, pero entiendo lo que quiere decir.

Por lo demás, y ya centrados en la rodilla de Claire, tengo que decir que yo soy más de orejas que de rodillas. Las rodillas son un amasijo de ligamentos que la evolución improvisó para mantenernos erguidos y sostenernos en la carrera.  Una chapuza de la biología que siempre ha tenido muy poco de erótica escultura. A mí, por lo menos, no me ponen. Por muy romántico que se nos ponga Jerome en la película, la rodilla de Claire sólo es un lugar de tránsito entre la suavidad de su muslo y el dibujo de su pantorrilla. Tierra de nadie. Scalextric de autopista. A Jerome lo que le gusta de verdad es lo que no se ve, lo que queda oculto bajo la falda de Claire, pero no se atreve a decirlo porque así queda como un poeta más elevado y experimental.

Yo -ya digo- soy mucho más de quedarme turbado con la contemplación de una oreja. No lo digo de coña. Hay un erotismo muy poco valorado en ese cartílago retozón. Si el asunto de la película es obsesionarse con una zona erógena de las secundarias yo, desde luego, hubiera rodado la historia de un burgués obsesionado con una oreja. Que para mí es un órgano primario y fundamental.





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El amor después del mediodía

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“El amor después del mediodía” no va de la preferencia sexual de hacer el amor a la hora de la siesta, que es una cosa de mucha raigambre en el Mediterráneo. Y a la que yo también tengo cierta querencia cuando se presenta la tentación. No: la película de Éric Rohmer va sobre el adulterio. De un adulterio limítrofe y extraño. ¿Porque qué es, a fin de cuentas, un adulterio? ¿Dónde está la raya que separa la fidelidad del engaño? Rohmer, por supuesto, no iba a rodar un adulterio convencional. Lo suyo -para bien - es enredar, hacer exégesis, poner a franceses y a francesas a filosofar. Y, de paso, hacer que el espectador se cuestione un par de cosas que creía afianzadas y que quizá no lo estaban tanto.

La película empieza con Frédéric -que es un hombre casado - paseando sus ojos azules entre las mujeres de París. Frédéric es un hombre muy atractivo y él lo sabe. Fija su mirada en las parisinas sabiendo que ellas no desviarán sus ojos ni su sonrisa. ¿Es eso adulterio? Según el propio Frédéric -que va deshilvanando su monólogo- no. Él dice que ve en ellas el reflejo de su mujer, y que admirándolas le rinde homenaje de hombre enamorado. Que no pasa nada, en definitiva, por ir valorando cuerpos admirables y futuros alternativos. ¿Es eso adulterio? Yo pienso que sí: de grado 1, quizá, pecado venial y peccata minuta. Quizá un imperativo de la biología. Un algo a veces indisimulable. Pero adulterio. Hay modos de mirar y modos de mirar...

Luego Frédéric conocerá a Chloé, que es una mujer bellísima que le desea. Ella no quiere que Frédéric se separe: le basta con ser su amante, con tener un hijo de él, con verse de vez en cuando en su piso de soltera. Frédéric se citará con Chloé muchas veces sin llegar a penetrarla. La abrazará, la besará, la acariciará desnuda cuando salga de la ducha... Pero nunca creerá estar cometiendo un adulterio. Nosotros sabemos que sí, pero él cuenta con el lenguaje para justificarse. Con la poesía que inventa metáforas. La palabrería.

Viendo la película me he acordado mucho de Bill Clinton y Mónica Lewinsky y no sé por qué.



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Mi noche con Maud

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La noche con Maud prometía ser un trío sexual que las páginas porno clasificarían como MMF. Es decir, dos hombres y una mujer que deciden enroscarse en una cama tan ancha como su deseo para que nadie se caiga por un lateral o se queden colgando los juanetes. Y la cama de Maud, la verdad, sin llegar a ser redonda, es un cuadrilátero enorme y esponjoso, lleno de cojines y mantitas. Es indudable que si Jean-Louis y Vidal se animaran a la fiesta ella no les iba a desdeñar: su mirada es lúbrica, y su prejuicio inexistente. Qué más da que sea Nochebuena cuando uno ya no cree en el niño Jesús que atisba por las mirillas...

Pero Vidal, que venía muy animado, de pronto se acojona porque teme enamorarse de Maud y quedar atrapado en un erotismo loco que lo desguace. Quizá recordó, en el último instante, cuando ya echaba mano del cinturón, que Sócrates desaconsejaba los placeres sexuales con las personas bellas porque al final te quedabas turulato. Y esto de Sócrates, que casi siempre es una tontería, no lo es tanto cuando se trata de Maud, que te abrasa con la mirada. No has llegado ni a tocarla y ya estás condenado para siempre. Porque la seguirás deseando cuando ella ya no esté, aunque pasen muchos años, en el mayor de los suplicios imaginables.

¿Y Jean-Louis? Jean-Louis se declara católico ante el lecho de Maud, y dice estar predestinado para el amor de otra mujer, a la que acaba de conocer en la misa dominical. No ha cruzado con su desconocida más que dos miradas de soslayo y ya está convencido de que algún día va a casarse con ella. ¿Un romántico, un bobo? El tiempo lo dirá... Jean-Louis cree al mismo tiempo en la predestinación y en la fidelidad pre-conyugal, así que al final decide no acostarse con Maud, que sofoca la risotada, aunque se descojona con los ojos. Del sexo oral entre dos amantes hemos pasado al sexo verbal entre dos amigos que discuten largo y tendido sobre Pascal, el jansenismo, la apuesta arriesgada por el amor verdadero cuando otras tentaciones nos agitan. 

Las películas de Rohmer no enseñan cacho, pero son porno duro para la mente.



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La coleccionista

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Antes de la irrupción del feminismo -o mejor dicho, de su nueva oleada- las mujeres como Haydée eran insultadas, y de lo lindo, a este lado de los Pirineos. Todavía hoy, en los círculos carpetovetónicos, próximos a los valores cristianos y a la inmanencia de las costumbres, Haydée sería señalada por la feligresía como un súcubo enviado por Satanás. El castellano es un idioma riquísimo cuando se trata de zaherir a la mujer que se acuesta con quien quiere, y cuando quiere, como hace Haydée en sus vacaciones: puta, golfa, buscona, pelandusca, pendón, calientapollas, indecente, guarra, putón verbenero... Un jardín de flores... Sin embargo, los machos alfa que se acuestan con quien quieren, y cuando quieren, como el mismísimo Adrien de la película, reciben, como mucho, en esos mismos círculos, la penitencia de un Ave María y la sonrisa de una envidia cochina: “¡Qué cabronazo...! ¡Qué suerte...! ¡Quién pudiera...!”

“La coleccionista” es una película francesa de 1968 que aquí, supongo, sólo se estrenaría en círculos afrancesados, bienfollantes, más bien izquierdosos. Aunque ser de izquierdas no te libre de este vicio del malpensar con las mujeres. La película de Rohmer, presumo, se vería en cineclubs, cinefórums, cinematecas, sitios así, más bien pequeños y oscuros, garitos de la cinefilia donde se acomodaban los barbudos con trenka y las chicas en minifalda, maoístas y poshippies, liberales y erotómanos. La gente que iba tres décadas por delante del melindre y del débito conyugal. Del camisón remangado y del sábado sabadete regado con vino de la tierra. Del cursillo prematrimonial y del visillo de las viejas.

“La coleccionista”, en pantalla grande, no hubiera resistido tres pases antes de que algún piadoso se hubiera lanzado contra la pantalla para inmolarse. En Francia, sin embargo, que nos llevaba mucho trecho en cuanto a igualdad, libertad y fraternidad, una mujer como Haydée podía pasearse por las pantallas sin escándalo mayúsculo. Sólo el de su belleza, también mayúscula. Y aun así, en la película, sus propios amantes no dejan de mirarla con recelo. La llaman facilona, inmadura, atolondrada... coleccionista.





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Larry David. Temporada 9

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A veces me sube una congoja del alma y pienso que ya se terminó el tiempo de las grandes alegrías. Que el trabajo gordo, por así decirlo, está finiquitado, y que sólo queda esperar, y reírse lo más posible, mientras llegan los nubarrones de la salud. Las grandes esperanzas, y los grandes proyectos, son cosas del verano de la edad, de cuando uno andaba viril y descamisado, y los días parecían no tener fin. Cuando la vida se desenredaba como un musical americano de jornaleros en el campo, jóvenes y vigorosos. Ahora, en el otoño del cromosoma, habrá que medir las cosas con raseros más humildes. Vivir una película francesa, melancólica, pausada, con bonitos atardeceres y cafés con croissant en la terraza. Una peli de Rohmer, por ejemplo, estilosa y lánguida, una que podría titularse El cinéfilo del villorrio, tan del estilo del maestro.



    Hace ya varios años que uno fía su felicidad a las pequeñas alegrías: que te llame un amigo para charlar; que el análisis de sangre salga sin subrayados en rojo; que el Madrid conquiste un título importante a finales de mayo. Que los seres queridos no se tuerzan por el camino. La tertulia en la radio, el estreno en el cine, la joya perdida en el ordenador... Que te sonría una señorita en el autobús. No morir de un infarto al subir el repecho en bicicleta, y emprender el descenso con la sonrisa boba y el orgullo salvaguardado. Que refresque por las noches, en estas canículas que las meteorólogas anuncian con una sonrisa que nunca he terminado de comprender, a 40 grados a la sombra. Mi reino por una brisa. Que prorroguen, si es posible, las series de televisión que me calientan en invierno, y me refrescan en verano. Que le concedan una temporada más, por ejemplo, a Larry David, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de continuación, sus locos seguidores. Lo he leído esta mañana, al abrir el ordenador, y sólo de pensar que  Larry ha vuelto a coger el yelmo y la lanza para retar en duelo a los gilipollas y a los estúpidos, me ha brotado la sonrisa tonta, y me ha dado por silbar la pegadiza sintonía mientras barría y fregaba los cacharros. 


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