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Recursos inhumanos

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Cuando era jugador de fútbol, Eric Cantona resolvía sus conflictos territoriales -en contraste con los puramente balompédicos, que los solventaba como un bailarín -a la manera instintiva de su personaje en “Recursos inhumanos”: sosteniendo la mirada, poniéndose chulo y, en última instancia, soltando un cabezazo al tipo que venía a tocarle la moral. Como hizo aquella vez con el neonazi del Crystal Palace que le insultaba desde la grada: “Vuélvete a Francia, bastardo de mierda...”. Cualquier otro se lo hubiera quedado mirando sin más, para no buscarse líos, por el que dirán de la prensa, y la multa sustanciosa de la Premier League. Pero Cantona, lo mismo cuando acariciaba la pelota que cuando topaba con alguien, no era un hombre normal. Lo que sucedió después ya es historia del fútbol: no de la que transcurre sobre el terreno de juego, sino en la grada de las aficiones, tan importante o más que la otra. Porque el fútbol -y no la mierda ésa de “Gran Hermano”, querida Mercedes- sí que es un fenómeno sociológico: la columna vertebral de nuestro ocio proletario, unos para disfrutarlo, y otros para renegar de él.

Unos dicen que aquello de Cantona fue un episodio negro del fútbol, mientras que otros lo siguen celebrando en secreto cada 25 de enero, día de la Conversión de San Pablo; y día, también, de la Santa Patada Voladora... Yo supongo -o quiero creer, es más, ¡lo afirmo!- que Eric Cantona no es así en su vida privada, y que, simplemente, nunca ha dejado de interpretar a su personaje. Hace años, porque le enfocaban las cámaras del fútbol, y ahora, porque le enfocan las cámaras de la cinematografía. Porque Cantona, el actor, tiene fotogenia, o telegenia, y un genio de mil demonios cuando arruga el entrecejo y saca el vozarrón intimidante. Es por eso que lo han elegido para interpretar -bueno, interpretar es un decir- a este parado cincuentón de larga duración que decide liarse a leches contra el sistema establecido. Sólo le ha faltado subirse las solapas de la camiseta, y buscar la complicidad del público en la grada. Genio y figura.



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Elizabeth

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Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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Buscando a Eric

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Quizá yo también necesite un futbolista imaginario que camine a mi lado para escuchar mis congojas y revitalizar mi ego malparado: "yo lo valgo, soy la hostia, me lo merezco -como Michel metiendo su hat-trick contra Corea del Sur-" y autoengaños así que restauren mi paz y mi equilibrio. Yo también necesito un futbolista que me inspire, que me susurre pequeños trucos. Un muerto, o un holograma viviente, en mi locura definitiva. Ninguno va a venir en carne y hueso a hacerme el coaching pudiendo estar con su señora espectacular en las Maldivas, o de cancaneo en Miami, o en Ibiza, que es donde seguramente estaba Eric Cantona mientras su cuerpo astral salvaba el orgullo y quizás la vida de este pobre cartero retratado por Ken Loach.

    Busco en mis recuerdos a un futbolista carismático, legendario en mis adentros, que me sirva de holograma, pero descubro que en realidad nunca he admirado a ninguno más allá de sus proezas con el balón, o de sus respuestas sabias ingeniosas –rara avis- a las preguntas idiotas de los periodistas. Yo, como todo hijo de vecino, coleccionaba cromos, láminas, revistas del asunto, pero nunca tuve el póster de un futbolista adornando mi habitación. O no uno, al menos, como ése gigantesco de la película, a tamaño natural, de Eric Cantona con la casaca del United y las solapas negras subidas, en la habitación del cartero ya casi cincuentón.

    He tenido alineaciones del Real Madrid, muchas, de cuando las cinco ligas consecutivas, o de las primeras Copas de Europa de esta nueva remesa triunfal. Me va más lo coral, la labor en equipo. Sí tuve -ahora lo recuerdo- una pequeña lámina de Emilio Butragueño celebrando con gesto modesto, con la mano apenas levantada, uno de sus cuatro goles a Dinamarca en el Mundíal del 86, en Querétaro, en el estadio de La Corregidora, un pequeño homenaje al 7 del Madrid y una tocadura de cojones dedicada a mi padre, que bramaba antiespañolismos y antimadridismos muy de la lucha antifranquista cada vez que el Buitre sobrevolaba con éxito el área de los vikingos. 

    Pienso en él, en Emilio Butragueño, como posible terapeuta de mis desgracias, como posible guía de mis laberintos, pero no termino de creérmelo del todo. Yo necesito un Eric Cantona exigente, bravío, que me dé golpes en el pecho y sopapos en la cara, si fuera menester. Y yo no veo a don Emilio en tal tesitura. Yo necesitaba a un Fernando Redondo, a un Uli Stielike, a un José Antonio Camacho, tipos rudos que dieron y recibieron patadas a troche y moche. Especialistas del cuerpo a cuerpo, bragados en la  vida. A un Juan Gómez Juanito, que quedaría de puta madre en mi película, de fantasma consejero, con el gracejo andaluz y la mala follá, y las mil anécdotas que contar. Qué pena que se nos fue, en aquella puta madrugada. Illa, illa, illa…





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