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El exorcista

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Diana, la lagarta de la serie “V”, se comió el ratón de Susanita el 2 de febrero de 1985, sábado por la tarde, en Televisión Española, que era la única tele que existía por entonces. Lo he buscado por internet, y coincide ciertamente con mi recuerdo. O con mi no-recuerdo, mejor dicho, porque yo, que había ido al cine con unos amigos, me lo perdí. Todo el mundo recuerda ese momento del asco supremo, de la sorpresa mayúscula. Es un momento generacional a la altura de la muerte de Chanquete, o del último episodio de Hombre rico, hombre pobre. Aquel efecto especial de la garganta que engullía el bicho -tan cutre visto ahora, pero tan acojonante, visto entonces- yo tuve que verlo después, en alguna reposición, reenganchando a la serie como el último de la fila. Pero no maldigo mi suerte, como decía el cantar. Cuando aquel sábado de mis doce añitos -ya casi trece- mis amigos y yo salimos del cine, y regresamos al barrio, y los hermanos y las amistades nos iban diciendo “¡La hostia, lo que os habéis perdido...!”, nosotros, con una sonrisa muy estúpida de superioridad, les respondíamos: “No... ¡Lo que os habéis perdido vosotros!”

Nosotros, el Oscar y el Antonio, el Omar y el Menda, en el cine Abella de León, habíamos visto a una niña poseída por el demonio que se metía un crucifijo por el coño, y le gritaba “¡Fóllame!” a un cura arrodillado ante su cama, y luego giraba el cuello 360º sin palmarla en el intento dislocado. Lo del alienígena y el ratón palidecía en comparación con aquello... Nosotros habíamos visto a una chavala que levitaba sobre su cama, que hablaba del revés, que escribía “Help me” sobre su propia piel para pedir ayuda al exterior. Habíamos visto al puto demonio, en sus ojos trastornados.

Nosotros habíamos ido a ver “El exorcista” en una reposición de película restaurada, con cuatro entradas gratis que mi padre nos facilitó. Mi padre, por cierto, no nos advirtió de nada, el muy capullo: sólo nos dijo que era una película cojonuda, un clásico imprescindible, y cuando a mitad de película -pantalla grande, sonido atronador, penumbra en la sala- ya estábamos todos acojonados, cagados de miedo, nadie quiso ser el gallina que tomara la iniciativa de largarse. Recuerdo -con mucha vergüenza- que en el momento culminante de la película, para exorcizar nuestro propio terror, los cuatro nos levantamos de la butaca para gritar al unísono con el padre Merrin: “¡El poder de Cristo te obliga!, ¡el poder de Cristo te obliga!”. Nosotros, que éramos alumnos en los Maristas, conocíamos bien la salmodia.






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Fragmentos de una mujer

🌟🌟🌟


Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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Harry y Tonto

🌟🌟🌟🌟

Harry es un septuagenario al que las autoridades derriban su apartamento en Nueva York - sin ninguna Ada Colau que pueda defenderlo- y se queda con dos maletas en plena calle, obligado a recurrir a sus hijos para encontrar refugio y acomodo. 

    Tonto -llamado así en la versión original- es el gato romano que lo acompañará en su inesperado peregrinaje por las residencias de los vástagos. Porque el primer hijo, que vive en la misma Nueva York, es un tipo majete, predispuesto, cariñoso con su padre, pero apenas dispone de espacio libre para ubicarlo; y tiene, además, porque estas cosas suelen pasar, una esposa gruñona que no parece muy cómoda con el apaño habitacional para su suegro. Harry tendrá un gato llamado Tonto, pero no tiene ni un pelo de ídem, así que rápidamente comprende su situación de estorbo viejuno y decide cruzar Estados Unidos para encontrar otro hijo que le acoja. A él y a su gato, por supuesto, que viajan en pack indivisible, e innegociable.

    Pero los otros dos retoños, ay, viven donde los primeros exploradores de las Américas perdieron el mechero: la hija -que se lo quitará de encima con cuatro diálogos muy tiernos pero disuasorios- reside en Chicago, en el centro de las llanuras, y el hijo -que le recibirá con los bolsillos vueltos del revés porque no tiene ni donde caerse muerto- en Los Ángeles, en las orillas del otro océano jamás pensado por Harry. Ni por Tonto.

    Lo de los hijos, en realidad, sólo es el mcguffin, la excusa argumental de la película. Harry y Tonto no va de relaciones paternofiliales, o casi no. El meollo del asunto es el viaje en sí, from coast to coast, porque en realidad estamos en una road movie que le sirve al viejo Harry para ir charlando con sus coetáneos sobre las cuitas de la vejez, de la pitopausia, de los hijos desdeñosos. A veces, para no perder el foco de la realidad, Harry y Tonto se cruzan con jovenzuelos en la flor de la edad que le hablan del flower power, de las comunas, de la meditación transcendental. De esa otra América que se refugió de los problemas morrocotudos tras el humo de los canutos. 

Harry y Tonto, como dirían los pedantes, viene a ser un fresco de la América que vivía y se desvivía por los años en que yo nací. 





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El exorcista

🌟🌟🌟🌟🌟

En el momento de máximo pesar por la transformación de su hija en un demonio, Chris MacNeil trata de convencer al padre Karras para que practique un exorcismo en la gélida habitación.
- Le digo que esa cosa que está ahí arriba no es mi hija.

    Y es ahí, justo en ese momento, en la sexta o séptima vez que veo El exorcista desde aquella tarde aterradora de mi adolescencia, cuando comprendo que la película no va en realidad de la lucha del Bien contra el Mal. Del duelo personal entre el demonio Pazuzu y el padre Merrin, que se retaron como dos machotes en las excavaciones arqueológicas de Nínive. El exorcista, despojada de vómitos verdes y de crucifijos ensangrentados, sólo es una película sobre el tenebroso paso a la adolescencia: el retrato de cómo una niña angelical se transforma en un bicho malhablado y malencarado. Aquí dicen que es por culpa del demonio para convertirla en película de terror, pero todos sabemos que en realidad es por culpa de las hormonas, y que a esta niña, por alguna razón, le sientan mucho peor que a sus compañeras del instituto.

    El lamento de Chris MacNeil lo he pronunciado yo muchas veces en los últimos tiempos, cuando escucho a mi hijo adolescente trasteando en su habitación, también escaleras arriba, como en la película. A veces le oigo los tacos, y percibo las convulsiones, cuando escucha música sobre la cama con los auriculares puestos. El retoño no está poseído por ningún demonio -al menos eso espero- pero no es, desde luego, el mismo niño que era antes de la invasión hormonal. Es el Pitufo, sin duda, pero es otro ser. Ni mejor ni peor, pero distinto. 

    Mi hijo, al que quiero mucho, faltaría más, no habla castellano al revés, como hacía la niña Regan, pero sí tararea letras de rap a todas horas, que a mí me suenan a arameo, o a babilonio, alguna lengua muerta cuyo dominio entraría en los justificantes para practicar un exorcismo. No me gustan los curas en mi casa, pero puede que así lo arreglemos un poco, al chaval, que de tanto negar con la cabeza un día se va a dislocar las vértebras, y se va a quedar con la cabeza del revés, mirando la pared, en vez de la pantalla del móvil, o los muñequitos de la Play.




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