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El hijo

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La fórmula de los hermanos Dardenne es siempre la misma: cogen a un personaje en situación desesperada -físicamente, moralmente o diplomáticamente desesperada- y le persiguen, cámara en mano, doquiera que corre para resolver sus tribulaciones, con el objetivo pegado al rostro, o a las manos, o muchas veces al cogote, según el efecto dramático que anden buscando. Así acosaron a Rosetta, en su búsqueda desengañada de empleo, y a Lorna, en su lucha por obtener la nacionalidad belga, o al niño de la bicicleta, que no paraba de dar por el culo. A Marion Cotillard, también, en su humillante súplica para no ser despedida... 

    A los Dardenne a veces les salen películas plomizas, reiterativas, y te quedas adormilado con un hilo de babilla si te entrampaste a la hora de la siesta. Otras veces, sin embargo, los hermanos aciertan con la tecla, y su neurótica persecución de paparazzis nos regala historias realmente desoladoras, inquietantes, de las de ponerse uno en la piel del protagonista, y pasarlas canutas resolviendo dilemas y tomando decisiones inciertas...

            El hijo, por fortuna, pertenece a las películas afortunadas de los Dardenne, y uno, en esta tarde abrasada de julio, ha encontrado en ella el divertimento que no le dieron los ciclistas del Tour de Francia, estancados en sus posiciones del pelotón. Y digo divertimento en su acepción de distracción momentánea, de huida temporal de la realidad, porque quién coño se iba a reír con el drama de este pobre carpintero llamado Olivier, maestro de taller en un centro de rehabilitación para adolescentes, que una buena mañana, de esas tan chulas de Bélgica, con el sol encerrado a buen recaudo, se encuentra con que su próximo alumno será el mismísimo asesino de su hijo, un chavaluco que acaba de salir del reformatorio y anda buscando una salida laboral a sus malandanzas. ¿Cómo reaccionará Olivier, el padre despadrado, sin sospechar que dos cineastas palizas lo persiguen con una cámara invisible? ¿Renunciará, perdonará, asesinará...? ¿Se tornará neurótico, psicótico, comprensivo...?

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El niño de la bicicleta

🌟🌟🌟

Hoy, en involuntaria carambola cinéfila, he visto mi tercera película belga en apenas dos semanas, Un hecho insólito que como buen creyente en el psicoanálisis debo someter a cuidadoso estudio. Si las casualidades no existen, ¿qué interés, qué motivación, que designio gobierna mi voluntad a la hora de elegir tres películas belgas en tan corto plazo de tiempo? ¿Belgas, precisamente, en estos tiempos de zozobra donde nuestra vida económica –y con ella todas las demás vidas- pende de un hilo tejido en Bruselas? ¿Belgas, justamente ahora, que Gerard Depardieu –insolidario, jetudo, tragaldabas- sale en los telediarios porque se ha refugiado allí huyendo de la reforma fiscal francesa? ¿Belgas, curiosamente, ahora que mi señora se ha aficionado a desayunar unos gofres dietéticos de color caca que son el pasmo gastronómico de mi incredulidad? ¿Por qué ahora, en este momento de mi vida, en este momento del mundo, Bélgica?

¿Qué tienen en común Farinelli, Pánico en la granja y esta película de hoy, El  niño de la bicicleta, que es como todas las de los hermanos Dardenne, pero algo menos plasta, y con Cécile de France, mi Cécile, mi viejo amor del 2012, paseando su belleza y su buen hacer de actriz?  Nada, ciertamente. Estas películas se parecen lo mismo que un huevo a una castaña, o a una sandía de Almería. El esferismo ovoide, quizá. ¿Qué elemento subconsciente, letárgico, retorcido -libidinoso seguramente-, une las aventuras de un castrato, tres juguetes de plástico y un niño insoportable que se pasa toda la película dando por el culo con su bicicleta y sus ataques de ira? ¿Un deseo de regresar a la feliz infancia? ¿El deseo del no-deseo sexual, siempre insatisfecho? Quizá... ¿Pero por qué, oh dioses del capricho, en Bélgica?




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