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El matrimonio de María Braun

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De las primeras cosas que uno oye cuando se matricula en clase de cinefilia, es que las películas de Rainer Werner Fassbinder, ¡el maestro alemán!, son el no va más de la genialidad, el cine de autor elevado a la enésima potencia de lo personal. Uno, sin embargo, que se ha criado en provincias, y que se ha educado con una televisión vendida al dólar de los americanos, nunca había visto, hasta hoy, una película del insigne germano. Veinte años de cinefilia coja que han sido, por fin, reparados, con la que dicen los entendidos que es la pera limonera de su obra: El matrimonio de María Braun.

Qué quieren que les diga... Mi formación cultural, o más bien la falta de ella,  me impide apreciar estas películas en lo que seguro tienen de artístico, y de profundo. No es culpa de sus autores. Y eso que uno ha leído libros, y ha visto documentales, y entiende el trasfondo histórico de María Braun y su matrimonio fallido. Uno entiende que la prostitución de María es una metáfora de la Alemania alquilada a los americanos en la posguerra. Uno sabe del milagro económico, de los cadáveres bajo la alfombra, del orgullo herido que aún aflige el alma de los alemanes… Uno quiere interesarse realmente por María Braun, por su cónyuge encarcelado, por su vecindario famélico. Pero a los diez minutos de película, uno, que desea a toda costa volverse intelectual, cinéfilo, fassbinderiano de pura cepa, empieza a pensar, sin quererlo, en otras cosas: el final de agosto es el fin de las vacaciones, el principio de un nuevo curso, y en esta época crucial la mente vuela, calcula, se reaposenta. Uno pasa ratos enteros viendo a María Braun sin verla en realidad, como un fondo de pantalla en el ordenador.

Luego la trama se estanca, se hace pesada. Hay giros de guión que le dejan a uno turulato, e incrédulo. Otros los llamarán “arrebatos del talento”, o “destellos de autoría”. Si no fuera por la belleza de Hanna Schygulla, que llena la pantalla de rubio y de azul cual bandera ondeante de Ucrania, uno habría dimitido como espectador a mitad de película. Y ni siquiera es una belleza que te haga soñar, o flirtear con el amor imposible: tan rotunda ella, tan robusta, tan excesivamente teutona que asusta un poco.




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