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The Duke of Burgundy

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De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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El marido de la peluquera

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La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados, aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos, según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna. Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la cercanía, hace que el mundo parezca de otro color

            Ignoro si la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él, desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto quebranto.  Por qué volar de flor en flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y rápidamente se van.




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