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El hombre perfecto

🌟🌟🌟

Seducido por su título, me senté a ver El hombre perfecto con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas, a ver en qué podía mejorar yo este cuerpo tan poco serrano, y esta imaginación tan poco resolutiva. Ahora que estoy de nuevo en el escaparate del amor, y que la competencia con los otros maniquíes se torna durísima y despiadada, me asomé a la película llevado por ese reclamo como de libro de autoayuda, como de artículo de la revista Muy Interesante, a ver si se me pegaba algo de ese tipo tan apuesto que aparecía en el cartel: un hombre joven, con gafas de sol, de barbilla dominante, vestido con un polo de sport como de ejecutivo que viniera de jugar al tenis, o al pádel, mientras su chica espectacular espera al borde de la piscina, tumbada en la hamaca. Un triunfador de la vida que seguramente podría ofrecerme unos consejillos para cultivar el cuerpo, estructurar la mente y poner en práctica tres o cuatro tácticas infalibles para conquistar a las mujeres.

    Pero este tipo, Mathieu, el escritor frustrado que se apropia de la novela de un moribundo y alcanza las mieles fraudulentas del éxito literario, es un hombre bastante imperfecto para mi mal. Un auténtico hijo de puta, más bien. A los diez minutos de película ya tenía yo el cuaderno cerrado, y el bolígrafo encapuchado, los dos sin trabajo a mi vera en el sofá. Lo del hombre perfecto era una ironía, una cuchipanda, pero como no venía entrecomillada, ni escrita en cursiva, uno se la creyó a pies juntillas, y cuando se dio cuenta de que allí no había aprendizajes ni recetarios, ya era demasiado tarde para abandonar. Porque, luego, la verdad sea dicha, la trama de El hombre perfecto tiene su gracia y su miga, y de vez en cuando asoma por allí el espíritu orondo del maestro Hitchcock para darle suspense al asunto de la suplantación, cuando Mathieu es descubierto en su impostura, y se lanza a la carrera loca del mentir, y del asesinar...




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