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El golpe

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Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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