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El club

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Estos curas que la Iglesia ha confinado donde Jesucristo perdió el mechero lo único que desean es que los dejen en paz: los jerarcas, y los periodistas, y la grey, y la madre que los parió. 

    Allí, en el culo chileno del mundo, donde ningún apóstol hubiese llegado a no ser por un milagro del Señor, siempre hace frío, y baja la niebla, y es como si la alegría de vivir se hubiese evaporado. El paisaje tras la ventana es como el paisaje interior: desolado y hostil. Los curas que abusaron de menores, que aplaudieron a Pinochet, que regalaron bebés a los pudientes, no acaban de entender muy bien qué hacen allí. Ellos trabajaban para el Bien y la Verdad, como les enseñaron en el seminario y en los cursillos de reciclaje. Quizá cometieron el error de interpretar, de improvisar, de darle un toque personal a su labor evangelizadora, pero nada más. Insuflaron amor a los niños, y pusieron su granito de arena en la pelea anticomunista. Quizá se acostaron con algún hombre, sí, pero siempre entregándose con el alma además de con el cuerpo. Ninguna concupiscencia. Nada que merezca este exilio en las Chimbambas. Este ostracismo. Como si fueran leprosos del ministerio sacerdotal.

    Los sacerdotes de El Club ya sólo quieren que transcurran los días, a ver si la promesa de la Salvación Eterna era finalmente verdad, o sólo era un cuento de los curas.  Su copita de vino, sus buenos alimentos, su refugiarse en el trabajo y en la oración. Contemplar los atardeceres sobre las aguas para tratar de encontrar, en la paleta de muchos colores, el rastro del Dios benevolente que un día les llamó. Ese Dios al que ellos no terminaron de comprender, o que quizá no terminó de comprenderles. Un malentendido, en todo caso. 

    Y en ésas están, confundidos y cabreados, hasta que la culpa se instala debajo de sus ventanas, a voz en grito: que si mi culo, y que si vuestro semen, que yo no olvido, curitas, y además sé dónde vivís. Y la culpa, y el remordimiento, y el mal sueño que agria el carácter y provoca las úlceras, se instala como una nube negra en el salón donde los curas, o los reclusos, que ya ni se sabe, comparten comidas y silencios.




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