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El camino de San Diego

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La tercera película de este ciclo dedicado a Carlos Sorin ya no transcurre en el remoto sur de la Patagonia, gélido y desolado, sino en la otra punta de Argentina, en la provincia de Misiones, comarca lluviosa y selvática fronteriza con Brasil. Se parece mucho, la provincia de Misiones, a este noroeste hispánico donde yo resido, verde por todos los sitios, cálido hasta en invierno, plagado de mosquitos y de frutos tropicales. Me siento como en casa mientras veo El camino de San Diego, y ello, lejos de confortarme, me predispone en contra de la película, pues echo de menos los fríos australes, las estepas patagónicas tan parecidas al páramo leonés donde nací y me crié. Vivo exiliado en este microclima insospechado, prisionero de un trópico atrapado entre montañas que me roba el aire y me priva del frío.

En El camino de San Diego cambia el paisaje, pero no el talante de las gentes. Estos argentinos del norte siguen siendo gentes sencillas, campechanos -ellos sí- que viven y conversan a una velocidad menguada, que trabajan en sus oficios de subsistencia y luego le dan al mate y a la conversación sobre el fútbol y las minas. Gentes que un buen día, llevadas por el impulso interior de una neura, de una pasión, de una pobreza, salen del letargo como escupidos por un volcán y emprenden el camino por las rutas interminables de las carreteras. 

El camino de San Diego es la ficticia road movie de un muchacho que allá por el año 2004, estando Maradona enfermo en un hospital de Buenos Aires, decide llevarle, para interceder en su curación, su Sagrada Imagen tallada en una madera encontrada en la selva. Hay que tener mucha fe para ver la efigie de Maradona sobre un trozo de raíz donde se cruzan al azar los surcos y los nudos. Pero es que Tati Benítez, el procesionante que recorre el país con la cruz a cuestas, tienen mucha fe en el dios principal de los argentinos, que es el Diego, muy por encima del mismo dios que le creó. Es ésta una jerarquía imposible que sólo la religión austral puede tolerar. La cuadratura de la Santísima Trinidad. Un misterio teológico que subyace en este politeísmo loco de nuestros hermanos de "achá".






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