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El ejercicio del poder

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El ejercicio del poder es una película francesa que viene a ser como El ala oeste del Palacio del Elíseo. Va de hombres trajeados que nunca pasan por casa y siempre están reunidos en algún despacho, o viajando a toda hostia en coches de cristales tintados. Si en El ala oeste de la Casa Blanca los funcionarios son todos unos bonachones incapaces de robar un clip o de soltar un mal taco, porque lo suyo es trabajar hasta la extenuación por el bienestar del pueblo americano, aquí, en El ejercicio del poder, sale mucho hijoputa que dice ser benefactor de la patria y luego trabaja para las grandes corporaciones que se comen el Estado a bocados.

       El protagonista de la película es el ministro de transportes, un cincuentón estresado que se enfrenta, él solito, con un par de cojoncillos todavía socialistas, a la política de privatizaciones que está emprendiendo su propio gobierno. El ministro no es que sea precisamente un rojo de esos que aún salen en las películas de Guédiguian, pero añora la vieja grandeur del Estado francés. Teme, además, porque lo primero es seguir en la poltrona y luego servir al electorado, que la plebe se rebele contra las medidas y la oposición suba como la espuma en las encuestas. El problema de la película, que es ilustrativa y densa, es que no hay quien se crea a este personaje. A nadie se le escapa que el presidente ficticio del Elíseo es un trasunto de Nicolás Sarkozy, el entusiasta demoledor de la infraestructura pública. ¿Qué iba a pintar, en su gabinete, un ministro de transportes como éste? A un disidente de la línea oficial le iban a dar, como mucho, una alcaldía en el pueblo más apartado de la Bretaña. No una cartera ministerial de esta importancia estratégica. La ocurrencia del guionista anima el debate, las dudas, el intercambio de impresiones. Crea una tensión dramática que te mantiene casi dos horas siguiendo los pactos y las traiciones. Pero ubica la película en el territorio de la ciencia-ficción, y no en el de la realpolitik, que era el asunto que nos atraía en un principio.


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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 3

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El ala oeste de la Casa Blanca es el paradigma de lo que uno considera una serie ejemplar. De las vidas privadas de sus personajes apenas conocemos nada: no sabemos si follan mucho, si follan poco, si tienen hijos secretos, si han discutido con la parienta, si la criada les planchó mal la camisa. Sólo del presidente Barlett, pues es imprescindible para la buena marcha de los guiones, conocemos algunos asuntos de alcoba, o algunas naderías de sus aficiones personales. Del resto del elenco sólo sabemos que al empezar cada episodio están ahí, en los pasillos, en los despachos, en las tripas acristaladas de la Casa Blanca, tratando asuntos de la más alta importancia. Nos importa un bledo si cagan, si aman, si van de vez en cuando al peluquero. Todos los espectadores cagamos, amamos, vamos de vez en cuando al peluquero. Esa parte de la vida ya nos la sabemos, y es muy aburrida, y no merece la pena insistir en ella. Todo lo que tengamos en común con estos asesores presidenciales es redundancia y pérdida de tiempo. Lo interesante es verlos trabajar en una labor que nosotros jamás desempeñaremos, porque requiere de paciencia, de estudios, de sabiduría, de un buen juicio inalcanzable. De un cinismo a prueba de bomba, también. Viéndolos en acción soñamos que somos como ellos, inteligentes y abnegados, decisivos y trascendentes. Lo que nos fascina es su oficio, no su vida, que presumimos tan gris como la nuestra: las compras y la suegra, el aseo y los gritos, el mal sueño y la cara de asco.




           

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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

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Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 1

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El ala oeste de la Casa Blanca es una maniobra de distracción. Nuestros enemigos del Imperio le han encargado a Aaron Sorkin el retrato afable de un gobierno norteamericano al que cuesta mucho odiar. Viendo al presidente Bartlet y su equipo de asesores, uno siente que el síndrome de Estocolmo se adueña de su voluntad. Aaron Sorkin, que es un tipo inteligentísimo de verborrea inagotable, nos presenta a nuestros enemigos de clase como tipos majos, abnegados, que exprimen sus inteligencias y sacrifican sus horas de sueño por el bien de los ciudadanos. 

     Bartlet and company son miembros del Partido Demócrata que están muy alejados de las posiciones rancias de los republicanos. Entre ellos no hay halcones de guerra, ni cristianos iluminados, ni neocons que defiendan la necesidad de robar más dinero a los pobres. A todos les duele la pobreza, la marginación, la destrucción del medio ambiente. Están en contra de la homofobia, del racismo, de la superstición. Cuando pierden una batalla política con la derecha, la rabia y la impotencia se traslucen en sus rostros. Aporrean las mesas, maldicen en arameo, bajan a los bares de Washington a beber bourbon para olvidar. Son unos tipos sensibles, y unos actores cojonudos. Pero a mí no me engañan. Sorkin no me engaña. Del mismo modo que The Newsroom es el retrato ideal de lo que debería ser una redacción de noticias, El ala oeste de la Casa Blanca es el retrato quimérico de lo que debería ser un gobierno decente. Un grupo de buenas personas que resisten hasta donde la ley les deja, hasta donde los cálculos electorales se vuelven ruinosos. A veces, en según que tramas, en según qué diálogos, dan ganas de ponerse en pie y aplaudir. ¡Pero vade retro, tal impulso! Quieren engañarnos, los mandamases del enemigo, con estas artimañas producidas en Hollywood. Sorkin es un soldado que escribe. Un paniaguado de la CIA. Los espectadores más desinformados podrían pensar que tipos como Barak Obama no están muy lejos de Bartlet. Que simplemente han vivido un contexto histórico muy complicado, de fuerzas oscuras que luchaban coaligadas. Qué patraña más gorda. Qué hábil, y que ladino, es este Sorkin...




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