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The Architect

🌟🌟🌟


Al cine escandinavo siempre le pongo una estrella de más porque su telón de fondo es el verdadero paraíso en la Tierra, y yo me quedo maravillado contemplando lo que hay más allá de los amores y las desgracias: la limpieza, y el bendito frío, y las bicicletas, y la eficacia de los servicios públicos. Las vikingas en su salsa y los cielos límpidos de su poesía.

Aunque en Escandinavia ahora gobiernen las derechas para ir jodiendo poco a poco el invento, la socialdemocracia de la posguerra construyó allí lo más parecido al ideal comunista que lleva un siglo alimentando nuestros sueños. El experimento soviético terminó en ruina porque Rusia siempre fue un país incapaz de crear riqueza para luego repartirla entre los tovarichs. La culpa fue de Lenin, ese tártaro cabezón, que contraviniendo las sabidurías de Marx se empecinó en llevar la revolución a su país y no a Gran Bretaña, o a Alemania, donde se podría haber ahorcado a los capitalistas con longanizas.

Esta vez, ay, no le voy a poner la estrellita de regalo a una producción escandinava. Porque lo que se muestra en “The Architect” ya no es la utopía, sino la distopía, contraviniendo el acuerdo tácito que teníamos. Una distopía, además, muy cercana en el tiempo, casi de mañana mismo. Si juntáramos los cuatro episodios de la serie en uno solo -75 minutos de metraje- nos saldría una nueva pesadilla de “Black Mirror” centrada en los precios inasumibles de la vivienda, y en la obligación del proletariado noruego de vivir en el inframundo de los aparcamientos para coches. Un destino aún peor que compartir piso con otras cuatro familias en el “paraíso” soviético de los bloques moscovitas.

Uno pensaba que esto de la inflación de las hipotecas y los alquileres era un fenómeno más bien ibérico, provocado por la presión que ejercen los jubilados alemanes, los mafiosos del Este y los garrulos que siguen pagando al contado con fajos de billetes. La crisis del campo... Pero no: se ve que en Noruega también están acojonados y hacen series temiéndose lo peor. Y si esta gente ya se está preparando para la batalla y alertando a sus espectadores, aquí ya podemos darlo todo por perdido.





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Thelma

🌟🌟🌟

Quien más quien menos -incluso los más ateos del pelotón- llevamos dentro las admoniciones del Catecismo, aquel librillo que estudiamos en el colegio y en la parroquia cuando nos embaucaron con el asunto de la Primera Comunión a cambio de los regalos prometidos: el primer reloj, y la bici de montaña, y el balón de baloncesto. Nos compraron el alma inocente por un puñado de juguetes... Y escondido entre ellos, agazapado y traidor, el gusanillo de la conciencia, que aprovechó nuestro primer sueño de comulgados para instalarse en nuestra culpa. 

    En los primeros picores de la adolescencia, los curas nos obligaron a elegir entre el deseo sexual y las lágrimas del niño Jesús, que al parecer lloraba de rabia cuando nos tocábamos las partes, o deseábamos que una chica nos las tocara. El sexo húmedo y el catolicismo reseco eran dos prácticas incompatibles, como la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica. A falta de una teoría global, unificadora, que aunara todas las ecuaciones en una solitaria y maravillosa alegría, la mayoría decidimos pasarnos al otro lado de la decencia, aún a riesgo de la chamuscación eterna de las plantas de los pies, y de la punta de la polla.

    Todavía hoy, en el otoño de la edad, cuando ya caen las primeras nieves sobre nuestro cabellos y vamos a cometer un acto impuro -o nos lo cometen- una parte de nosotros, mayoritaria en el parlamento de nuestra razón, siente la alegría del sexo que se anuncia, la felicidad de sentirse uno vivo, corpóreo y deseado. Pero al mismo tiempo, como un ruido de fondo, como una interferencia levísima que ensombrece un poco la fiesta, sentimos al gusanillo de la conciencia desperezarse un poquitín, roer una o dos neuronas con sus dientecillos afilados. Porque ahí sigue, el cabronazo, como un alien diminuto que nunca eclosionó, nunca extirpado del todo, casi siempre dormido o anestesiado, pero siempre presente en cualquier deseo y tentación. Da igual que hayamos renegado tres veces y las tres mil que siguieron. Es ese puto y lejano runrún, el masticar de las hojas de morera...

    Nada grave, por supuesto. Nada que nos impida seguir pecando alegremente. Nada que ver con los terribles sufrimientos de Thelma, la chica de la película, la temible telepática, la adorable chica confusa que diría Ignatius Farray. Esta pobre noruega que cada vez que siente la punzada del deseo nota que el gusanillo la devora por dentro a dentelladas, a desgarrones, como el hijo de puta mal nacido que en realidad es, y que le provoca unos trances como los de Carrie White en la novela de Stephen King. Vuelan las cosas, y mueren los pájaros, y se desgarra el espacio-tiempo, y es mejor que nadie pase por las cercanías...





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