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Todos dicen I love you

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Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.

Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver. 

Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante. 

También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico. 





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E.T.

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En las madrugadas de mi adolescencia, Carlos Pumares, al que le debo gran parte de esta cinefilia, decía en su programa de radio que E.T. le parecía una buena película, sin más, mientras que Casablanca, por poner un ejemplo, le parecía una obra maestra (“¡¡Obra maestra!!”, gritaba como un maníaco, desgañitándose en las ondas) porque al final, por muchas veces que la viera, siempre había un momento en el que él pensaba: “Ilsa se va a quedar con Rick...”. Pumares distinguía las películas especiales gracias a esos momentos mágicos en los que puede suceder cualquier cosa, aunque ya sepamos lo que va a suceder (y lo que sucede, casi siempre, es que ellas se van con el aventurero, con el gran hombre, el mismo tipo que, por pura lógica, por pura inercia de su atractivo, las dejará tarde o temprano por otra más guapa o más joven. Es ley de vida).

Yo, la verdad, estoy con el señor Pumares en esa apreciación, en esa sutileza del buen gourmet. Pero como soy más joven, y estoy educado en otra cinefilia, me pasa justamente al revés: cuando veo Casablanca sé que Ilsa va a subirse al avión de Lisboa y no va a regresar, y la pena por Rick me dura, como mucho, lo que tardo en cambiar de canal. Está bien, la película, pero no me conmueve. Sin embargo, cada vez que veo el final de E.T. se me parte el corazón, y se me escapa la lágrima viva, que aflora cada vez menos por culpa de este callo que me ha salido en el lagrimal. Hasta que no cesa la música de John Williams y salen los títulos de crédito sobre un negro de firmamento, yo estoy convencido -pero vamos, convencido hasta las cachas- de que al final E.T. va a quedarse con Elliott, escondido en su casa como Alf se escondió en casa de los Tanner cuatro manzanas más allá. O eso, o que Elliott, en un arranque de amor y pena, echa a correr, pega un brinco sobre la rampa de la nave y decide irse a un planeta lejano donde los niños como él -demasiado sensibles, condenados a sufrir toda la vida- encuentran un lugar en el que no existen los desengaños.




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Confesiones de una mente peligrosa

🌟🌟🌟

Al principio de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, arrepentido de su mala vida y de sus malas decisiones, confiesa que su único objetivo en la vida era que las mujeres le amaran, y, a ser posible, que le chuparan la polla. Esto último como guinda del pastel, si no era mucho pedir.

    Si hacemos caso de su caracterización, el pobre Chuck lo llevó bastante crudo en su juventud, porque era un muchacho sin atractivos físicos, y sin habilidades de galán, un fracasado sexual en el paraíso donde otros triunfaban y retozaban. Así que tuvo que esperar varios años para comprender que su creatividad -su mente peligrosa- sería el arma de combate que finalmente conquistaría a las mujeres. Mientras intentaba meterse en el mundo de la televisión como creador y productor, legó al mundo varias canciones que en su momento fueron éxitos tan fulgurantes como pasajeros. Chuck empezó a ligar, a tomarse cumplida venganza de los despechos juveniles, y hasta es posible que alguna novieta le pusiera por fin la guinda a su pastel. 

    Pero Chuck, ya subido en la ola, aspiraba a algo más: a mujeres guapas de verdad, con las que poder pasearse por Nueva York despertando envidias y levantando admiraciones. Así que se puso pesado, hizo carrera en el mundo de la tele, y allí, gracias a su mente inquieta, creó productos que lo catapultaron a la fama y a la cama de las gachíes más cotizadas. A él le debemos el formato primero de Contacto con tacto, o  El Semáforo, que tanto hicieron por nuestra educación y por nuestra formación cívica allá en la desperdiciada juventud.

    Pero a Chuck Barris le faltaba algo. Una inquietud muy personal que satisfacer. Un afán tan primario como el sexo, y tan vetusto como los primates: ser un matarife de la CIA. Kaufman, el guionista de la película, es un tipo muy hábil a la hora de sortear estas contradicciones, y crea mundos y personajes que podrían ser tan verídicos como fantásticos, tan apegados a la realidad como delirantes que te cagas.  Ése es su mérito incuestionable. La CIA, por supuesto, lo niega todo. Según ellos, la doble vida de Chuck Barris sólo es un invento publicitario y un filón para la película. Nada más. Faltaría más. 





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