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Mad Men. Temporada 6

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Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Están muy bien traídos para explicar el laberinto vital en el que se halla el protagonista masculino de Mad Men. Están muy bien traídos, en realidad, para explicar el desamparo en el que vive cualquier cuarentón que no sea un imbécil, y que se pare a reflexionar sobre los caminos que ha recorrido, y sobre los que le quedan por recorrer.

Leo en la revista de cine estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel.”

¡Ése era, estúpido de mí, el tema fundamental de Mad Men!. No sólo de la sexta temporada, sino de la serie entera. La soledad y la incomprensión. El abismo insalvable que media entre lo que sentimos y lo que los demás creen que sentimos. Esa distancia insalvable que aquí, en Mad Men, y también en la vida real, tratan de acortar con el alcohol que lubrica las relaciones, con el sexo que acerca los cuerpos, con el éxito profesional que atrae las miradas. Con la amistad cautelosa que nos permite volvernos transparentes de vez en cuando, sin desnudarnos por completo. Seis años he tardado en desentrañar esta intención última de los guionistas, el impulso íntimo de los personajes tan queridos. Y no por deducción propia, sino leyéndolo en una revista. No me he caído del caballo camino de Damasco: me han empujado.

Sobre Mad Men hemos hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas, y de los hombres trajeados que nos abrían el deseo o la envidia, según la preferencia. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba los campos floridos y evidentes, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo.





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