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Apocalypse Now

🌟🌟🌟🌟🌟


Río arriba está la locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer. Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los maniáticos.

El coronel Kurtz es el Darth Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo del sindiós que provocan los pirados al volante.

La locura del coronel Kurtz es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con sus juguetes de tropecientos millones.

La II República española hizo más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales, sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.





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Waterworld

🌟🌟

Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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Terciopelo azul

🌟🌟🌟🌟

Lo que viene a recordar David Lynch en Terciopelo Azul es que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva gusano por dentro. En las primeras etapas de nuestro desarrollo embrionario, los seres humanos no somos muy distintos del pez, del reptil, del mamífero inferior, y sólo a partir de algunas semanas nos vamos redimiendo del pecado original. Los genes van  añadiendo tejidos que disimulan la vergüenza de nuestros ancestros, y son como manos de pintura que revocan las paredes. Pero debajo siempre hay algo que palpita, que transpira, que a veces traspasa nuestra obra de albañilería Un deseo, un crimen, un acto animalesco. 

    En las entrañas intestinales todos olemos a mierda y a pedo retenido, y en las entrañas neuronales ocurre tres cuartos de lo mismo. Aunque el libro del Génesis afirme que somos la cúspide de la Creación,  luego resulta que despojados de vestimentas y de artilugios sólo somos criaturicas del Señor. Los descendientes de aquella pareja ancestral que pilotaba el arca de Noé porque contaba con pulgares oponibles y podía transmitir instrucciones a través del lenguaje. Nada más. Minucias que no justifican tanto orgullo y tanto engreimiento.

    Con estos mimbres tan poco fiables, los seres humanos se juntaron para convivir en pueblos, en ciudades, en estados. Las gentes de bien -que son las que llevan el gusano vestigial amordazado- construyeron la concordia, los derechos humanos, las leyes fundamentales. Ellos sonreían al vecino y pagaban sus impuesto. Pero entre ellos, más o menos disimulados, aprovechándose de los incautos y de los permisivos, medraron los asociales, los sociópatas, los tarados de variado pelaje. De esa línea genalógica procede el Frank Booth de Terciopelo azul, que es un tipo extremo, devorado por su propio bicho, de tal modo que el tipo ya sólo es gusano o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

    La pareja de pipiolos protagonistas no termina de creerse al personaje porque ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, en otros villorrios más allá del Mississippi. En los bajos fondos de las ciudades, o en las películas. Quizá en ningún sitio. Ellos no sospechaban que el  instinto violador, asesino, pudiera habitar la casa de al lado, la cola de la panadería, el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían impolutos y roussonianos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos, y por algunas pajillas en el dormitorio, llevaran la larva agazapada en su interior.



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Apocalypse now

🌟🌟🌟🌟🌟

Llegan las ocho de la tarde y no me veo capaz de llegar al final del día. Un cansancio que no sentía desde hace meses se apodera de mis músculos y me hace razonar cosas disparatadas. Los fantasmas se cuelan bajo la puerta aprovechando que esta semana he dormido menos, que he descuidado el ejercicio, que ha regresado el tedio de las jornadas laborales. Vuelvo a ser el funcionario que llega a casa no cansado -porque eso es en la mina, o en la obra- pero sí mal dormido, mal encarado, con la libertad del verano esfumada en jirones de niebla coloreados. Y eso que ya no hace calor, y que las nubes alivian de vez en cuando esta puta insolación. Benditos sean los cielos encapotados, y los fríos venideros, que me librarán de esta tortura tropical, de este microclima de los cojones que vive instalado en los cielos como un OVNI portador de la catástrofe.


Son las ocho y desearía no seguir despierto, apagarme como hacía C3PO cuando quería refrescarse los circuitos. Pero no quiero dormir, tampoco. Aún me quedan cuatro o cinco horas de vida, y ya soy demasiado mayor para desperdiciar estos ratos concedidos. En el fondo estoy sano, no me duele nada, no puedo quejarme de una vida que otros menos afortunados soñarían. No quiero tumbarme en la cama para dejarme atrapar por unos sueños que esta semana se han vuelto maniáticos, muy pesados, devolviéndome a los seres queridos con los rostros desfigurados y a los seres odiados con todo lujo de detalles. Podría leer, pero me dormiría; podría venir al ordenador, pero me dejaría la vista; podría bajar al bar, pero allí no hay nadie con quien hablar.  Así que sólo me queda el cine. Paso el dedo índice por la estantería de los DVDs buscando una película larga, larguísima, de contenidos muy densos que me dejen noqueado en el sofá, no del todo vivo, pero tampoco del todo muerto.  Apocalypse Now… La he visto cuatro o cinco veces, pero eso no importa. Leo en la carátula que esta versión del director, la Redux, se va a las tres horas y media de metraje, y eso es justo lo que necesitaba. Con ese empujòn en el reloj podré sobrevivir a este día que nació torcido, y que quizás, quién sabe, acabe en un gran éxtasis cinéfilo. 

La vida es remontar los ríos, y los días.








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