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Dune

🌟🌟🌟🌟


Dune cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, desértico y bereber. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los Harkonnen y a los Atreides con los chinos y con  los americanos (o viceversa) que se disputan los minerales africanos que ahora mismo mueven nuestro mundo.

Dune también va de un mundo al revés en el que los sometidos tienen ojos azules, y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más y mejor, y obtiene mejores puestos de trabajo. No lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental. Iggy Rubin, el humorista, decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, aristocrático, y no un simple “ojo de grifo” como nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedir un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. Y es la puta verdad, además.

Dune también nos recuerda que hay mucho hijo de puta capaz de subir el precio de los productos básicos aunque la chusma planetaria tenga que comer arena para sobrevivir.  Se me ocurren muchos cabronazos de la vida real para interpretar a los Harkonnen y a los Atreides. Alguno, incluso, de sangre azul.

Dune también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo.

Pero Dune, sobre todo (y nos lo remarcan en el primer fotograma) habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque sea un explotador. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con Ella, a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama, y repta por mis piernas.







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La llegada

🌟🌟🌟🌟🌟

Hay un momento terrible en la adolescencia de los apocados, de los que nacemos con sólo tres fotocopias de un gen fundamental para la alegría, en la que comprendes, sin lugar a duda, como traspasado por un rayo que electrocuta el cuerpo pero ilumina la mente, cuál va a ser tu futuro. No los detalles, claro, porque para eso habría que ser un adivino de los de verdad, de los que nunca estafan a nadie en las madrugadas de la tele. Y aun así, según tengo entendido, los adivinos, por no sé qué paradoja en la estructura del espacio y el tiempo, no pueden verse a sí mismos de mayores, ni siquiera saber qué les ocurrirá mañana por la mañana al despertar, y sólo con los clientes, o con los íntimos, se les despejan las tinieblas que ocultan lo desconocido.



    La doctora Banks, en La llegada, adquiere la capacidad única de ver su futuro como si fuera carnal y rabioso presente, más allá de la experiencia de cualquier visionario con túnica, o de la amargura de cualquier adolescente con acné. Es como si el fantasma de las navidades futuras tomara su brazo para sobrevolar no sólo las navidades que vendrán, sino todos los días laborables, y todas las fiestas de guardar. La película completa del resto de su vida, que aborda las escenas del enamoramiento, de la maternidad, de la desgracia que caerá como una sombra sobre su mundo…  La doctora Banks ha aprendido el lenguaje circular de los heptápodos, que son los extraterrestres de la película, y quien aprende ese lenguaje sufre un cambio en la estructura de su pensamiento, y de pronto, en su percepción interna, el tiempo se anula, se vuelve fluido, y lo futuro se anuda con lo pasado, formando un círculo que ofrece un panorama completo de 360º.

    El momento, en la película, es terrible. La doctora Banks sabe que a va a sufrir lo indecible, y también sabe que bastaría un gesto, una huida, pronunciar un simple no, para cortar la cuerda que la ata a su destino. Y sin embargo, lo acepta, se acepta, y se entrega a su verdugo con un beso y un abrazo. Quizá porque aprendiendo el lenguaje de los heptápodos también ha aprendido que el futuro, aunque se conozca, y se trate de evitar, nunca se puede cambiar, como sucedía en aquel cuento tan enrevesado de Borges. El destino está escrito en la misma tinta que usan los extraterrestres, tan parecidos a los calamares.



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Enemy

🌟🌟🌟

Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


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Prisioneros

🌟🌟🌟🌟🌟

Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Blade Runner 2046

🌟🌟🌟🌟

O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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Maelström

🌟🌟🌟🌟

Antes de que Denis Villeneuve fuera fichado por los sud-americanos (según miras desde Canadá) para rodar esas películas tan inquietantes y cojonudas, quien esto escribe, en su rincón de la provincia, a solas con su cinefilia, ya tenía el gusto de conocer a este director de apellido tan automovilístico. Nos conocíamos de Incendies, que era un dramón sobre dos hermanos que viajaban al Líbano para rastrear su genealogía bastarda. Y sobre todo, porque uno tiene sus rarezas, y sus obsesiones particulares, de Maelström, una película inexplicable, casi inencontrable, que yo busqué infatigablemente por los siete mares y por las siete montañas, por los siete desiertos y por los siete páramos del desaliento, anhelando el rostro, la presencia -el cuerpo, también, por qué no decirlo- de Marie-Josée Croze, que es la mujer más hermosa que he visto jamás en la virtualidad de las pantallas, e incluso en la carnalidad de la vida Marie-Josée es la campeona de ambos mundos. La defensora de ambos títulos, el olímpico y el mundial.


    En aquellos tiempos de cinefilia exasperada,  tardé varias semanas en dar con una versión subtitulada de Maelström, porque los barcos que arribaban sólo traían copias en francés vernáculo, y vernáculo del Quebec además, idioma que yo ni hablo ni entiendo. Pero un buen día, cuando ya desesperaba de encontrar a Marie-Josée en su papel de mujer reconcomida por la culpa, alguien enamorado de ella como yo vertió en la red la película completa, con sus subtítulos, su trama anecdótica, sus tonterías de director primerizo. Sus alusiones todavía incomprensibles a ese Maelström que es el vórtice oceánico que destroza barcos y sirenas allá en las islas Lofoten... Porque Maelström, la película -y eso ya lo sabía antes de revisitarla- no tiene gran valor como obra de arte. Pero había que verla para cerrar este ciclo dedicado a Denis Villeneuve. Y así, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y el San Lorenzo por el Quebec, volver a recrearme en la hermosura inconcebible de esa mujer sin par. De esa actriz descomunal.



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Incendies

🌟🌟🌟🌟

Antes de regalarnos Prisioneros y Sicario, que son dos obras maestras del mal rollo contemporáneo, Denis Villeneuve ya había experimentado sus atmósferas malsanas en sus películas facturadas en Canadá. 

    En este blog he contado más de una vez que yo llegué a Denis Villeneuve persiguiendo la desnudez de Marie-Josée Croze, porque soy un erotómano incorregible, y porque esta actriz siempre me pareció de una belleza excepcional. Marie-Josée mostraba sus encantos en Maelström, que era una película por lo demás muy poco erótico-festiva, más bien turbia y desangelada: el primer aviso de que Villeneuve hacía pocas concesiones al optimismo y a la alegría de vivir. Del bonito cuerpo de Maria Josée quedaron tres retazos que luego se perdieron en la memoria, porque yo en el fondo soy muy pudoroso, y muy caballero, y destruyo estas memorias indecentes nada más contemplarlas. Pero el cine de Villeneuve -que era lo importante- llegó para quedarse mucho tiempo en mis preferencias.


    En Incendies, una pareja de hermanos canadienses buscan en Oriente Próximo el misterio de su concepción. Ellos llegaron a Canadá siendo niños, y su madre, antes de morir, nunca les aclaró las circunstancias excepcionales que tejieron su ADN. Ella había huido de la guerra, de las violaciones y los bombardeos, de los tiroteos y las religiones, y ni siquiera en el lecho de muerte tuvo el valor de resucitar aquellos recuerdos. Prefirió, como en las películas de misterio, dejar varios sobres en el despacho del notario para que fueran sus propios hijos, ya mayorcitos, los que resolvieran el caso. Toda una putada, la verdad, porque los chavales, acostumbrados al fresquito del Canadá, han de vagar por varios desiertos calcinados y muchos olivares resecos hasta dar con las personas que conocieron a su madre, y comprender, por fin, con la boca desencajada, el motivo de que ella, la muy tunanta, guardara un silencio tan empecinado. Hay pasados que es mejor no menearlos.  




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Polytechnique

🌟🌟🌟🌟

En diciembre de 1989, en la Escuela Politécnica de Montreal, un trastornado de veinticinco años llamado Marc Lépine irrumpió armado con un fusil semi-automático en aulas y comedores y asesinó, selectivamente, con una sangre fría que pone los pelos de punta, a catorce mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. En su nota de suicidio -pues Lépine tenía decidido, y en efecto cumplió, pegarse un tiro al terminar la matanza- dejó escrito que lo suyo era un acto de protesta contra el feminismo, pues las feministas no sólo le habían amargado la vida en lo personal, sino que amenazaban, a escala universal, con reducir al hombre a un pelele subalterno. Una justificación como otra cualquiera para vestir de fiesta su impulso psicótico, su ramalazo de alimaña.


    Estos son, grosso modo, los hechos que cuenta Denis Villeneuve en Polytechnique, una película pequeña, modesta, casi un mediometraje, de cuando el canadiense era poco conocido fuera de su país. Igual que en sus películas más conocidas -que aquí han sido muy alabadas y muy recomendadas a los amigos- el bueno de Denis, el cabronazo de Denis, no espera a que el espectador acomode el culo, se termine el yogur y apague las últimas luces. Denis exige un compromiso absoluto desde el primer fotograma, como si estuviéramos en misa, o fornicando, porque su cine es muy serio, y muy exigente, y en Polytechnique, sin preparativos ni transiciones, empieza a saco con la masacre para que el espectador sepa que no va a encontrar concesiones ni respiros. Uno sólo, quizá: el blanco y negro que evita la evidencia chillona de la sangre, el rojo llamativo que provoca el asco y troca el drama por el gore. Quizá, también, para rebajar la crueldad de un crimen que fue verdadero y traumático. Que fue confeccionado a partir de los testimonios que dejaron los supervivientes, y que fue expuesto a los familiares de las víctimas antes de su estreno para que ejercieran su derecho de veto. Qué preestreno -silencioso, mortuorio, demoledor, de lágrimas contenidas y derramadas- tuvo que ser aquél. 



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Sicario

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A la filmografía del director Denis Villeneuve llegué, tengo que confesarlo, persiguiendo a Marie-Josée Croze por la selva de las películas. Una actriz de talento descomunal que es posiblemente la mujer más hermosa, más excitante, más electroquímica, que he visto en mi vida. Aquella película canadiense en la que también conocí a Denis Villeneuve se titulaba Maelström, y hace ya tres años que conté en este blog las peripecias de su búsqueda, más erótica que cinéfila. Luego resultó que la película era muy buena, oscura y retorcida, y apunté el nombre de su director para futuros encuentros que ya habrían de ser civilizados y presentables. Desde entonces, y con la salvedad de aquella ida de olla titulada Enemy, el bueno de Denis nos ha ido entregando películas cada vez mejores, más turbias y complejas, y siempre le estaré eternamente agradecido por haberme presentado aquella tarde invierno a Marie-Josée Croze, que se prodiga tan poco, ay. 



    Sicario cuenta las andanzas, muy violentas e ilegales, de un grupo de matones protegidos por EEUU que le hacen la guera sucia al narcotráfico mexicano. Estos tipos, desaseados y barbudos, pero certeros e implacables, pertenecen a la CIA, a la DEA, a los Navy Seals, qué se yo, porque todo es ultrasecretísimo, incluso para el espectador que sigue las operaciones con la atención secuestrada. Porque Sicario, con su ritmo, con sus violencias, con sus paisajes hipnóticos, es una película que no te deja pensar en otra cosa, y mira que hay cosas para pensar en una tarde lluviosa de domingo, tan propicia a la melancolía, y al replanteamiento de la vida. El testigo que no recogió la segunda temporada de True Detective, lo ha recogido esta obra maestra de la ambigüedad moral, del bien y del mal enredados en un ovillo inextricable. Sicario ha cambiado los manglares del Mississippi por las fronteras del desierto, pero exhala los mismos aires malsanos, y la misma intención perturbadora. Que Benicio del Toro esté imponente en su doblez, y que Emily Blunt -esa mujer de los rasgos perfectos- esté imponente en su honradez, ayuda lo suyo a que Sicario ya forme parte del Nuevo Testamento de la cinefilia.


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