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Seinfeld. Temporada 9

🌟🌟🌟🌟🌟 


Termino de ver la última temporada de “Seinfeld” y me ratifico en declaraciones anteriores: esta es la mejor sitcom de la historia. No las más perfecta, quizá, porque Larry David y Jerry Seinfeld tampoco aspiraban a la cuadratura de la comedia. Ellos iban un poco a capricho, a golpe de inspiración, y lo mismo sacaban episodios memorables que episodios prescindibles. Pero da igual: nada superará esta tesis doctoral sobre la farsa de ser adultos y responsables. ¿Adultos y responsables? Venga, hombre, hablemos en serio... Aquí no se libra ni el apuntador. Hablo de los personajes de la serie y de los espectadores en el sofá. Cualquiera de nosotros podría ser Jerry, o George, o Elaine. Kramer ya no tanto, eso es verdad.

Pero antes de juzgar a los personajes de “Seinfeld”, yo os desafío, queridos hermanos, a que el primero de vosotros que se considere normal lance la primera piedra. Ellos, como nosotros, también se ganan la vida y son amables con los demás. Tienen padres a los que quieren y policías a los que respetan. Hacen carantoñas a los niños. Pero nosotros sabemos... Nosotros les hemos visto por la mirilla cuando se juntaban en sus salones o en sus dormitorios. O en el Monk’s Café, alrededor de sus platos combinados. Nosotros les hemos sorprendido in fraganti cuando hablaban sin sentido. Cuando se comportaban como niños. Cuando planteaban cosas absurdas. Cuando cotilleaban y enredaban. Cuando juzgaban sin saber y anticipaban sin calcular. Cuando se mostraban maniáticos y bobos, estúpidos y arrogantes. Imperfectos hasta la ternura. Y yo digo que ay, que qué pasaría, si hicieran una sitcom sobre nosotros que les vemos, sorprendidos en los momentos más imbéciles de nuestra existencia. En esos instantes donde se descubre que ser adulto solo es un disfraz que nos ponemos por la calle.

Porque tengo a buen seguro que en la intimidad todos somos así: adolescentes sin escuadrar, temerarios y muy simples. Medio listos como mucho. Inteligentes en momentos puntuales. Más bien estúpidos en general. Maravillosamente imperfectos, y estúpidamente egoístas.




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Seinfeld. Temporada 8

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora que he terminado de ver la penúltima temporada de la serie, y que ya se acerca de nuevo el final del recorrido, vamos a hablar en plata: el personaje central de Seinfeld no es Jerry Seinfeld, sino George Costanza. O lo que es lo mismo: Larry David, porque George Costanza es Larry David que nunca quiso interpretarse a sí mismo, y que prefirió centrarse en los guiones y en la producción para aparecer solo de vez en cuando disfrazado del señor Steinbrenner.

El personaje de Jerry Seinfeld es el amigo común, el que ejerce de pegamento en la cuadrilla de los locos. Su apartamento es el escenario central porque allí entra Kramer cuando le peta, y se presenta Elaine cuando le place. El mismísimo George Costanza tiene allí su centro de operaciones cuando huye de su propio apartamento, o del piso de su novia, o de la casa de sus padres... De la oficina laboral o del asunto administrativo. George se pasa la vida escapando de las responsabilidades que le acechan: le estorba el trabajo, el amor, la amistad verdadera...  Él no quiere nada de eso. George solo aspira a vivir sin dar golpe y a que le dejen tranquilo frente al televisor con su bolsa de patatas. Bajar de vez en cuando al Monk’s Café para reírse de los demás y luego regresar a su cubículo feliz donde el sé cree un artista frustrado, y un arquitecto incomprendido. Todo lo demás es molestia y desconcentración.  La vida de George Costanza es una huida hacia adelante. Una fuga y un agobio. La neurosis en estado puro.

Las aventuras de Jerry Seinfeld nunca son las que se quedan en el recuerdo, o colgadas en la carcajada. Y luego está Kramer, que es el slapstick, y Elaine, que es la superficialidad. Todos son geniales y divertidos. Ya más que amigos, nuestros hermanos. Pero sus peripecias carecen de la negrura, de la siniestra profundidad que embadurna las acciones de George Costanza. Los demás son espíritus simples y algo bobos, pero George Costanza es otra cosa: él es complejo y retorcido. Barroco y demencial. Seguirle el rollo es descender a mucha profundidad. El descojono asegurado en las aguas abisales.





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Seinfeld. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟🌟


“Seinfeld” se estrenó en España en 1998, y desde entonces puedo asegurar que solo he conocido cuatro personas que hayan visto la serie. Y cuando digo visto quiero decir seguido, perseverado, admirado. Cuatro personas que entregaron su alma al diablo a cambio de la risa maliciosa. Sólo cuatro almas gemelas, en 23 años... Cuatro gatos del callejón.

En verdad, cuatro malas personas, porque hay que ser mala persona para quedarse enganchado a esta serie de personajes inmaduros, egoístas, neuróticos y rastreros. Chalados, en ocasiones. Y encima reírte a carcajadas, y presumir de que tu visión del mundo es más o menos así: una humanidad adolescente y caprichosa; risible y deleznable. Jerry y sus amigos  -predicamos a los gentiles- somos todos nosotros pero despojados del disfraz de los adultos. Y ellos cabecean sin creernos, y abandonan el sermón sin convencerse.

Las buenas personas no soportan el visionado de “Seinfeld” más allá de un par de episodios: el primero por curiosidad, y el segundo para vomitar. Lo sé porque me lo han contado varias de ellas, bienaventuradas y bien pensantes. Ellos vieron “Seinfeld”, pero no comulgaron. Otros, todavía más puros, ni siquiera eso: están los que conocen la serie sin haberla visto jamás, y están -la mayoría, con toda La Pedanía incluida- los que jamás oyeron hablar del tal Jerry ni de su panda de amigotes neoyorquinos.

De los cuatro gatos de mi cofradía, el más veterano es Pepe Colubi, que es como el sumo sacerdote de este culto oscurantista. Otro es Juan Tallón, el escritor, que el otro día en la radio explicaba que cualquier episodio en el que aparezca George Costanza es canela fina y carcajada asegurada. La tercera gata del callejón es una compañera de trabajo insospechada, todo mansedumbre y bonhomía -o bonmujería- pero que esconde en sus adentros un alma pecadora y bituminosa. De ella no será el reino de los Cielos, como tampoco lo será de aquella mujer junto al mar que también idolatraba “Seinfeld” y en su orilla hacía su apostolado. Será más difícil que todos nosotros pasemos por el ojo de una aguja que un camello entre el reino de los Cielos, o algo así.



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Larry David. Temporada 9

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando el ser humano dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera. Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandamiento de la Biblia, y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear ciudades, plazas públicas, circos romanos donde la gente tenía que sentarse muy junta sin empezar a agredirse con las cachiporras. De pronto, el desconocido, estaba ahí, a todas horas, invadiendo nuestro espacio vital, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.



    Diez mil años después de aquel arrejuntamiento que nos obligó a vivir civilizadamente, el hombre moderno vive en el mundo social más complejo que ha existido hasta la fecha. Porque somos muchos, y ociosos, y estamos todo el día en movimiento, haciendo turismo, y pelando la pava en los restaurantes. Y porque además, ahora, sumado al cara a cara de toda la vida, está el teléfono a teléfono, y las posibilidades de caer en un sobreentendido tonto, o en un malentendido fatal, se han multiplicado hasta hacernos caer en la neurosis de quien ya no sabe qué es lo correcto o lo incorrecto, lo aceptable o lo reprochable (ahora que más o menos teníamos nuestra sexualidad satisfecha y que la neurosis freudiana parecía una enfermedad erradicada en los manuales de psiquiatría).

    Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la iglesia de su humor. Su serie es la disección descojonante de estas mil y una reglas cotidianas que rigen la convivencia. Una especie de Talmud inextricable donde las normas se acumulan, se contradicen, se revocan con las modas. Larry David -que se interpreta a sí mismo, y que pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas, pero en realidad sólo es un rabino que pretende poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera: ¿Sólo hay que saludar? ¿Desear un buenos días y punto? ¿O hay qué hacer un “parar y charlar”? ¿Existe la confianza suficiente para preguntarle por su última desgracia familiar? ¿Y si uno va con prisa? ¿Y si hacemos como que no le hemos visto pero él si nos ha detectado en el radar…?


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Veep. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que termina, creo que en todo este tiempo he sido el único espectador de Veep en cincuenta kilómetros a la redonda. Al otro lado de los montes, en cualquier dirección en la que yo mire, existen otros fieles que programaron su cacharro del Movistar + para grabar los episodios, o que los descargaron puntualmente de los barcos pirata que surcan el océano. Pero aquí, en este circo glaciar, en este valle del Noroeste, he sido la única carcajada disonante que resonaba por las laderas. El ermitaño de la comedia, o el loco de la colina. Todas mis amistades -que yo presumía sintonizadas en la misma frecuencia, partícipes de la misma vibración- naufragaron en el segundo o tercer episodio de Veep, mareados por los chistes, incrédulos por los personajes, ofendidos, incluso, de que en los tiempos actuales se ridiculice a una mujer que ha roto el techo de cristal y ha clavado una pica en Flandes, Distrito Federal. 

    Aún no había finalizado la primera temporada y ya estaba yo sólo en mi isla del náufrago, viendo episodios de Veep sin poder comentarlos con nadie, que es una tristeza reduplicada, la del sofá solitario y la del silencio tertuliano. Yo luego venía aquí a escribir mis humoradas, a ver si algún despistado se animaba a entrar en debate, a comulgar de la misma hostia consagrada. Pero este blog, ay, orbita en una región muy apartada de la galaxia, un lugar oscuro por donde no pasan ni las naves de la República ni los cargueros de la Federación de Comercio. Soy un habitante de Veep clamando en el silencio del esdpacio...


    Así que llevo siete años riendo para mis adentros, sacando mis propias conclusiones, en este salón que a veces es comedor comunal y a veces celda de cartujo. En este ¿septenio?, mi vida ha sufrido la lampedusiana contradicción de cambiar por completo para quedarse como estaba. Pero ahí fuera, detrás de la ventana, el mundo de la política no ha leído El Gatopardo, y se ha vuelto tan travieso y delirante, tan ridículo y mezquino, que Veep ha terminado por ser un reflejo de la realidad, un docudrama de los periódicos, y no una comedia que pretendía hacer parodia y exageración. Los guionistas de Veep se han dejado las pestañas, y las meninges, en parir personajes cada vez más exagerados, caricaturas ya de la caricatura, pero la realidad les ha adelantado contumazmente por la autopista, verdaderos autos locos conducidos por políticos que han trascendido la carne mortal para hacer idioteces y soltar barbaridades más propias de un cartoon. Veep, que parecía la descojonación pura, nos ha dejado la sonrisa congelada.




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Veep. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟🌟

Basta con abrir el periódico cada mañana para comprender que en política, para llegar a lo más alto del escalafón, no se precisa tener, precisamente, una inteligencia preclara. Es más: la inteligencia suele ser un estorbo, un defecto básico que corta las alas de los políticos novatos que piensan que esto es cuestión de cultura, o de agudeza. De servir al pueblo con bonhomía. Qué equivocados están... Para encabezar las listas electorales hay que presentar otros argumentos, y otros poderes: la ausencia de escrúpulos, o la belleza física, o el desparpajo semántico. La jeta de un psicópata, en ocasiones. Tener el conocimiento exacto de los engranajes del partido. Y, por supuesto,  dar el pego en cualquier contexto periodístico, un vestidor repleto de disfraces ideológicos por el que suspiraría el mismísimo Mortadelo.

    Para poner la inteligencia y el análisis ya están los ejércitos de asesores, que destripan los sondeos electorales y conocen la última hora del lugar donde se da el mitin, o se inaugura un pabellón, para que el populacho se sienta concernido y jalee las propuestas con ruidosos aplausos, y carteles de "Fulano, te queremos", o "Mengana, qué guapa eres". ¿Pero qué sucede cuando los asesores tampoco están a la altura, y sus estupideces se suman a la estupidez del mandamás, y se hace más evidente todavía que esto de la democracia sólo es una tomadura de pelo, un sainete que protagonizan cuatro caraduras con corbata ? Pues que tenemos el pan nuestro de cada día, si ponemos el telediario al mediodía, o que nos partimos el culo de risa -pero una risa muy cínica- si nos reencontramos con la ex vicepresidenta de los Estados Unidos, Selina Meyers, en la sexta entrega de sus cómicas desventuras.

    Despojada de la presidencia y curada de su depresión, nuestra veep se afana por limpiar el buen nombre de su mandato fundando bibliotecas, liberando al pueblo tibetano, prestando atención a los colectivos marginales que jamás entraron en su Despacho Oval. El problema de Selina Meyers -que es tan vivaracha como boba, tan activa como metepatas- es que vive rodeada de unos asesores que lejos de salvarla el culo la meten en nuevos laberintos que ahondan su impostura. Selina Meyers es tan parecida a la mayoría de nuestros políticos nacionales -tan corta, tan falsa, tan mezquina- que sigo sin entender por qué hay gente que ve la serie y se la toma como una comedia, como una exageración sin asideros con la realidad. Veep es un reality show muy crudo sobre los políticos que nos dan por el culo cada día. Porno muy duro del acto democrático.

    El mismo Timothy Simons -que es el actor que interpreta al insufrible Jonah Ryan- ha dicho hace muy poco. “Hubiera sido mejor que ciertas ocurrencias que los guionistas aventuraron se hubieran quedado en el plató”. Donald Trump y sus cortesanos están consiguiendo que la realidad, de nuevo, poco a poco, vaya superando a la ficción...






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Larry David. Temporada 9

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A veces me sube una congoja del alma y pienso que ya se terminó el tiempo de las grandes alegrías. Que el trabajo gordo, por así decirlo, está finiquitado, y que sólo queda esperar, y reírse lo más posible, mientras llegan los nubarrones de la salud. Las grandes esperanzas, y los grandes proyectos, son cosas del verano de la edad, de cuando uno andaba viril y descamisado, y los días parecían no tener fin. Cuando la vida se desenredaba como un musical americano de jornaleros en el campo, jóvenes y vigorosos. Ahora, en el otoño del cromosoma, habrá que medir las cosas con raseros más humildes. Vivir una película francesa, melancólica, pausada, con bonitos atardeceres y cafés con croissant en la terraza. Una peli de Rohmer, por ejemplo, estilosa y lánguida, una que podría titularse El cinéfilo del villorrio, tan del estilo del maestro.



    Hace ya varios años que uno fía su felicidad a las pequeñas alegrías: que te llame un amigo para charlar; que el análisis de sangre salga sin subrayados en rojo; que el Madrid conquiste un título importante a finales de mayo. Que los seres queridos no se tuerzan por el camino. La tertulia en la radio, el estreno en el cine, la joya perdida en el ordenador... Que te sonría una señorita en el autobús. No morir de un infarto al subir el repecho en bicicleta, y emprender el descenso con la sonrisa boba y el orgullo salvaguardado. Que refresque por las noches, en estas canículas que las meteorólogas anuncian con una sonrisa que nunca he terminado de comprender, a 40 grados a la sombra. Mi reino por una brisa. Que prorroguen, si es posible, las series de televisión que me calientan en invierno, y me refrescan en verano. Que le concedan una temporada más, por ejemplo, a Larry David, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de continuación, sus locos seguidores. Lo he leído esta mañana, al abrir el ordenador, y sólo de pensar que  Larry ha vuelto a coger el yelmo y la lanza para retar en duelo a los gilipollas y a los estúpidos, me ha brotado la sonrisa tonta, y me ha dado por silbar la pegadiza sintonía mientras barría y fregaba los cacharros. 


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El dictador

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El dictador, aunque vaya dedicada con recochineo al difunto Kim Jong-il, es en realidad la parodia de un déspota africano muy parecido a Muamar el Gadafi. Un retrato parido en la mente demenciada, sumamente particular, de Sacha Baron Cohen. Un humorista británico que jamás cultivó el humor inglés. 

    Por su picadora de carne, puesta a mil revoluciones, pasa el racismo, el machismo, el terrorismo... todos los ismos perseguidos por la fiscalía y denunciados por los colectivos sin sentido del humor. Y sí: yo soy de los que se ríe mucho con sus provocaciones, con sus chistes al filo de lo denunciable. Qué le vamos a hacer: soy un hombre a medio civilizar, mitad macaco y mitad literato. Me conmueve hasta la lágrima ese humor tan arcaico y tan grosero. Son las cosas de haberse criado en un arrabal, entre gente muy poco recomendable. De haber frecuentado malas lecturas y malas películas en los años decisivos de la formación. Y de ser uno como es.

    Pero Sacha Baron Cohen, por supuesto, no es un ningún imbécil que desconozca el objetivo último de sus excesos. Lo que en apariencia es una sucesión de sketches desordenados sobre cacas y culos, pedos y pises, al final es un misil de punta afilada sobre nuestra idea muy equivocada de lo que es una democracia verdadera, y sobre la escasa diferencia que en realidad separa nuestras dictaduras económicas de aquellas dictaduras militares. Cuando Aladeen de Wadiya, en la asamblea de la ONU, rompe en mil pedazos la que iba a ser la primera Constitución de su país, los asistentes, indignados, demócratas bien trajeados de piel blanca y alma impoluta, le abuchean y le hacen puñetas sin disimulo. Pero Aladeen, más chulo que nadie, no se echa atrás en su determinación de seguir manteniendo la satrapía:

   “¡Oh, cállense! ¿Por qué son ustedes tan antidictadores? Imagínense que América fuera una dictadura. Podrían hacer que el 1% de la población tuviese todas las riquezas de la nación... Podrían ayudar a que sus amigos ricos lo fueran aún más reduciendo sus impuestos y sacándoles del apuro cuando apostaran y perdieran. Podrían ignorar las necesidades de los pobres en salud y educación. La prensa parecería libre pero estaría controlada en secreto por una persona y su familia. Podrían pinchar teléfonos, torturar prisioneros extranjeros... Podrían manipular las elecciones, podrían mentir sobre por qué van a una guerra. Podrían llenar sus cárceles de un grupo racial en particular y nadie se quejaría. Podrían usar los medios de comunicación para asustar a la gente y hacer que apoyen las políticas que van en contra de sus intereses. Sé que para los americanos resulta difícil de imaginar, pero por favor, inténtelo”.



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Veep. Temporada 4

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"Veep era una sátira política, pero en estos tiempos parece un documental".

Y no lo digo yo, que ya he constatado varias veces esta paradoja, este acercamiento subversivo y hasta preocupante de Veep a la realidad, sino la propia Julia Louis-Dreyfus, que se creía embarcada en una comedia y ahora resulta que recibe innúmeros premios por hacer un papel dramático. Julia, magistral, encarna a  esta vicepresidenta elevada al rango interino de Presidenta del Mundo Libre. Una mujer engreída, caprichosa, sin ideología ninguna, que va sorteando las inconveniencias del mandato con más pena que gloria.

    En la campaña electoral que habrá de llevar a Selina Meyer a la Casa Blanca, los guionistas de Veep, buscando el eslogan más estúpido posible, eligieron Continuidad con Cambio, un lema absurdo que los seguidores de la veep esgrimen sonrientes en sus pancartas. Una gilipollez supina que ningún político real, pensábamos, sería capaz de consentir. Hasta que hace dos meses, no en nuestra España de la astracanada, ni en los Estados Unidos de la parodia, sino en la Australia que uno creía salvaje en la fauna pero civilizada en las gentes, el mismísimo primer ministro del país, un tal Malcolm Turnbull, ha definido su política como "continuidad y cambio". Ante tamaño disparate, los guionistas de Veep se han quedado estupefactos, y ya no saben qué pensar, ni qué escribir. Ellos, como Julia Louis-Dreyfus, también se creían únicos por escribir estos diálogos corrosivos, y estos enredos de sainete. Pero ahora sospechan que se estan convirtiendo en periodistas de lo cotidiano, en reporteros de la actualidad.

Estos muchachos, por descontado, no conocían las andanzas de nuestra querida Ana Botella en la alcaldía de Madrid. El "relaxing cup of café con leche" no hay guionista de Veep que lo supere. 


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