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Slumdog Millionaire

🌟🌟

Llevo 14 años perorando contra “Slumdog Millionaire” en los foros de internet, o en los bares de La Pedanía, cuando quedo con el amigo. Reconozco que lo mío contra esta película es odio, rencor, manía persecutoria. Me parece imperdonable, ridículo, que este bollycao le robara el Oscar a “El curioso caso de Benjamin Button”. Que dejara compuesto y sin novio a mi Brad, y a mi Cate, a mi David queridísimo... Yo solo vivo para reparar tamaña felonía.

Mira que hay que cosas que denunciar en el mundo, e incluso en mi vida personal, donde abunda la traición y la cochambre, pero si yo viviera en Londres y me dejaran desbarrar en el Speaker’s Corner, me pasaría los domingos denunciando los hechos acaecidos aquella noche de homicidio cinéfilo. Una noche bochornosa en la historia de la humanidad. Quizá la que más, al menos en el terreno simbólico, porque allí triunfó el oportunismo sobre el arte, y el choteo sobre la seriedad, y la manipulación sentimental por el respeto al espectador. Triunfaron las bajas pasiones y los lloros facilones. Quien llorara, claro, porque yo no derramé ni media lágrima por esta muchachada de Bombay.

Catorce años, ya digo, he pasado predicando entre los gentiles, que ni puto caso me han hecho jamás. “Slumdog mola, tío”; “El baile del final es pistonudo”; “Qué buena está la india que baila con Delpitadel...” Y todo así. Tanto que hoy, pillado con la moral baja, y con el aburrimiento supino, he decidido darle una segunda oportunidad a la película. Catorce años de furia se podrían haber esfumado en apenas dos horas de súbita revelación. Si Saulo de Tarso, azote de los cristianos, se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió, yo, Álvaro Rodríguez, azote de Danny Boyle, también podría caerme del sofá camino de Bombay. Era un riesgo que merecía la pena correr. Dos horas insufribles o la liberación definitiva. Al final han sido dos horas insufribles. Bueno, hora y media, que he avanzado muchos tramos con el mando a distancia.




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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Trainspotting 2

🌟🌟

Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición



    Sick Boy sigue sobreviviendo en el lado oscuro de la ley, Spud va y viene con sus chutes de heroína y sus deschutes de metadona, y Begbie, que ahora se hace llamar Franco, se sigue liando a hostias con cualquiera que le mira de soslayo, aunque ahora lo haga dentro de los muros del talego. Si alguien pensaba que Trainspotting 2 iba a contradecir la primera ley de la termopsicología, que afirma que las personas no cambian jamás, y que todos estamos condenados a repetirnos con mayor o menor disimulo, se va a llevar un buen chasco con el argumento. Los gamberretes que en Trainspotting rezumaban juventud loca, ahora transitan la muy jodida década de la cuarentena, que no por casualidad tiene nombre de peligro por enfermedad. Los desperfectos en la fachada ya no hay cuadrilla que pueda revocarlos, y por dentro, en la fontanería de las vísceras, empieza a escucharse un runrún sospechoso, un siseo persistente, que tarde o temprano desembocará en la enfermedad que habrá de llevarnos por delante.

   A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos. 



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Trainspotting

🌟🌟🌟🌟

En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.

    Venía uno a Trainspotting -por ejemplocon la intención de disertar un poco sobre las drogas, sobre la sociedad injusta que alimenta la desesperanza en la juventud. Pero de pronto las palabras me han parecido altisonantes, impropias de un blog sin altura ni pretensiones. Es por eso que he perdido casi una hora buscando otra idea alimenticia en el DVD, como quien busca un salvavidas o un clavo al que agarrarse. Trainspotting, en efecto, como allí afirman sus propios creadores, desde Irvine Welsh a Danny Boyle, no es una película sobre pandilleros heroinómanos en Edimburgo, aunque pudiera parecerlo. Su tema central es la amistad que se derrumba, aunque se hayan pasado los años mozos en las cuchipandas y en las correrías, jurando un compromiso eterno que el tiempo finalmente se llevó. El gran drama de Renton no es la heroína, sino la certeza de vivir desplazado, en una tierra que no ama, en  un grupo de amigos que lo llevan por senderos que no quiere transitar. Renton no se drogaba para hacer piña, sino para olvidar que estaba en ella. Ese es el viaje personal de Trainspotting. Una cosa muy profunda en realidad, enmascarada tras músicas molonas y planos desquiciados. Y picos en vena.

    Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.


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127 horas

🌟🌟🌟

Es lo bueno que tienen los años bisiestos, que tienes un día más para ver películas e ir descongestionando los discos duros. Así que aprovecho esta oportunidad que sólo se nos concede una vez cada cuatro años y veo, después del partido de la selección española, 127 horas, película de Danny Boyle que el año pasado hizo bastante ruido en el mundillo de las  tertulias.

La película está bien, pero no va más allá de una anécdota truculenta estirada durante hora y media. Si la semana pasada acabé asqueado con la dichosa mutilación de Antricristo, he aquí que me encuentro con otra aún más detallada si cabe, aunque esta vez no gratuita, sino exigida por los hechos reales en los que se basa el guión. El caso es que si no quería caldo, ahora tengo dos tazas. Se ve que es la moda en los guiones, que ningún personaje termine entero la función. Ocurre, para más inri, que justo encima del televisor, en el lote de DVDs pendientes de revisión, asoma amenazante La pianista, la película de Haneke donde Isabelle Huppert ya hacía sus pinitos en este bonita costumbre de autoinflingirse pupas de las gordas. ¿Casualidad? No lo creo. Hay algo raro flotando en el ambiente, la premonición de días aciagos que amenazan tormenta y muchas desgracias. Algo muy querido va a ser cercenado en mi vida: Seguramente mis sueños de que el Real Madrid conquiste su décima Copa de Europa en el mes de mayo. O eso, o que se me va a joder por enésima vez el aparato grabador de DVDs, rebanando una parte sustancial de mi billetera. Serían las mutilaciones menos graves...

Aunque difícilmente se me va a olvidar 127 horas, no creo que el lomo de su DVD llegue a engrosar mi selecta selección de películas, a no ser que dentro de unos meses me la regale algún periódico, o alguna de las amantes que menos me conocen, de esas que tras el retozo hablan poco y preguntan menos. 




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