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Me pregunto cuántas parejas como Sailor y Lula no volverán a
verse hasta mayo, separadas por los gobiernos, que también conspiran para que
los amores puros sean arrancados de raíz, y no den mal ejemplo con su sexo salvaje,
y su complicidad instantánea. El amor puro no está perseguido por la ley, pero
ponen trabas de cojones, desde las alturas, para consumarlo. Es lo que sucedió,
sin ir más lejos, en el Paraíso Terrenal, que era el reino de los bonobos, y la
fiesta de los sentidos. Ayer mismo amenazaron con cerrar las fronteras
interiores, entre los reinos de Taifas, para que el virus no viaje a lomos de
los coches ni de los peregrinos. Como si el virus no encontrara siempre quien le
lleve, autoestopista tenaz y consumado.
Todos sabemos que los políticos le están poniendo puertas al
mar. Retrasando el confinamiento inevitable. Es cuestión de semanas, o de días.
Y mientras tanto, para ir apaciguando los fuegos, para ir clausurando el tiempo
del amor e inaugurando el tiempo de las pajas, van a poner a los ángeles
flamígeros vigilando las fronteras autonómicas, disfrazados de policías. Para
que Sailor y Lula, que uno vivía en Albacete, y la otra en Murcia, queden separados
por una raya ficticia y burocrática, y ya sólo puedan gritarse su amor desde la
distancia, a pocos metros, desesperados, como cuando en la película los separa
la Bruja Malvada, o un gángster tenebroso de David Lynch.
Quién nos iba a decir, cuando lo inventaron, que el Estado de las Autonomías iba a terminar en esto, en territorios estancos para el amor. Quién nos iba a decir que la demarcación romana, el capricho aristocrático, la curva del río o la raya arbitraria en el trigal, iban a devenir alambre de espino, muro de Trump, valla vigilada. Qué infortunio, para los amantes autonómicos, que creían vivir en el mismo país y resulta que van a vivir en dos continentes distintos, más alejados, en la práctica, que Australia y Madagascar. Pero llegará mayo, cuando nazcan las flores, y canten los pájaros, y la primavera será la estación de los polvos sin fin, de las jodiendas sin freno. Del jadear que acallará todos los sonidos de la naturaleza.