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Roma. Temporada 1

 🌟🌟🌟🌟


Me sobraba tanto tiempo en la canícula de las vacaciones que me puse a ver de nuevo “Roma”, la que decían -con cierta sorna- que era “Los Soprano” con sandalias de la HBO. La sangre ya no la ponían los mafiosos, sino los legionarios, y las tetas ya no las pechugonas del Bada Bing, sino las múltiples esposas y amantes de los senadores.

Recuerdo que en su día compré “Roma” por muchas denarios en las rebajas de El Corte Inglés, pero luego vino la Edad de Oro de la televisión y ya no hubo tiempo de recuperarla. Vivimos sepultados bajo tal aluvión de series -ya todo digital y platafórmico- que los viejos DVDs se parecen cada vez más a la cerámica de la abuela, o a las cuberterías de nuestros padres: adornos muy caros, pero ya inservibles, que rellenan las estanterías del salón. 

Hay tres series que conviven en “Roma” como había tres usos en el lubricante “Tres en uno” y tres dioses distintos pero uno solo verdadero en la Santísima Trinidad. (Dos inventos, por cierto, que no conocieron los romanos de la serie porque nunca vieron los anuncios de la tele y porque al vivir antes de Cristo no escucharon las teologías de los obispos). 

La primera línea argumental es la que cuenta el ascenso y asesinato de Julio César, el general que quiso ser cónsul vitalicio y terminó creyéndose un dios inmortal. La historia nos la sabemos, pero los actores son tan cojonudos, y los denarios de la HBO son tan excesivos, que uno queda atrapado por el drama mil veces visto. 

La segunda trama de “Roma” es la ciudad propiamente dicha: el costumbrismo de sus gentes, como si la recorriera Labordetus Máximus con su mochila. Es el día a día del trabajo, de la justicia, de la mugre, de las pintadas en la pared... Es muy educativa. Mola mazum, pero no tanto como la tercera pata del banco, que son las argucias de estas mujeres romanas que privadas del poder público medraban en sus casas para traicionar al marido, sostener al amante o aupar al hijo a un cargo de relevancia. El ostracismo político ellas lo convirtieron en un matriarcado silencioso. A cada repudio matrimonial, a cada hostia recibida, a cada violación sufrida en la alcoba, ellas respondían con un veneno deslizado en los oídos o en las copas.




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El prodigio

🌟🌟🌟🌟


Aunque soy ateo suelo llevarme bien con la gente religiosa. Ellos saben que yo no quemaría conventos ni convertiría las catedrales en casinos. En la juventud quizá sí, pero ahora ya no... Me reformé. Me ayudó que estudié doce años con los curas y que pasé diecinueve casado con una apostólica romana. De toda su familia -a la que un día habría que dedicar una película de Azcona y Berlanga si pudiéramos resucitarlos- solo me llevaba bien con el cura que nos casó, un hombre errado en la metafísica pero un santo acertado en todo lo demás.

La gente religiosa adivina en mí al cura que pudo haber sido y no fue. Se sienten en compañía de alguien que, al menos, entiende lo que dicen. Recuerdo muchas parábolas de la Biblia porque sacaba sobresalientes en la asignatura de Religión... Yo soy -ya digo- un ateo convencido, y además un libertino, un nihilista de la moral, pero conservo la apariencia de jesuita y la retórica de las homilías. Soy el Católico Bizarro, como aquel Supermán Bizarro de los cómics. La imagen especular pero deformada. El levógiro de las creencias.

Con estos católicos de la película -irlandeses algo cerriles del siglo XIX- podría sentarme a charlar sobre lo divino y sobre lo humano, pero negando lo divino y reafirmando que en el fondo somos unos bonobos. No hay problema. Mientras solo sean palabras vamos de puta madre. El problema surge cuando la religión pone en peligro la vida de las personas, o al menos compromete seriamente su felicidad. Entonces ya no hay armisticios ni retóricas. Discutir sobre el sexo de los ángeles o sobre la existencia del demonio puede ser hasta divertido. Al final siempre sale una película a colación y yo ahí me muevo como pez en el agua. Pero discutir cosas serias no merece ni un segundo de esfuerzo. En esos trances, como la enfermera de la película, lo que hay que hacer es actuar. Oponerse de manera dulce pero determinada. Ni un paso atrás. Prietas las filas de los laicos. Ni buen ciudadano ni hostias democráticas. Ni una duda, ni una concesión, ni una sonrisa siquiera. 

Cuando se juega con las cosas de comer hay que volver a gritar junto a Voltaire: "Écrasez l'infâme!"





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Belfast

🌟🌟🌟


Diez diferencias entre la infancia de Kenneth Branagh y la infancia de Álvaro Rodríguez:

1 En León no convivíamos católicos y protestantes, sino católicos y gente que protestaba contra el catolicismo. Parece lo mismo, pero no es igual. Para empezar, los que protestábamos lo hacíamos en voz baja. Corrían los años 80 y no estaba el horno para bollos. Yo estaba en la EGB y el hijo de Dios nos vigilaba desde el crucifijo.

2 Mi abuelo nunca me explicó los secretos básicos de la vida: el escaqueo laboral, y la seducción de las mujeres. Mi abuelo, cuando íbamos a visitarle, hacía un saludo raro con el mentón y se enfrascaba de nuevo en su solitario de la baraja. Eran solitarios, claro.

3 Mi abuela tampoco era como el personaje de Judi Dench en la película. Mi abuela decía que ella ya había criado a sus hijas, y que los nietos no éramos más que una molestia de la biología.

4 Nunca me enamoré de una niña del colegio porque, entre otras cosas, no había niñas en mi colegio. Éramos discípulos del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros. Él nos quería así: atentos a la lección, sin distracciones femeninas. Él nos convirtió en unos monstruos de timidez y desvarío.

5 León no será como Belfast, pero al menos teníamos parques de hierba para jugar a la pelota.

6 Mi madre no era una exmodelo de Victoria’s Secret. Mi padre tampoco era el tío guaperas al que todas la mujeres sonreían.

7 Yo tampoco era un rubiajo encantador como el pequeño Kenny. Yo era más bien remoreno, de pelo castaño y mirada tristona. Así me quedé.

8 Mi hermana tampoco era como este hermano de Kenny en la película..

9 En mi barrio no había Unionistas del Ulster apatrullando la ciudad, pero sí un loco llamado Ramón que a veces te perseguía sin motivo para darte un par de hostias. Era un esquizofrénico perdido, no un luchador de la patria. Ramón era un macarra sin nada de glamour.

10 A mi padre también le ofrecieron un trabajo mejor en otra ciudad. Más dinero, y mejores perspectivas. Pero mi padre no quiso mudarse. Él, como la madre de Kenneth Branagh, vivía aferrado a su barrio y a su gente. Así que nunca salimos de Belfast.



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Silencio

🌟🌟🌟


Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita, el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa-  que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos: porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del cuerpo al lado del gozo del alma.

Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María, colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones, todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.

Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino, haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.




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Munich

🌟🌟🌟🌟


Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse del trabajo.

Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas, nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.

Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.


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El topo


🌟🌟🌟🌟

No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sandwich con dos rebanadas de pan sin nada por el medio. Entre las dos costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas, los desiertos casi africanos, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos o peligrosos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza. El reclamo ideal para los solitarios que venían de Europa, para los lunáticos, para los aventureros que buscaban nuevas emociones.  Ellos fueron abriendo los caminos y sembrando los campos. Matando a los oriundos y exterminando a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras estos depredadores, llegaron los empresarios a extraer el beneficio, los obreros a ganar el pan, los pastores a cuidar las almas, los camareros a servir el whisky, las lumis a bailar el cancán, los cowboys a medirse las pistolas... Y ya último, para proteger a todo este paisanaje,  el sheriff con su estrella, y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización completa.

    Eso que ahora llamamos la América Profunda la construyeron tipo -o tipejos- como este Daniel Plainview de Pozos de Ambición: hombres de pasta dura, de espíritu inquebrantable, y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato, o por la suerte, o a veces, incluso, por algún geólogo con cierta idea del asunto. Horadaban por aquí y por allá hasta que daban con un surtidor de oro negro y se convertían en auténticos capitalistas que se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para enseñar en las grandes ocasiones. 

    Leo en internet que Oil!, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con ideas de derechas y a su hijo de afinidades socialistas. Un drama griego que prometía grandes emociones para la película, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor, un hombre que desconoce el amor y desdeña las amistades porque su ego le sobra y le basta para vivir satisfecho. Pero el ego, no lo olvidemos, es un bicho carnívoro que crece en las entrañas y acaba devorando al ególatra que le dio de comer. No conoce la gratitud ni la clemencia. Y acaba convirtiendo a su portador en una cáscara vacía. 




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