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El nombre de la rosa

🌟🌟🌟🌟


El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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La buena esposa

🌟🌟🌟

Detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer, se decía no hace mucho cuando llegaba el momento de entregar los galardones. Se suponía que detrás del héroe político, de la estrella del deporte, del escritor afamado, había una esposa que llevaba las riendas del hogar y el peso de los hijos. El sostén afectivo en las depresiones, y el sostén sexual, en los apretones. La brújula moral incluso. El retorno seguro tras las excursiones por el mundo, o los viajes lejanos de la creatividad. El baricentro de la vida. La cama hecha, la cena caliente, y la comprensión asegurada. La corbata bien puesta. en los nervios previos al homenaje. El inmortal cliché que hemos visto tantas veces en las películas...

    Lo curioso es que al revés, cuando era una gran mujer la galardonada, casi nunca se decía que había un gran hombre en la retaguardia, porque se suponía que detrás de ellas sólo había una lesbiana irredenta, o un marimacho sin apetencias, o una asexuada que criaba telarañas en los bajos. Detrás de cada gran mujer que publicaba novelas o batía récords del mundo en atletismo no había nadie. A lo sumo, según algunas crónicas, un calzonazos que consentía ser el segundo plato de las entrevistas, el personaje secundario de las bélicas hazañas. ¿Por qué al marido de Margaret Thatcher le llaman "el árbol de Navidad"?: porque lleva las bolas de adorno.

    Hoy en día, por mucho que nos quejemos de lo poco que avanzamos como sociedad, ya nadie dice estas cosas sobre quién está detrás de quién cuando llega la hora de entregar el premio Nobel de Literatura, o la Estrella Michelín de la temporda. Detrás de cada personaje ilustre está quien le sale de los cojones, o del coño. O nadie en particular. Ya no nos interesa. O sí, pero sólo para entender el contexto, a modo de apunte. Ya no hay un género que conquista y otro que acarrea la impedimenta. Nos da igual. Somos, por fin, ciudadanos, como nos enseñó la Revolución Francesa, y tardamos tanto tiempo en aprender. La posición de mear, o la posición de follar, ya es solo anecdotario, y tontería.


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El nombre de la rosa

🌟🌟🌟🌟

El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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La cordillera

🌟🌟🌟

El cuarto jueves de cada mes de abril, los americanos tienen por costumbre llevar a sus hijos al centro de trabajo. De paso que aprenden algo del oficio, y celebran una jornada de convivencia, los chavales confirman que papá y mamá no están en casa de otra señora, o de otro señor, desempeñando otras tareas...

    Había un sketch glorioso en Robot Chicken en el que un soldado imperial acarreaba a su hija el mismo día en que Luke Skywalker se cargaba la Estrella de la Muerte... En La Cordillera, Hernán Blanco, el presidente de la República Argentina, también lleva a su hija a la cumbre de mandatarios sudamericanos, que es un bochinche también muy galáctico en el que hay una Federación del Comercio, un Imperio del Mal y unas bases rebeldes de izquierdistas irredentos. Marina, la hija del presidente, es una mujer hecha y derecha que ya sabe de sobra a qué se dedica su padre.  Lo que pasa es que ella no está para muchos trotes, y prefiere permanecer en compañía. Sufre depresiones, amnesias, congojas. Su marido, con el que mantiene un cese temporal de la convivencia, ha amenazado al gobierno argentino con desvelar terribles secretos de financiación ilegal. Se ve que hay otro Bárcenas en el hemisferio sur que también se viste de esquiador cuando el nuestro se pone el bañador y viceversa...

    Temeroso de que Marina puede suicidarse, o irse de la lengua, el presidente Hernán quiere tenerla a su lado mientras negocia un acuerdo importantísimo con los otros presidentes. Con los yanquis, en especial.




    Hernán Blanco es el hombre común que llegó a ser presidente de la nación. El mandatario que de momento no conoce la crítica ni la mácula. Todos esperan de él un liderazgo, una clarividencia. Una decisión que convierta el Cono Sur en una potencia comercial libre de la influencia norteamericana. Pero nuestro hombre, mientras se celebra la cumbre, está a otras cosas. La presencia de su hija es perturbadora. Porque ella sabe, o sospecha, o recuerda, lo que los demás desconocen de su padre por completo. “

   El mal existe señorita Klein. No se llega a presidente si no lo ha visto un par de veces al menos”. Así le responde el propio Hernán Blanco a la periodista española. No estoy aquí por casualidad, viene a decirle. He pasado por túneles muy oscuros, y me he comido mucha mierda. Yo mismo he vertido mucha mierda para camuflarme, como los calamares. No soy un santo, por supuesto, pero no voy a confesarle a usted mis fechorías. Pero Marina, la hija, en el dormitorio de al lado, medio grogui por las pastillas, medio zombi por la hipnosis, trata de recordar…




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Mr. Robot. Temporada 1.

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Desde que los hombres del Neolítico se pusieron a cultivar la tierra y crearon las clases sociales, los ricos y los pobres vivimos enfrascados en una guerra que dura ya diez mil años, y lo que te rondaré, morena. El mismísimo Warren Buffet, el multimillonario inversor, afirmó que la guerra de clases sigue más viva que nunca, y que los ricos, afortunadamente para él, van ganando por goleada. Cautivo y desarmado el ejército rojo de Moscú, el capitalismo lleva un cuarto de siglo campando a sus anchas, sostenido por el complacido voto de la clase trabajadora, a la que sólo hay que manipular tres telediarios y asustar con tres espantajos para que vote en contra de sus intereses. Ay, y si el abuelo Marx levantara la cabeza.

    El episodio piloto de Mr. Robot es la actualización 4.0 de  la Lucha de Clases. La 1.0 la perdieron los esclavos de Espartaco luchando contra las legiones romanas; la 2.0 empezó con Lenin subido a un tanque y terminó como el rosario de la aurora allá en el muro derrumbado; la 3.0, que sólo tuvo lugar en la ficción de los cines, la sostuvo en solitario el demenciado pero lúcido Tyler Durden, que fundaba clubs de la lucha para agitar las conciencias y entrenarse en los mamporros. Al final de El club de la lucha, Tyler Durden acababa con el sistema financiero demoliendo sus edificios de oficinas. 

    Diecisiete años después, en una época en la que está muy mal visto derrumbar rascacielos con explosivos, Mr. Robot decide terminar con los bancos -con la deuda y las hipotecas, las servidumbres y los abusos- destruyendo el monstruo desde dentro, en silencio, a lo troyano, con la fuerza infinita de un ordenador portátil sabiamente manejado. El episodio piloto de Mr. Robot es capaz de alegrarle el día a cualquier bolchevique aficionado a las series de televisión. Pero la alegría dura poco en la casa del pobre. A los dos o tres episodios, en una afán por rellenar tramas que no conducen a ningún sitio, la revolución de Mr. Robot se aplaza sine die y la desazón se adueña del espectador antes alborozado y ahora aburrido.

First we take Manhattan...

... recitaba Leonard Cohen en su poema revolucionario, y al principio de Mr. Robot así lo parecía, pues el susodicho vive allí afincado, y parecía muy seguro del empeño. Pero luego...

Me sentenciaron a veinte años de aburrimiento
por intentar cambiar el sistema desde dentro.




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