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Lean on Pete

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Ahora que estoy de turné por mi ciudad natal y que tomo cafés con los viejos conocidos, constato que somos muchos los que recordamos nuestra adolescencia como un período melancólico y tristón. Con alguna anécdota para celebrar, eso sí, cuando algún cura del colegio metía la pata, o algún compañero soltaba una ocurrencia, o nos invadía la risa tonta y contagiosa de la camaradería. Momentos de felicidad incontestables, pero más una cosa de risotadas en la quijada que de plenitud en las entrañas. Fiestas puntuales que no elevan la nota global de aquellos años que en cierto modo todavía transitamos, afectados todavía por los complejos adquiridos, por las ecuaciones del carácter que nunca se resolvieron. Como si la adolescencia hubiera sido una enfermedad de la que todavía renqueamos y arrastramos sus secuelas. 

    De hecho aquí seguimos, fiados a la masturbación, soñando con el futuro, viendo películas a todas horas..., solo que ahora trabajamos, y disponemos de dinero, y hasta tenemos hijos que ya tienen nuestra misma edad de entonces, y a los que entendemos perfectamente en sus cuitas, casi más hermanos que progenitores, más colegas que responsables.


    Pero es un recuerdo falaz -distorsionado por la falta de sexo, por el fracaso continuado con las chicas- el que hace que veamos nuestra adolescencia tan desaprovechada y anubarrada. La prueba está en que todos los que ligaron mucho, o ligaron bien, no tienen la misma percepción de tiempo malgastado y amargado. Y tienen razón. Enfocándola con lucidez, nuestra adolescencia fue una edad privilegiada, casi de niños mimados, quizá no espléndida, ni festejable, pero un paraíso terrenal en comparación con ésta que vive, por ejemplo, el desdichado Charley en Lean on Pete. A nosotros nunca nos faltó un plato en la mesa, una ropa en el armario, una calefacción en invierno. Teníamos unos padres que por regla general permanecían unidos en el infortunio conyugal, y sacrificaban la posibilidad de un amor quizá más provechoso. Nosotros fuimos a colegios decentes, a institutos, a universidades que más o menos nos prepararon para la vida, aunque luego la vida no precisara ninguno de aquellos aprendizajes. 

    Charley es un rubiales que tal vez se las lleva a todas de calle, pero duerme en un camastro, come cuando puede, tiene un padre nada ejemplar, una madre ausente, y un futuro poco halagüeño. Y unas heridas en el alma como costurones. Pero tiene un caballo, eso sí, al que confiesa sus penas y sus dudas. Y que no le impone ninguna penitencia, como hacían los curas con nosotros. El confiable Pete.


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