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Chinatown

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Mientras veo Chinatown me pregunto -en segundo plano, claro, como los antivirus, o las actualizaciones del sistema, porque la trama es absorbente e inaplazable -, qué hacía yo hace diez o quince años cuando la película no era una obra maestra, como ésta, sino el aburrimiento supino, e incluso prono, que me recomendaba un amigo, una damisela, o yo mismo, autoengañado, por querer dármelas de cinéfilo puretas. 



    Qué hacía yo, en los tiempos de la pre-tecnología digital, sin un teléfono móvil a mi lado para traicionar mi fidelidad a la película. Qué hacía uno, en la juventud, cuando se enfrentaba al tostón insufrible de Dreyer, o de Godard, o al truño infumable de un director de Taiwan que otros aspiraban como el mejor de los porros orientales…  Qué hacía uno con las manos, con el pensamiento, con las posturas incómodas, cuando el viernes por la noche ponían en Canal + un estreno que también venía muy aplaudido, y muy premiado en los festivales, y que luego, a la media hora, provocaba el bostezo, la decepción, las ganas casi de suicidarse,  mientras los demás estaban ahí fuera, tras la ventana, despreocupados de la cinefilia, gozando la alegría loca de los encuentros y los desencuentros.


    El teléfono móvil se ha convertido en el termómetro de nuestro entusiasmo por la cultura. Y no hay que ponérselo en el sobaco, ni que metérselo en el culo, para dar la temperatura exacta de nuestro aburrimiento: basta con contar las veces que echamos mano de él para medir la fiebre del trastorno compulsivo.

    Viendo películas como Chinatown, nuestro espíritu no necesita una toma de temperatura. En esas dos horas queda inmune al virus del despiste, de la interrupción, de la ida de olla… Las películas como Chinatown extinguen, calcinan, arrasan como un lanzallamas todo ese mundo de curiosidades, amistades y rabiosa actualidad que nos aguarda en el teléfono. Los juegos, los chismorreos, la hoguera de las vanidades… El cine se inventó para evadirnos de la realidad, y sumergirnos en los sueños. Pero en los sueños coordinados, claro, los coherentes, no esa mierda que soñamos por las noches, que es gratis, y así sale de enredada, de poco clarificadora, proponiendo una pesadilla que siempre es peor que la enfermedad.


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