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Charles Chaplin: cortometrajes para la Essanay.

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De no haber sido por el cineasta Mack Sennett -que le descubrió cuando su compañía teatral actuaba en Nueva York- Charles Chaplin habría regresado a Londres con su troupe y la historia del cine se hubiera escrito de otra manera. Una gripe inoportuna o una torcedura de tobillo hubieran asesinado al vagabundo Charlot antes de nacer. Pero Chaplin compareció aquella noche ante su público y Sennett, deslumbrado, le ofreció un contrato para que actuara en las comedias locas que él mismo rodaba en un poblacho entre naranjales llamado Hollywood. 

Es el talento, sí, pero también la suerte.

Chaplin aceptó la oferta de Sennett y se hizo de oro, pero un año después quiso más oro y le entró el prurito de ponerse tras la cámara. En su autobiografía -que es algo así como el Nuevo Testamento escrito por el Hijo de Dios- Chaplin viene a decir que la Keystone era una productora chapucera que infravaloraba su talento y además le regateaba los dineros. Así que terminó su contrato y firmó uno nuevo con la productora Essanay, que manejaban dos tipos llamados Spoor y Anderson. De ahí el nombre de la empresa: S&A= Essanay.

Para que Chaplin rodara sus cortometrajes al principio le mandaron a un pueblo perdido de California, y luego a Chicago, donde residía oficialmente la compañía. Pero Chaplin se puso farruco y terminó imponiendo su criterio de rodar en el valle donde nunca se ponía el sol, al lado de Los Ángeles. Allí, además, florecían muchachas muy hermosas por los campos... Ese fue su gran primer desencuentro con los productores de la Essanay, antes de quejarse otra vez de que no ganaba el dinero suficiente. Así que al igual que hizo con Sennett, cumplió su contrato de catorce películas a toda pastilla -a un ritmo tan frenético como se suceden las hostias en la pantalla- y en un solo año de rodajes (1915) ya estaba listo para fichar por la Mutual. 

Pero ésa -si encuentro tiempo entre tanto deporte y tanta plataforma- ya será otra historia...





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La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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Un rey en Nueva York

🌟🌟


¿Un rey repudiado por su pueblo que toma las de Villadiego con su espuria fortuna intacta? Joder, cómo me suena el argumento... ¿”Un rey en Abu Dabi”, quizá? No: es “Un rey en Nueva York”, pero jo, cómo se parecen al principio el rey Demérito y el rey Shahdov: los dos casados por conveniencia, los dos campechanos que te cagas, los dos enroscados con señoritas que podrían ser sus hijas o sus nietas... Los dos con unos papeles muy sustanciosos en la maleta que les sirven de salvoconducto: el rey Shahdov no sé que planos de la energía atómica, y el mayor de los Borbones, los putos contratos de la Alta Velocidad con Arabia Saudí. 

(“Un rey que genera inversiones y puestos de trabajo”, nos siguen diciendo los lameculos del Borbón,  conscientes de que ellos mismos le deben el oficio a su regio gobernar. Se trata del Chambelán Blanqueador del Ojete y sus cortesanos ayudantes). 

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre la realidad hispánica y la ficción anglosajona. Porque “Un rey en Nueva York” no es una sátira sobre reyes con la cara muy dura y alargada, sino el ajuste de cuentas que Charles Chaplin le debía a Estados Unidos después de que en 1952 le negaran el visado de regreso. Estados Unidos le dio la pasta y la gloria pero nunca le trató como a un hijo verdadero. Chaplin era demasiado rojo, demasiado rijoso, demasiado británico en el pasaporte que nunca nacionalizó. Mientras sus películas daban pasta nadie se quejó en voz alta; en el momento que Chaplin empezó a flaquear en la taquilla, le confundieron con una perdiz en plena temporada de caza.

“Un rey en Nueva York” es la sátira muy personal de Charles Chaplin contra los EEUU de los años 50. Es la época de la Caza de Brujas, del Terror Rojo, del consumo de masas. De la invasión publicitaria que luego sirvió para crear esa maravilla de serie que es “Mad Men”... Fue la locura colectiva. Yo entiendo e incluso aplaudo al bueno de sir Charles, pero la película no funciona. No te ríes en ningún momento. Ni te emocionas. En 1957, "Un rey en Nueva York" ya era viejuna y algo rancia. Nos recuerda un internauta que sólo tres años después se rodó “El apartamento”. Parecen tragicomedias separadas por 50 años-luz. Casi de galaxias diferentes.





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Candilejas

🌟🌟🌟

Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Tiempos modernos

🌟🌟🌟🌟🌟

El otro día, en internet, buscando el socialismo perdido, encontré a Charlot encabezando una manifestación de obreros que pedían trabajo y justicia salarial. Unos obreros de los del cine mudo, claro, de principios del siglo XX, lectores de Marx o de Bakunin que vestían pantalones de pana, camisas ajadas y viseras de estibadores. Los proletarios del mundo, que entonces marchaban unidos tras el fantasma que recorría Europa y las Américas.

Tardé varios segundos en recordar que esa imagen de Charlot pertenecía a “Tiempos modernos”, yo que la tenía por una obra maestra imborrable en el recuerdo. Son cosas de la edad...

La maquinaria capitalista ha reducido la película a un póster que venden en los centros comerciales -ése en el que Charlot se enreda entre las ruedas dentadas de la factoría- y ya hasta los viejos bolcheviques hemos caído en esa simpleza que edulcora las intenciones muy aviesas de la película. A ese fotograma tan descafeinado ha quedado reducida la denuncia de Charles Chaplin, que en realidad es pura dinamita y pura revolución. "Tiempos modernos" es una película subversiva. Comunismo de rock duro. No me extraña que revisando su filmografía terminaran por echarle de Estados Unidos, él que siendo millonario nunca olvidó sus orígenes miserables. Es una película tan moderna -porque la explotación es más o menos la misma- que han querido convertirla en un meme, en un chiste visual. En un póster para las habitaciones como aquella foto del Che Guevara. Menos mal que los cinéfilos zurdos la vemos de vez en cuando para recordar...

A Charlot, en la película, porque el capitalismo es siempre salvaje y no reconoce más autoridad que el beneficio, le dan hostias por todos los lados. Del derecho y del revés. A Charlot le explotan, le malpagan, le encierran en la cárcel cuando protesta. Le confunden con un ladrón, con un vividor, con un parásito social. Los maderos se emplean a fondo con su figura. Todo es como ahora, pero en blanco y negro, y con chistes de por medio.



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La voz de Charlie Chaplin

🌟🌟🌟🌟

El título original es “The real Charlie Chaplin”. El verdadero Charlie Chaplin... Una quimera, encontrar tal cosa. Casi tanto como aquella quimera del oro. 

Pero no hablo solo  de Chaplin, ojo, sino de cualquiera de nosotros. “The real Álvaro”, imaginemos. ¿Quién coño lo sabe? Casi no lo sé ni yo, así que fíjate, como para que elucubren después mis biógrafos y mis biógrafas (sobre todo ellas). ¿Era Álvaro un buen tipo, un mal hombre, un ser codicioso escondido tras su pinta de abandono? Ni leyendo estas entradas se enterarían los pobres, porque en ellas soy yo, pero también Augusto Faroni, el escritor con ínfulas, y también Max, mi antropoide interior, que es un cerdo de cuidado que desmiente mis pintas de jesuita.

Al final del documental se llega a la conclusión -oh, sorpresa- de que nadie conoció al verdadero Charles Chaplin. Quizá solo Oona, su última mujer, que permaneció muda para los restos. Ella llevaba un diario de su vida en común que fue quemando en sus últimos años; y en el humo, y en las cenizas, se fue parte del misterio. Los propios hijos de Chaplin -y son unos cuantos, casi una decena- dicen no haber conocido nunca a su padre. Con ellos solo había silencios o payasadas: ninguna conversación de las que desnudan el alma o al menos dejan verla un poquitín: la pantorrilla, o el inicio del escote.

Lo mismo dicen quienes le trataron de cerca, vamos a llamarles amigos, o conocidos de primera categoría: que Chaplin era un tipo con el que te partías la caja, siempre simpático, ocurrente, un clown de campeonato que se ligaba a las señoritas más guapas de la fiesta. Pero luego, en verdad, un hombre que no soltaba prenda -ni siquiera en su autobiografía, tan pedante como aburrida- y que cuando no estaba de cachondeo se volvía mohíno, o esquivo, o callado, siempre temeroso de que le descubrieran o de que le hicieran daño.

Porque nadie deja de ser el niño que fue, y Chaplin siempre fue el niño pobre de Londres; el hijo de la madre loca y del padre borracho; el huérfano sin estudios que salió adelante haciendo el payaso como nadie. El cómico que como Scarlett O'Hara juró no volver a pasar hambre jamás.




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El circo

🌟🌟🌟🌟

Viendo “El circo” he caído en la cuenta de que Charlot siempre se quedaba con la chica más guapa del ecosistema. Al menos al principio de la película, haciendo válido eso de que lo importante es hacerlas reír. Luego, por supuesto, aparecía un galán repeinado y con dinero que se la guindaba sin remedio: el tipo imbatible que al final pone los instintos en su sitio. Es ley de vida y Charlot solía aceptarlo con espíritu deportivo.

Lo incomprensible es lo del principio: que el vagabundo -suponemos que poco aseado y sin un solo centavo para invitar a la cena o a las copas- se quede con la damisela por muy simpático que sea, y por muchas cucamonas que le haga. Pero da igual: nos lo creemos, porque Chaplin lograba eso tan difícil que es la suspensión de la incredulidad. Los espectadores que vemos sus películas cien años después -¡cien años!- seguimos cayendo en sus trampas de ilusionista.

Charles Chaplin era un ególatra pagado de sí mismo. Leer su autobiografía es como leer la autobiografía del hijo de Jesucristo. Pero hay que reconocer que sabía de la vida. Podía jugar con los espectadores pero no se engañaba a sí mismo. Hay un poso de verdad misantrópica incluso en sus comedias más alocadas. Quizá por eso han pasado cien años como si hubieran pasado cien minutos. Su mensaje no ha caducado aunque naciera mudo y en blanco y negro. 

Supongo que su infancia en Londres le desengañó muy pronto de los cuentos de hadas y las tonterías de los románticos. Chaplin, que conoció la vida en crudo, se hizo socialista para remediarla y erotómano para disfrutarla. Me parece de puta madre, claro. Son las dos aspiraciones más altas en la vida. Él, además, gracias a su suerte y a su talento, consiguió ser un socialista sin apreturas y un erotómano sin hambrunas. Un millonario rijoso. Quién pudiera. La vida padre.




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Luces de la ciudad

🌟🌟🌟🌟🌟


Con el final de “Luces de la ciudad” siempre lloro aunque no quiera. Aunque me ponga machito y active los sistemas de seguridad. Con alguien a mi lado podría contenerme, resistirme, aunque siempre habrá un estrangulamiento en la garganta que me traicione, un suspirito cabrón, una lágrima furtiva que me dejará como un tonto sentimental. Pero cuando estoy solo mis sistemas defensivos se derrumban, colapsan ante la emoción incontenible, y al final, mientras me aclaro los ojos y me sorbo los mocos, me quedo en ese extraño limbo que es la vergüenza propia acompañada de un alivio. Qué estúpidos somos los hombres, o al menos algunos hombres.

Da igual que la película sea de 1931, que sea muda, que sea cursi... ¡Aplastemos a los prejuiciosos! Porque Chaplin, eso hay que reconocerlo, en las cosas del amor era un tipo empalagoso. En otros asuntos era una mosca cojonera, un gamberro urbano siempre a la gresca con los ricachones y con los policías que los protegen. Mi héroe... Su salvación eterna consiste en que cuando se ponía cursi no lo escondía, iba a pecho descubierto, y eso nunca produce rechazo en el espectador. Y así, cuando menos te lo esperas, en "Luces de la ciudad" ya estás tú mismo tontorrón, enganchado al melodrama, conteniendo las subidas y bajadas de la respiración, que amenazan con inundarte de fluidos salinos o azucarados. 

Es muy puñetera, “Luces de la ciudad”. No hay quien resista ese final. No sé si son ellos, o la puta música, o esa cara de Charlot de payaso universal... Resbalas una y otra vez en ese romanticismo de gominola. Solo cuando ya han pasado diez minutos -y ya has recogido la cocina, y te has lavado los dientes, y te dispones a dar el último paseo al perrete- comprendes que la exciega no va a caer enamorada de Charlot. Que no habrá happy end. Que esto es un drama del copón. Quizá él confunde el sexo con el amor, pero ella, desde luego, confunde el amor con el dinero. Un minuto antes de descubrir que el vagabundo era su verdadero benefactor, ella estaba burlándose de él a carcajada limpia. No es que sea una hija de puta: es el instinto. 




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Monsieur Verdoux

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Monsieur Verdoux es una adaptación muy libre de las malandanzas de Landru, el donjuán de viudas que las desposaba en flagrantes bigamias para luego asesinarlas y quedarse con sus bienes. La idea de llevar al cine su historia fue de Orson Welles, que hubiera hecho una película muy turbia y más siniestra. Pero por esas cosas que tenía el bueno Orson, la historia terminó en manos de Charles Chaplin, que decidió, obviamente, hacer una película de Charles Chaplin. Es decir: un poco de comedia de vodevil, un poco de tragedia con partitura propia, y un discurso final sobre los vicios malsanos de la humanidad. El cóctel habitual de sus largometrajes sonoros, que en Tiempos modernos o en El gran dictador le salieron de rechupete, pero que aquí -y es muy probable que sea una neura mía particular, o una mala tarde de primavera- no termina de funcionar.

    Hay algo confuso en el tratamiento de Monsieur Verdoux. Y no le hago un reproche moral a Charles Chaplin por frivolizar a su personaje convirtiéndolo en un clown. Ya presupongo que él no está del lado de Verdoux y sus impulsos homicidas, aunque al final de la película le dote de una dignidad irreprochable en la corte de justicia. Mi queja tiene que ver con el tono, con el estilo de la película. Con la fusión fallida entre la risa y la muerte. El humor que subraya los crímenes que se cometen en Fargo -por poner un ejemplo- es negro, socarrón, vitriólico, y no le quita ácido a lo que vemos. Más bien se lo añade, haciéndolo todavía más truculento. En cambio, las humoradas de Chaplin en Monsieur Verdoux se han quedado payasescas y muy poco procedentes. Crean una disonancia en la mente del espectador; o al menos en este espectador que no sabe muy bien a qué atenerse. La charlotada y el crimen no parecen maridar demasiado bien.




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El chico

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Charles Chaplin fue un hombre encantado de conocerse a sí mismo. Su autobiografía es un compendio exhaustivo de "yo hice", y "yo logré", y "yo fui recibido por grandes multitudes en el aeropuerto de tal". Chaplin era un genio autoconsciente de serlo, y esa reacción química produce una jactancia espumosa que está muy mal vista. Pero nosotros, los admiradores, hacemos como que no sabemos, como que nos da igual, y cada cierto tiempo revisamos sus obras maestras sin que nos importe mucho la hinchazón descomunal de su ego. Sólo muy de vez en cuando, para entenderlas mejor, revisamos los detalles de su biografía tan peculiar, borrascosa o radiante según los meteoros del momento, y para estas cosas vienen de perlas los extras de los DVDs, que a veces aportan datos que enriquecen la experiencia.


    El chico es una película extraña en la filmografía de Chaplin. Como un verso suelto. Hay algo muy personal en esa maravilla que ha surcado los mares del tiempo sin apenas mojarse, tan divertida y emotiva que llegas a olvidar que estás viendo una película silente. El análisis del aficionado se queda en la infancia desamparada del propio Chaplin, en aquellos barrios de miseria tan parecidos a los que Charlot patea en la película. En los extras del DVD, sin embargo, nos dan otra clave que ayuda a entender la singularidad de El chico. Chaplin, como todos sabemos, era un hombre orquesta que dirigía, producía, escribía el guión y componía la música. Y se reservaba siempre el papel principal. Dicen las malas lenguas que se quejaba continuamente de los actores y actrices que posaban para él. Si hubiera podido, los hubiera interpretado él solo a todos... En El chico, sin embargo, Chaplin comparte protagonismo con ese diablillo entrañable llamado Jackie Coogan. Y no parece importarle gran cosa. Es, quizá, la única vez en la que el ego descomunal de Chaplin ocupa sólo la mitad de la pantalla. Él adoraba a ese chaval, y permitió que le robara los planos más apetitosos. Contado así parece muy bonito, y muy profesional, pero uno sospecha que Chaplin se vio a sí mismo en ese niño prodigio que bailaba y actuaba con un desparpajo impropio. Como él mismo lo había hecho en su infancia londinense. 

Chaplin, en El chico, se desdobló en dos papeles: el adulto, para el hombre con bigote; y el niño, para la reminiscencia de su infancia. 




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