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Plácido

🌟🌟🌟🌟🌟


La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Furia española

🌟

En Furia española, Sebastián es un culé de toda la vida que asiste al milagro de Johan Cruyff en su primera temporada en el Barcelona. Corre la temporada 73/74 y hace catorce años que el Barça no gana un campeonato de Liga. El profeta venido de Holanda tiene el pelo largo, las piernas ligeras, el genio competitivo... Bajo su dirección, la orquesta del pueblo se convierte de pronto en la Filarmónica de Can Barça. Los peñistas que acuden al Camp Nou cada domingo no se pueden creer lo que están viendo, y andan como locos por el graderío, y por la vida. Una ola de optimismo invade los tres cuartos de ciudad que no pertenecen al R. C. D. Español. 

    Y Franco, además, quizá por el disgusto de ver a un Barça triunfante, inmune a los tejemanejes arbitrales, está en las últimas allá en Madrid. Gracias al desconcierto que reina en palacio, en la calle pueden verse minifaldas, y revistas Playboy, y señeras exhibidas en las alegrías, y es como si la Transición que está al caer la trajera el mismísimo Johan Cruyff con sus goles, y no el Borbón con sus discursos ininteligibles.

    Sebastián, que las ha visto de todos los colores en su asiento de socio, se siente tan reconciliado con la vida, que aun siendo bajito, bigotudo, de muy poco merecer, desprende un aura de optimismo que es capaz de seducir a Juliana, la guapa hija de su amigo, ninfómana para más señas: una chica de ensueño que lleva las bragas y el sujetador con los colores blaugrana para que el acto del amor sea también un acto de comunión en la militancia. Sebastíán, que antes iba a los burdeles del barrio chino a olvidar los fracasos futboleros, ahora es un hombre jovial que ha encontrado el amor estable y el título de Liga. 

    Pero Sebastián, quizá llevado por alguna exultancia postcoital, comete un error fatal que puede arruinar su vida recién conquistada: programar el día de su boda para el mes de mayo. Un error inverosímil, dramático, de pardillo que se inicia en esto del fútbol. Un aficionado de verdad, uno que no estuviera consumido por la ninfomanía de su mujer, jamás se pondría en el brete de elegir entre su propia boda y la celebración de un título de Liga en el estadio, rodeado de los colegas, de las banderas, del gozo gregario que sólo se produce un puñado de veces en la vida...



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Atraco a las 3

🌟🌟🌟🌟

Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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