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Sin tiempo para morir

🌟🌟🌟


Se lo he leído a un internauta, y es una explicación perfecta para el final de la saga: de la muerte de James Bond, quiero decir, por si usted no se había enterado. De la muerte física, de la fetén, de la del vivo al hoyo y el espectador pues bueno... a otro bollo, y no el lío de los Broccoli, de la muerte empresarial de la franquicia, que a saber qué se inventarán: saltarinas empoderadas, o maridos ejemplares, o poetas que resuelvan los bochinches con un libro en la mano y una flor en la solapa. Es el signo de los tiempos. El futuro difícil de cojones está, que hubiera dicho el maestro Yoda en la otra saga.

Da igual.  Inventen lo que inventen ya nada será lo mismo. James Bond era así y había que tomárselo como venía: un pichabrava, un chulo de barrio, un sueño de seductor para los mediocres del mundo, que éramos legión en las plateas y tomábamos notas mentales de sus recursos. Sus películas me agotaban, pero yo le adoraba. El frac impoluto, la mirada traviesa, la seguridad en sí mismo... Joder. Un Don Draper con licencia para matar. Mi hermano mayor, era James, mi referente vital. Mi icono pop de las paredes. James y sus habilidades, y sus mujerazas, y sus días siempre atareados, salvando al mundo, tan distintos a los míos.

 James Bond -decía ese internauta muy inteligente- sobrevivió a la caída del Imperio Británico, a la Guerra Fría, a la Guerra contra el Terror... Sorteó las limpiezas en el MI6, los cambios de gobierno, los reajustes presupuestarios. Por sortear, sorteó hasta las enfermedades de transmisión sexual, algunas mortales en su tiempo, cuando andaba de liana en liana y a picha descubierta. Así era él... Sin embargo, 007 no ha podido sobrevivir a la corrección política. Sobrevivió a las balas, a los misiles, a los hachazos, a las caídas desde el cielo... Pero le estamparon un hastag del MeToo en la frente y se lo cargaron justo cuando el pobre trataba de reinventarse. Ahora que se había enamorado, que había prometido fidelidad, que había engendrado incluso una hija más guapa que las pesetas, llegó el tsunami revisionista y se lo cargaron por machirulo y heteropatriarcal. No le dejaron tiempo ni para confesarse.





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True Detective. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Es opinión generalizada que el último episodio de True Detective, el que narra la resolución definitiva del caso, no está a la altura de los siete anteriores. Como un orgasmo muy anhelado que al final explotara con la pólvora algo mojada.

    Circulan varias teorías por los foros, y por las tertulias del café, pero la única cierta es que llegados a esas alturas del drama, después de haber navegado por los siete pantanos del Mal, ya nos daba un poco igual la identidad del asesino. Las buenas series policiacas -como las buenas novelas del género- no lo son porque su trama nos mantenga en vilo manejando pistas falsas y pistas verdaderas, sino porque en algún momento determinado la identidad del asesino se convierte en un mcguffin de los que hablaba Alfred Hitchcock. Lo que realmente nos cautiva es la personalidad del detective que se afana en las deducciones, un tipo que suele ser de inteligencia compleja, costumbres depresivas y comentarios vitriólicos.

    Los artefactos ingeniosos nos entretienen, nos causan admiración, pero al poco tiempo los olvidamos o los enredamos en la memoria con otros muy parecidos. Diez años después de leer Los hombres que amaban a las mujeres, poca gente recuerda ya el intringulís criminal de la novela, pero de Lisbeth Salander nos sabemos su biografía como si fuera una señorita habitual de las revistas de cotilleos. Yo leía las novelas de Pepe Carvalho por saber más de Pepe Carvalho, de su filosofía particular, del mismo modo que leía las novelas de Conan Doyle fascinado por la personalidad de Sherlock Holmes, o veía House, que era una serie de mierda, porque había un sabueso de enfermedades que cada vez que hablaba sentaba cátedra o me hacía reír. True Detective empieza con un crimen y termina con la detención del criminal, pero entremedias hay dos detectives que van dando bandazos en sus vidas personales, uno asceta y filósofo, y el otro pichabrava y terrenal. Son sus vidas en decadencia las que finalmente sostienen esta serie ejemplar. La crisis de la edad y de las certezas. La corrupción progresiva de sus sueños.





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Maniac

🌟🌟

Mientras veo los capítulos pares de la serie, me da por pensar que Maniac es una obra maestra inaccesible para las mentes menguadas, de kit básico como la mía, pero luego, en los impares, ya tengo la certeza de que Maniac es una tomadura de pelo que Netflix nos ha encalomado porque sale Emma Stone muy guapa y muy rubia. No hay término medio.

    Sea como sea, he llegado a los últimos capítulos de Maniac desfondado, con dolor de cabeza, sin entender casi nada de lo que me plantean. Casi enfadado conmigo mismo, la verdad, porque el olfato de perro viejo ya me advertía que aquí había gato encerrado, pajote mental, pelusilla en el ombligo de sus creadores. Pero Emma Stone, en efecto, reluce hermosa en el primer episodio, y con ese reclamo tan básico, tan simiesco, unido a mi orgullo de querer entender lo que me sobrepasa, o lo que solo es una broma sin sentido, me he ido enganchando como un panoli hasta llegar casi a la meta. 

    Y digo casi porque ni siquiera he visto terminar la serie:  he echado un ojo a los últimos minutos sólo por curiosidad malsana, por saber si al final todo era una fantasía del esquizo, o una pesadilla de la psico, o el último ronquido de Antonio Resines en el desenlace de Los Serrano. A ver si al final, por un casual, como remate humillante pero histórico, salían el tal Fukunaga y el tal Somerville de los cojones riéndose a mandíbula batiente del espectador, en un vídeo de factura casera, con gorritas de béisbol y tal, gracias por haber llegado hasta aquí, gilipollas, hemos ganado una apuesta gracias a ti y bla, bla, bla...

    También era posible que esto terminase en una mesa redonda de eminentes psiquiatras que nos desvelaran los simbolismos vistos en pantalla, con Emma Stone explicando su personaje, Jonah Hill mirándola arrobado, y gente entre el público con un micrófono que preguntase por las entretelas de las conexiones sinápticas en la fase beta del sueño y su correlación sinérgica con el diagnóstico diferencial de la esquizofrenia. Pero no. Nada de eso. Al final ha habido un The End muy convencional que sólo habrán entendido los enterados. Los que se tomaron muy en serio esta propuesta para nada convencional. Yo he fracasado en el intento. Que se joda el espectador medio, que dijo una vez David Simon. Y yo soy espectador medio, a mi pesar...



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Beasts of No Nation

🌟🌟🌟

Los había visto muchas veces en los telediarios, y en los documentales aterradores de La 2: niños que abultan menos que sus propios kalashnikovs y que vagan por las selvas africanas combatiendo en la facción desharrapada de cualquier guerra civil. Hoy los he vuelto a ver en Beasts of No Nation, que es una película sin aliños, sin cocciones, cruda hasta espantar a los espectadores más escrupulosos. 

    Niños como Agu, el protagonista a su pesar, que un día se levantan para ir al colegio y en el visto y no visto de un tiroteo se quedan sin maestros, sin padres, sin aldea en la que refugiarse, y son reclutados por una guerrilla que pasaba por allí a cambio de un cobijo y de un mendrugo de mandril. Les ponen un kalashnikov en bandolera, les sirven cocaína en polvo para el postre, luego les gritan que los tipos de la otra selva son unos antipatriotas y unos chorizos, unos violadores y unos asesinos, y los envían a la guerra para servir a un señor muy distinguido que vive muy lejos, en la gran ciudad, más antipatriota y chorizo que nadie. Y entre tiro y tiro, para hacerlos hombres de provecho y combatientes de pedernal, los obligan a violar mujeres y a ejecutar prisioneros en los descansos educativos de las refriegas.



    Y por debajo de ellos, en el subsuelo, moviendo los hilos y las codicias, el oro y el diamante, que son como la kriptonita que convierte a los seres humanos en bestias. O mejor dicho: que los devuelve a su estado natural de bestias. Sólo hay que rascar un poco la superficie para que Mad Max cabalgue de nuevo por los desiertos, o por las sabanas tropicales. Los occidentales hemos tenido la inmensa suerte de nacer sobre un subsuelo que nunca produjo gran cosa de valor: carbón, en las montañas lejanas, y petróleo, en los páramos tejanos o siberianos. Y poco más. Siempre que nosotros, o nuestros antepasados, necesitaron el metal precioso o el mineral indispensable, fuimos a robarlo a tierras muy lejanas donde además suele hacer mucho calor, y todo es como la pesadilla selvática de Apocalypse Now, o como las alucinaciones arenosas de Lawrence en Arabia. Habría que vernos a nosotros, los hombres del bienestar, viviendo sobre una montaña de riqueza que otra nación más poderosa quisiera arrebatarnos. 





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