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Ad Astra

🌟🌟🌟

Recuerdo a Carl Sagan, en la serie Cosmos, soñando con la existencia de vida extraterrestre. Se le ponía cara de bobo, de niño entusiasmado, con la posibilidad de establecer contacto con alguna civilización más inteligente que la nuestra, una liberada de las penurias de los instintos que nos marcara el camino del progreso y de las estrellas. Ad astra... Y yo, que era un niño de verdad, que le veía en la tele con las piernas colgando en el sofá, me dejaba llevar por su razonamiento científico -la ecuación de Drake que multiplicaba churras con merinas para dar casi con una certeza absoluta -y me preguntaba si tendría vida suficiente para ver ese acontecimiento algún día en el telediario: “En el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se ha recibido una señal de radio extraterrestre que dice ¡Hola!, buenos días, cómo anda el tiempo por ahí…”



    Han pasado cuarenta años desde entonces. A Carl Sagan se lo llevó un cáncer galopante poco después de alimentar nuestras fantasías, y de los extraterrestres bondadosos que él describió en Contact, la novela, todavía no hemos tenido noticia. De los malos tipo V o La Guerra de los Mundos tampoco, a Dios gracias. Mi salvapantallas de SETI@home aún no ha detectado ninguna señal de radio esperanzadora en su porción de cielo asignada, y los astrobiólogos actuales, que seguramente encontraron su vocación en la fe contagiosa de Carl Sagan, ahora viven resignados a encontrar bacterias miserables en el subsuelo de Marte, o en el recoveco de algún cometa congelado, que son biología, sí, exobiología de la hostia, pero que no satisfacen ningún sueño infantil de encontrarse cara a cara con E.T., o con Chewbacca, repostando el Halcón Milenario en alguna gasolinera de Campsa.

    Si Carl Sagan se levantara de su tumba para ver cómo anda el tema del contacto, se volvería a ella con un bostezo y nos dejaría el recado de resucitarle cuando tuviéramos noticias contrastadas. Pobre Carl Sagan… Y pobre de mí. La cosa no pinta nada bien. ¿Cuántos años me quedan para escuchar una señal de radio alienígena abriendo el telediario del mediodía: 20, 30…? Y encima viene James Gray, el plasta que dirige Ad Astra, a decirnos que el sueño verdadero es que no haya vida inteligente más allá de la Tierra, porque así los humanos nos concienciamos de que somos únicos y especiales, y afianzamos nuestros lazos, y hermanamos nuestro aliento, y demás paparruchas almibaradas. Si la única vida inteligente del universo -¡del Universo Entero y Verdadero!- es la nuestra, la del homo sapiens que va a comprar a la tienda de la esquina con su vehículo todoterreno, prefiero declararme apátrida, aplanétida, extrasolar… Irme con don Carl, de cañas galácticas, donde quiera que esté.



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Cosmos

🌟🌟🌟🌟🌟

Yo de niño quería ser astrónomo. Vivir en lo alto de una montaña, dos mil metros por encima del mundo y de los hombres, como Nietzsche soñaba vivir en Sils Maria. Yo quería estar en este mundo sin estar en él, como los monjes en el monasterio, o los fareros en el faro. Vivir más pendiente de las estrellas que de las personas, porque yo, de niño, a las personas ya las intuía desconcertantes y poco propicias. Yo quería ser astrónomo para vivir en el observatorio, encaramado al telescopio, entregado a la persecución de las trayectorias y los mundos. Yo, que antes había querido ser soldado inmortal, y futbolista de poca brega, y ayudante de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando conocí a Carl Sagan en la tele decidí que ése tipo era mi futuro, mi vocación, mi escapatoria feliz de la vida. Yo quería saber las mismas cosas que él, y explicarlas con el mismo entusiasmo pedagógico. Con él tuve la certeza, ya nunca desarraigada, de que los secretos del Universo son los únicos que importan, porque todos somos, en el fondo, Universo, átomos de estrellas que se recombinaron en nuestros cuerpos y que dentro de varios eones, cuando el sol se apague y la tierra se convierta en cenizas, regresarán al vacío interestelar para formar parte de algo nuevo. He aquí la verdadera reencarnación, y la verdadera promesa de un más allá.




    En los tiempos de Cosmos, nuestro televisor era en blanco y negro, y en él el espacio se veía gris y aburrido, y las galaxias blancas y monótonas. Pero me daba igual. En las enciclopedias del colegio recuperaba los colores que la tecnología catódica nos hurtaba, y así, repintado con Plastidecor, el universo era un mundo fascinante en el que yo deseaba perderme para encontrarme. Yo ya no quería salir a la naturaleza con Félix Rodríguez de la Fuente, con tanto bicho peligroso que andaba suelto, ni viajar a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, que sólo de pensarlo ya casi me mareaba, yo que potaba en todos los autocares cuando íbamos a Gijón en los veranos. No. Yo con diez años quería ser astrónomo, y con una convicción apabullante respondía a los adultos que se interesaban en mi porvenir. Pero hubo un día maldito en el que olvidé por completo mi cometido, y en la adolescencia estúpida perdí de vista el sueño de la astronomía, y erré el camino de la felicidad. Seguí un sendero tortuoso, improductivo, básicamente vacío, que me ha conducido hasta aquí, hasta este ordenador que es mi confesionario y mi pañuelo de lágrimas. Cada vez que vuelvo a ver Cosmos ya no veo a Carl Sagan didáctico y vehemente, sino el reflejo, fantasmal, de un tipo fondón y triste que ya no tiene perdón ni remedio. 


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La historia del cine: una odisea. (II)

🌟🌟🌟🌟

Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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