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Ana, mon amour

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Ana y Toma son dos universitarios rumanos que todavía no se conocen bíblicamente. En la primera escena ellos hablan y hablan sobre la filosofía de Nietzsche mientras al otro lado del tabique, en el piso contiguo, los vecinos de Toma echan el polvo del siglo ajenos a la cuestión de si el Superhombre anunciado por Zaratustra está relacionado con el ario nazi que echaba gas Zyklon en el tejadillo de las duchas. Ana y Toma preferirían abandonar la cháchara improductiva sobre Nietzsche y su hermana Elizabeth -que sólo es un pavoneo intelectual, un matarratos de mesa de cafetería- y lanzarse directamente al beso en la yugular, al manoseo en los genitales, y emular a esos vecinos que jamás desfallecen y gritan pletóricamente sus orgasmos. Pero Ana y Toma se tienen a sí mismos por seres intelectuales, educados, de amplias y variadas lecturas, y antes de desnudarse y de descubrirse monos al fin y al cabo, prefieren fingir durante varias citas que pertenecen a una estirpe superior que se bajó del árbol para buscar una librería abierta en mitad de la sabana.




    Ana y Toma, como puede deducirse fácilmente, son dos románticos incurables. Carne de tragedia. No tardarán mucho en follar, claro está, porque son jóvenes y atractivos, y pertenecen a esa muchachada moderna que ya no se anda con gilipolleces ni con crucifijos sobre la cama. Pero incluso sus primeros polvos ya vaticinan que algo no va a salir bien. Se follan con demasiada desesperación, con demasiado dramatismo. Como si siempre fuera la última vez. Nada que ver con la alegría bonóbica de suss vecinos tan sandungueros. Ana sufre algo así como un trastorno bipolar, como un quiero y no puedo de la vida, y en su desorientación ha encontrado un faro llamado Toma que siempre le indica dónde está la tierra firme. En la cama se agarra a él y a su verga con la desesperación de una náufraga a punto de ahogarse. Toma, por su parte, siente la imperiosa necesidad de ser necesitado, y alguna parte de su cerebro confunde este apremio del orgullo con el amor. Así que él también, en el navegar del lecho, se agarra a Ana como si ella fuera una tabla de salvación en mitad de la tormenta.

    Luego, en la película, pasan los años, se caen los cabellos, nacen los hijos, llegan los rencores… y aparecen los psicoanalistas que tratan de explicarles todo esto que yo les cuento. Todo muy interesante y aburrido al mismo tiempo. Necesario y plomizo, como un día de lluvia en Bucarest.


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Madre e hijo

🌟🌟🌟🌟

Para los ricos, lo mismo en Rumanía que en España, los policías son unos Vigilantes del Muro que los defienden de los pobres, de los desharrapados, de los perroflautas que aún sueñan con el comunismo que expropiará las piscinas y los chalets, los yates y los coches deportivos. La policía, básicamente, está para repartir hostias a los manifestantes, proteger al señor cura en la Semana Santa, y meter en chirona a los que venden marihuana en los garitos. 

    El problema es que a veces, por afán de notoriedad, o por dar de comer al periodismo amarillo, la policía la toma con los ricos por un quítame allá esas pajas. En vez de perseguir al mal verdadero que acecha en cada balcón con la bandera republicana, la pasma muerde la mano que le da de comer y se pone a investigar cuentas millonarias en Suiza, o calca multas por matar a ciervos de Podemos fuera de temporada. O enchirona, por ejemplo, como sucede en esta película rumana Madre e hijo, a un pijo de Bucarest que yendo a toda hostia por la carretera -como iban Los Ilegales- atropella al hijo de una familia medio gitana y pobretona que vive en los arrabales.

    La madre del encausado se llama Cornelia, y eso ya anuncia una tragedia romana de mucho dramatismo y mucho clasicismo, con el viejo argumento de la madre castradora, el hijo apijotado y la nuera que trata de malmeterlo contra la suegra. Dos mil años nos contemplan, y lo que te rondaré morena. Cornelia pertenece a la burguesía más selecta de Bucarest, ésa que cambió el comunismo por el esclavismo empresarial en un abrir y cerrar de ojos, y no va a consentir que dos policías de mierda se equivoquen tan gravemente de víctima. Aquí el delincuente no es su hijo por haber matado al chaval, sino el chaval mismo, quien cruzando por donde no debía destrozó la carrocería del buga que es fruto del trabajo y del espíritu emprendedor. Sempiterna en su abrigo de pieles y en su joyería de oro, la señora Cornelia llamará uno por uno a los altos gerifaltes de la administración para que hagan justicia en este caso, y la policía vuelva al orden, y la familia del muerto al respeto. Y Rumanía al neofeudalismo.


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