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Vida oculta

🌟🌟

Ver Vida oculta es como estar con una supermodelo sin luces, o con un supermodelo sin estudios: fascinante, en lo visual, pero decepcionante, cuando abre la boca. Vida oculta eleva a tres horas de duración una historia que no da para más de hora y media, con todo lo que hay que ver por ahí, en el cine, y en la vida, y en el mundial de billar, que ya comenzó en otro canal.

    Franz Jägerstätter -que vivía en el paraíso terrenal de las montañas de Austria, con su esposa y sus tres hijas, en el mismo pueblo donde Heidi jugaba con Pedro y Julie Andrews cantaba al sol de la mañana- es reclutado por la Werhmacht para combatir en la II Guerra Mundial, él se niega, se declara objetor de conciencia, le dicen que bueno, que se aliste al menos para ayudar en los hospitales, o en las fábricas de armamento, él insiste en no prestar juramento al Führer y al final, claro, le cortan la cabeza en una prisión grimosa de Berlín, con la guillotina que uno pensaba de uso exclusivo de los franceses.



    Vida oculta es sota, caballo y rey: planteamiento, desafío, desenlace. Hora y media, lo dicho. Pero la película, claro, es de Terrence Malick, y aunque siempre prometemos que la próxima vez vendremos con el alma limpia, la paciencia reforzada y el culo pinchado con tranquilizantes, hay un momento en el que invariablemente, porque somos humanos y limitados, el alma se enturbia, la paciencia se desfonda, y el culo busca excusas para levantarse, pasear, aplazar la función hasta encontrar un rato más fecundo de la atención.

    La otra cosa muy cuestionable de Vida oculta es la santidad de su personaje. Mejor dicho, de su beatitud, que de momento es el grado de pureza que le ha concedido el Vaticano. Malick nos presenta a Franz Jägerstätter casi como un espíritu puro, como un Jesús en el Anschluss del III Reich. Un ejemplo a seguir. En fin… Mientras Malick le adora, su mujer le aplaude, y el público católico le pone velas a ver si cae una Quiniela, o una Primitiva, yo, en mi sofá, no termino de tragar al personaje. Cuando se es padre de tres niñas pequeñas, el primer deber biológico y hasta divino es sobrevivir. Franz sólo tiene que hacer un juramento en falso, contradicho por su corazón. Dios sabe de qué va la vaina, y comprenderá. Pero ni aún así. Su virtud se convierte en empecinamiento; su ejemplo, en calcificación. Su pequeñez, en un ego tan grande como las montañas.




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The Party

🌟🌟🌟

The Party es una película que trata sobre la infidelidad: la consumada, la planeada, la que todavía no ha encontrado sustituto o sustituta. La infidelidad DEFCON 1, podríamos decir, la DEFCON 2… En realidad, todas las películas tratan sobre la infidelidad y no sobre el amor. Porque el amor es algo aburrido, sin conflicto, muy poco noticiable si le ponemos una cámara delante, como un arrumaco de los participantes en Gran Herrmano, íntimo, insulso, de un cotidiano que asusta. Sólo la posibilidad de perderlo, o de reencontrarlo, o de patear el culo de quien nos lo arrebató, alienta los dramas y las sátiras.


    The Party es una reunión de amigos que muy pronto dejarán de serlo. O que ya no lo eran, en verdad, y sólo fingían la amistad hasta dar con el cabronazo que se acostaba con mengana, o con la cabronaza que se acostaba con mengano. O que se lo estaba pensando e iniciaba los juegos preliminares... Unos amigos muy progres del ala menos progre del Partido Laborista que se reúnen en casa de la próxima ministra a desconchar el champán y escrutarse con la mirada. Viejos guerreros y vetustas guerreras que lucharon contra la Thatcher en los tiempos de las cargas policiales y los adoquines que volaban. Y eso, como se sabe, une para siempre, en lo afectivo, y a veces, también, en lo sexual. Enredos inextricables que los años y las décadas no terminan de dilucidar. 

    En The Party se respira un ambiente malsano cuando cesan las cortesías y los parabienes. Los silencios son incómodos. Una peste a engaño sale de la cocina mezclada con el humo del guiso arruinado. Como una versión light de la novela de Agatha Christie: siete negritos y negritas han sido confinados en la fiesta para que les vayan saliendo los cuernos de uno en uno.





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R.A.F. Facción del Ejército Rojo

🌟🌟🌟🌟

El personaje más interesante de la Fracción del Ejército Rojo es sin duda Ulrike Meinhof. Sus compañeros de armas, los fundadores del grupo terrorista, eran unos guerrilleros vocacionales, casi diría que genéticos, que tomaron las armas sin pensárselo dos veces. Ya les conocemos de otras películas y de otras movidas. Los actores están muy bien escogidos porque ya tienen algo de partisanos en el gesto hosco y en la mirada desafiante. Su expresión resuelta está más allá de la democracia de las urnas, de la pintada callejera, de la soflama en las octavillas. Son hombres y mujeres de acción. Unos rojos muy combativos que sólo esperaban el chispazo de una reyerta para entrar en combustión, y que la encontraron en 1967, en el asesinato de un manifestante que protestaba contra la visita del Sah de Persia. El grupo primigenio de Baader y Esslin cogió el petate, se echó al monte simbólico de Alemania –pues quitando los Alpes de Baviera hay poca orografía donde esconderse- y empezó su campaña contra todo lo que oliera a presencia norteamericana, a juez encastillado, a empresario con sombrero de copa y puro de Montecristo.

    Pero Ulrike Meinhof, al menos en teoría, estaba hecha de otra pasta. Ella era una persona “respetable”, madre de dos hijas, y periodista de prestigio. Roja, muy roja, pero de prestigio. Tanto, que hoy solo podría escribir en alguna gacetilla perdida de internet, sujeta a la amenaza continua de la fiscalía, y de la policía. Pero en aquellos tiempos -más libres y democráticos que los de ahora- Ulrike sí podía escribir artículos incendiarios, protestones, provocativos incluso, como los que ahora perpetra Jiménez Losantos al otro lado de las trincheras. Ulrike era imprescindible en la refriega de las ideas, en la esgrima de las razones. En esas labores de inteligencia que son necesarias para ganar cualquier guerra de las importantes. 

Ulrike no necesitaba un kalashnikov para ser partícipe de la movida, pero le pudo el ideal romántico, como al Che Guevara. O quizá sintió un prurito de vergüenza al ver cómo otros tomaban las armas mientras ella se parapetaba tras la máquina de escribir. Pero las máquinas de escribir también son necesarias para derrotar al enemigo de clase. Lo sabían bien los primeros bolcheviques, y antes que ellos, los primeros marxistas. Ulrike equivocó el camino, subestimó su papel, y murió, o la mataron, donde menos falta nos hacía.





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