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El protegido

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“El protegido” parece una película sobre la forja y el autodescubrimiento de un superhéroe. Pero en el fondo es una película sobre aquella campana de Gauss que estudiábamos en el BUP. La película de Shyamalan podría incluirse en un ciclo titulado “Cine y matemáticas” organizado por la Universidad de León, compartiendo cartel con “Una mente maravillosa”, “La soledad de los números primos” y “π”, aquella locura de Aronofsky sobre la cábala judía . 

La campana de Gauss viene a decir que si usted figura en el extremo de una estadística, hay alguien, por cojones, que figura en el otro extremo para compensar. Si el esqueleto de Bruce Willis aguanta el choque de un tren, el de Samuel L. Jackson se quiebra con una brisa de primavera. Es una idea inquietante y poderosa. Desde que vi la película no paro de pensar en cómo serán mis polos opuestos, mis reversos positivos o negativos. Mis antipartículas exactas, que garantizan el equilibrio cuántico en el Universo. Si yo soy un positrón de virtud, él, o ella, viva donde viva, es el electrón que me anula con su pecado. Y viceversa. 

Si yo voto a la extrema izquierda, hay alguien que compensa mi voto confiando en Díaz Ayuso. Pero esto es solo el ejemplo más simplón... José María Arzak existe porque yo no sé freír un huevo frito sin dejar un resto de cáscara en la yema, que además se me desparrama por la sartén. Por no hablar de cómo queda la encimera de perdida con las salpicaduras... Alexander Skarsgard vino al mundo para follarse lo que yo nunca me follaré, y Drazen Petrovic se hizo baloncestista para meter las canastas que yo nunca metía ni bajo del aro. Magnus Carlsen, por poner otro ejemplo, emergió de una fluctuación en el vacío para clavar los movimientos de ajedrez que en mis dedos solo son mareos de perdiz. 

Sin embargo, en el otro lado de la campana, existe un funcionario absentista que coge todas las gripes que yo nunca cojo; un cafre medioambiental que no recicla los desperdicios de su vida miserable; un desalmado que abandonó a su perro justo cuando yo adoptaba a mi Eddie. Un tipo, también, que dobla mi media nacional para equilibrar la existencia de algún micropene entristecido.









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El sexto sentido

🌟🌟🌟🌟🌟

Los fantasmas existen. Tenía razón el niño Haley Joel. Yo los negué durante treinta años, en la edad de la razón, riéndome de los crédulos, pero con el tiempo tuve que asumirlos como ciertos. 

Sin embargo, en la infancia, educado por los curas y nunca desmentido por los padres, yo creía a pies juntillas en el mundo sobrenatural, aunque no exactamente en la fauna espiritual que describía el catecismo. Aunque éramos un poco lerdos y nos daban mucho la matraca, nosotros ya sospechábamos que los ángeles custodios eran paparruchas que daban el cante como un mal efecto especial. Pero intuíamos que había otras metafísicas a nuestro alrededor, casi científicas, y que la membrana que nos separaba de ellas no siempre era opaca e impermeable: energías, presencias, seres informes que a veces decidían manifestarse... Así viví hasta la adolescencia, buscando psicofonías, jugando con las tablas Ouija, en un realismo mágico como de novela de García Márquez, hasta que llegaron las lecturas serias y las rebeldías contra todo lo aprendido, incluidas las del Más Allá.

El sexto sentido es, junto al sentido común, y al sentido arácnido de Peter Parker, el menos común de todos los sentidos. Pero también es verdad que se va afilando con la edad.  Viendo películas aprendimos que los muertos no se van a ningún sitio, sino que se quedan en casita, con nosotros, aunque atrapados en otra dimensión que a veces se solapa. Ahora doy fe de que he visto a estos fantasmas, y de que he tratado con ellos. En los primeros encuentros tuve miedo de estar loco, o de volverme católico, o de confundir a un muerto con un vivo en la tiniebla de las dioptrías. Pero con el tiempo les he ido cogiendo confianza, y al igual que Haley Joel en la película he aprendido a escucharles y a hacerles las  preguntas correctas, y me tomo el vaso de leche en su compañía. 

Treinta años después de mi apostasía, más cerca ya de la nada futura que de la nada primera, he ido aceptando a los fantasmas como habitantes extraños de mi vida. No dan miedo ni repelús. Si acaso un poquito de pena, y un algo de frío.






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Jungla de cristal

🌟🌟🌟🌟


Regresé a “Jungla de cristal” porque en el podcast de los pollaviejas la pusieron en un pedestal y me abrieron unas ganas locas de revisar. ¡Yipi ka yei, motherfuckers! Muchas gracias.

Justo ese día -la casualidad- leí en una revista que cuando los herederos de Ingmar Bergman entraron en su mansión de la isla de Farö, descubrieron, entre su videoteca kilométrica y surtidísima, varias copias de la película de McTiernan: versiones extranjeras, y dobladas, y subtituladas. De todo un poco. El que fuera maestro de la introspección y del diálogo congelado, de los tiempos muertos tan largos como los inviernos en Escandinavia, era el admirador secreto de una película que en realidad no es más que una ensalada de tiros. Un western puesto en vertical que cuenta con un argumento tan fino como el pubis de muchas de sus examantes, que eran las meritorias de sus películas, o las actrices de su teatro, porque el señor Bergman era un poco como el marqués de Leguineche, insaciable y rijoso. Rijösö, en su idioma vernáculo.

Ensalada de tiros, he dicho, que es “Jungla de cristal”, pero una ensalada completa y nutritiva que no se puede rodar mejor. Un guion redondo que cuenta el desafío entre un atracador con carisma y un vaquero que acude al rescate. Rickman y Willis. Los demás -los rehenes, los policías merluzos, los reporteros más dicharacheros de Barrio Sésamo- sólo son la guarnición de estos dos filetes enfrentados a cara de perro, y a punta de metralleta. El superhéroe en camiseta imperio y el villano en traje de ejecutivo de Wall Street. Pura moda ochentera. Abanderado contra Emidio Gucci. Decía Paco Fox en el podcast de los pollaviejas que la película es tan buena que hasta el doblaje merece la pena y al final te quedas con él. Te pierdes los acentos de Rickman, eso sí, que al parecer pasaba del alemán comunista al inglés de California con una facilidad abrumadora, siendo él más londinense que el Big Ben. Pero ganas a Ramón Langa diciendo “Yipi kai yei” con su voz cavernosa de Varón Dandy, que no tiene ni punto de comparación con la voz más bien escuálida y decepcionante del policía McClane. Un trasvase poco común de testosterona.


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Cita a ciegas

🌟🌟🌟


En los tiempos medievales, cuando ligabas por internet, lo único que te enseñaban antes de la primera cita era un retrato de la susodicha, o del susodicho, que había que traer a caballo desde muy lejos. Casi salía más caro el viaje que el encargo, y por eso solo los príncipes, y las princesas, se permitían tales dispendios prenupciales. De todos modos, el retrato nunca era de fiar, porque dependía de la pericia del pintor, y de su integridad profesional, y al final siempre llegabas a la cita lleno de dudas, a ciegas, como en la película, sin saber muy bien qué ibas a encontrarte cuando él se quitara el yelmo, o ella descendiera de la carroza.

Luego las ciencias adelantaron que fue una barbaridad, pero en realidad, en 1987, cuando Blake Edwards rodó “Cita a ciegas”, había que seguir confiando en una foto de encargo para saber si la mujer iba a dejarte patidifuso, o el hombre subyugada. Si el amigo no traía una foto en su cartera nunca acababas de confiar en lo que te decía: que es majísima, que es guapísima, que ya verás, que yo no te miento...  Es lo que le pasa a Bruce Willis durante el primer cuarto de hora de película, que así, a pelo, sin Tinder, ni Meetic, ni otras apps del ligoteo, se presenta a la cita pensando que le están engañando como a un bobo, y que allí, arreglándose tras la puerta del baño, no le espera una mujer como Kim Basinger, sino una como Basinger Kim, némesis de su belleza.

En el siglo XXI ya todos somos humanos con apps en el bolsillo, pero en este asunto capital (quizá el más capital de todos, pues te juegas la descendencia o la soledad) seguimos presentándonos en la cafetería igual de dubitativos  Las primeras citas son tan ciegas y aleatorias como cuando entroncaban los Borbones con los Austrias, o los Windsor con los Saboya. Nada es seguro. La foto de la que caíste enamorado, o enamorada, puede ser de otra persona; puede ser viejísima; puede estar manipulada; puede ser incluso de una hija...  A mí ya me ha pasado de todo.





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Huérfanos de Brooklyn

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Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



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Moonrise Kingdom

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Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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Planet Terror

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Del mismo modo que casi no percibimos cómo crecen nuestros hijos porque los vemos día tras día, también nos cuesta reconocer los cambios sociales hasta que vemos una película de hace años, o recuperamos un viejo programa en la televisión, y comprendemos que en realidad, en términos evolutivos, las cosas están mejorando a una velocidad acelerada. No, por supuesto, en el terreno económico, ahora que ya no hay izquierdas ni derechas, sino empleadores y empleados, como toda la vida de Dios, pero sí en el terreno de los derechos y las tolerancias. De las igualdades que no pretenden tocarles ni un solo duro a los ricos, que son las únicas permitidas para un debate serio y fructífero.


    Abrimos los periódicos -viejuna expresión, porque ya nadie “abre” un periódico en realidad- y al leer las páginas de sociedad nos indignamos mucho con la discriminación que siguen sufriendo las mujeres, y los homosexuales, y los sudsaharianos que sobreviven como pueden... Nos parece que nadie hace nada, que nada se mueve, que existe un statu quo que los malvados que habitan en las sombras nunca van a romper. Pero no es cierto. O, al menos, no del todo. Aun queda mucho hijoputa suelto por ahí, es verdad, pero también hay gente que trabaja, que se moja, que va moviendo los pedruscos a pequeños empujones para que las carreteras se despejen. Manifestaciones y proclamas, colectivos y valientes.

    A lo mejor es una chorrada esto que voy a decir, pero hace diez años, sólo diez años, que es como quien dice anteayer para muchas cosas, ver a una mujer como Rose McGowan disparando a los malotes con su ametralladora incrustada en la pierna, todavía producía cierta... perplejidad. Como si de algún modo le hubiera “robado” el papel al maromo protagonista. Y eso que ya habíamos conocido a otras women with guns con mucha mala hostia y mucha destreza con el gatillo, desde la princesa Leia a la teniente Ripley pasando por Sarah Connor en Terminator 2. Pero ellas eran, ciertamente, habas contadas, rara avis, en el lejano año de 2007. 

En las películas de estos últimos diez años, además de salir muchas más mujeres haciendo de personajes influyentes -políticas de altos vuelos, o ejecutivas de grandes empresas- también hemos visto a muchas más pistoleras empuñando las armas mortíferas que buscaban la justicia y la venganza. Que está muy mal, si abogamos por la no violencia, pero que está muy bien, si hablamos de que ellas también saben defenderse a tiro limpio.





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Doce monos

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Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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Looper

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Looper es una película de ciencia-ficción sobre hombres que son enviados al pasado para que su yo más joven los asesine a cambio de ganar un pastizal. Looper es un galimatías de líneas temporales, de paradojas existenciales, que un espectador atento puede seguir si no se hace demasiadas preguntas. Hay que estrangularlas nada más nacer para que Looper, que es una película entretenida en la que además sale Emily Blunt partiendo corazones por la mitad, se deslice limpiamente hacia su trágico e inevitable final. El mismo personaje de Bruce Willis, en su primer encuentro con su yo más joven, se ordena a sí mismo, tajantemente, que no haga preguntas:

- No quiero hablar de putos viajes en el tiempo. Porque si nos liamos a hacerlo estaremos todo el día haciendo diagramas y te juro que es un coñazo. Así que olvídalo.


    A mí, sin embargo, lo que más me fascina de Looper son los poderes telequinésicos de  sus personajes. En el futuro, una minoría de seres humanos desarrollará una mutación que los capacitará para mover objetos con la mente, y eso los volverá tremendamente poderosos para dirigir los cotarros y atraer las sexualidades. La telequinesia es el superpoder que yo me compraría de venderse en las tiendas, el que yo me implantaría si pudiera acceder a la terapia genética en el Centro de Salud. Otros amigos míos, en las tertulias absurdas, se decantan por la visión de rayos X, o por el don de la invisibilidad, siempre pensando en guarrerías. Yo prefiero mover objetos con la mente y hacer pequeñas jugarretas a los que me caen mal; tremendas putadas a las personas que odio desde las vísceras. Delinquir de otra maneera. Sería el puto amo del barrio, un mafioso de gafas de pasta y cara de poco espabilado que esconde un pequeño demonio dentro de la cabeza 



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