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Vengadores: Endgame

🌟🌟🌟

En esta realidad nuestra de los no-comics, los expertos del cambio climático reclaman medidas globales para protegernos contra la venganza de la Tierra. Tony Stark, en la realidad de las películas, reclama que los gobiernos construyan escudos energéticos para protegernos contra la venganza del Espacio.



    Es un paralelismo preventivo que se me ocurrió mientras veía “Vengadores: Endgame”, sobre todo en los ratos muertos de los puñetazos muy aburridos. En el mundo ficticio de Los Vengadores, todo el mundo vio por la tele cómo los extraterrestres destrozaban y asesinaban por doquier, pero luego, a la hora de la verdad, nadie quiere pagar los impuestos necesarios para protegerse de su invasión, y nadie quiere recaudarlos para no perder la simpatía del elector. Sucede como en aquel episodio de Los Simpson, en el que un oso aterrorizaba a la población de Springfield, el alcalde proponía una subida de impuestos para crear una brigada antiosera, y la gente terminaba prefiriendo convivir con el miedo a soltar los dólares del bolsillo. Y allá que iba Homer, a detener la amenaza…

    Las ficciones de Los Vengadores y de Los Simpson las escriben, por supuesto, gentes muy avispadas que viven a este lado doliente de la realidad. Todos vimos en los telediarios otras pandemias asiáticas que amenazaban la visita de ésta, su hermana mayor. Y todos seguimos viendo el trastorno climático que ha convertido las estaciones en sólo una retórica de los poetas. Y aun así, permanecemos casi todos de brazos cruzados, pasándole la patata caliente a la siguiente generación. En diciembre vino Greta Thunberg a sacudir nuestras conciencias. Fue apenas un cachete, en comparación con el asesinato en masa que perpetró el coronavirus sólo dos meses después. Son los avisos del planeta... El mundo se ha llenado de superhéroes que trabajan en los hospitales y en las cajas de los supermercados. Trabajan a posteriori, bajo las balas, en el campo de batalla. Son, ay, vengadores, como los de la película, pero no preventores, que es lo que Tony Stark  también predicaba en el desierto.



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El castillo de cristal

🌟🌟🌟

Alguien dijo una vez –en una película, seguramente, que son las únicas sentencias que recuerdo con fidelidad- que si recuerdas tu infancia como una época feliz es que te estás haciendo mayor, y que la distancia endulza lo que seguramente no fue para tanto.

    En su novela El castillo de cristal, la escritora Jennifer Walls intenta mantener la objetividad y la calma. Contener los caballos nostálgicos que se desbocan. Narrar lo bueno y lo malo de su niñez. Lo provechoso y lo dañino. Lo entrañable y lo pesadillesco. Pero al final le puede el romanticismo, o la ñoñería. Porque vista con cierta objetividad, la infancia de Jennifer Walls –y la de sus pobres hermanos y hermanas- es una desgracia difícil de idealizar. 

Un padre tan inteligente como zumbado, tan maniaco como depresivo, arrastra a su familia por los andurriales de Estados Unidos a bordo de una tartana, viviendo a salto de mata, a la buena de Dios, en campos y moteles, poblachos del desierto y ciudades de mala muerte. Un canto muy loco a la libertad del individuo. Un empecinado me cago en el sistema educativo, en la administración pública, en el entramado de valores...  Un grito anarquista que tendría su enjundia, su valor, su aplauso del respetable incluso, si este fulano al que da vida Woody Harrelson fuera el Captain Fantastic al que daba vida Viggo Mortensen en la otra película, porque éste era un socialista libertario con dos dedos de frente y un libro lleno de buenos consejos para sus hijos. 

    Pero quedan, claro, para la Jennifer Walls que recuerda, las noches al raso contemplando las estrellas. Las aventuras locas en la naturaleza salvaje. Ciertos momentos de cariño loco. Queda el castillo de cristal que la familia Walls finalmente nunca construyó, como símbolo de los sueños que nunca se cumplieron.  Y con ese puñado de buenos recuerdos, que florecen incluso en las infancias más ásperas y desgraciadas, la autobiografía de Jennifer Walls cocina un pastel amargo por dentro pero muy dulce por fuera. Un tostón que se hace masa en la boca e indigestión en el estómago. Todo en El castillo de cristal es tan intenso como poco emocionante; tan correcto como infumable. Tan prometedor como fallido.




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La habitación

🌟🌟🌟

Ya he confesado varias veces en este blog que en la intimidad de mi habitación, a resguardo de la gente, soy un llorón de mucho cuidado cuando la película me pilla por los lagrimales. Al principio, cuando siento el palpitar, un ejército de castores construye un dique para contener las lágrimas, con troncos y ramitas, hasta que al final, impepinablemente, todo se desborda y me pongo perdidas las mejillas, y los cristales de las gafas, que da mucha grima verlas, y ver a través de ellas. Qué tendrán las lágrimas que al secarse dejan en el vidrio esos churretones como de semen.

     Las mujeres, porque son una especie muy rara, y todavía están sin explicar por los científicos, a veces se sientan en el sofá con la intención de poner una película "para llorar", y se acomodan con los kleenex a mano, y las piernas recogidas en un abrazo. Ellas son así: sufridoras de vocación. Los hombres, en cambio, siempre lloramos por sorpresa, en películas que al principio podemos intuir tristes, o difíciles de encarar, pero que confiamos en superar con nuestra masculinidad velluda y musculosa. Quizá por eso nos ponemos así de perdidos, porque nunca tomamos medidas preventivas, y luego nos restregamos las lágrimas y el moco, y la misma vergüenza de haber llorado, mientras que ellas, solventada la suciedad, se ponen tan guapas con los gimoteos, tan tiernas y sonrosadas.


    La habitación, que es la película que hoy me ocupa, es una película hecha con la mala intención de hacernos llorar, a hombres y mujeres por igual. La historia de esta madre secuesrtrada no debería dejar un ojo seco en butacas y sofás. Y sin embargo, yo he resistido. Y no por vergüenza, sino porque me molesta, sobremanera, que quieran hacerme llorar. Yo sólo lloro desprevenido, con la guardia baja, en debilidades muy particulares. La habitación, vaya por delante, es una bonita película, emotiva, primorosa, con una actriz de tronío, Brie Larson, que en este blog ya quedó como santa de obligada devoción tras su papel en Las vidas de Grace. Pero La habitación tiene músicas tramposas, y trucos sucios, y a veces -perdónenme la indecencia- uno siente la mano del director metiéndose por mi culo, queriendo manejar mis reacciones como un ventrílocuo con su muñeco. Una colonoscopia que me incomoda y que me predispone a la rebeldía. 

    Y aún así, al final,  una lagrimita furtiva se me escapa de la voluntad y resbala suave por la mejilla, sin tocar cristal de gafa, eso sí. Menos mal.




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