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Los Roper. Temporada 1

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Los Roper es una comedia triste. Por debajo de los chistes fáciles y los chistes ácidos -porque todavía hay alguno que arranca la carcajada y aguanta con dignidad cuarenta años de erosión- está el matrimonio Roper, que es la enciclopedia ilustrada de los matrimonios infelices y fracasados. Los Roper ya no follan -si es que follaron alguna vez-, ya no salen a cenar, ya no sueñan con viajar a Mallorca cuando llega el verano. La mera idea de tener que untarse de crema recíprocamente les espeluzna. Los Roper, al menos, no se pegan, no se gritan, no se lanzan trastos a la cabeza, pero toda su jornada transcurre en un odio continuo y soterrado. Hace ya mucho tiempo que no se soportan, quizá desde que regresaron de su luna de miel en Blackpool, o en Bournemouth, algún sitio así, pero se han acostumbrado a la presencia del otro como el que se hace a un sofá que no eligió, o a un paisaje que le arruinaron tras la ventana.  

    La vida es así, piensan, y además ya se ven muy mayores para salir otra vez al mercado, a reverdecer los laureles del amor. Mildred todavía hace sus amagos adúlteros, sus intentonas más bien infantiles, porque aún le hierve la sangre por dentro, pero George es como un amigo que yo tengo, que sólo por no desvestirse, no sudar y no tener que volver a vestirse, prefiere que el pene se le marchite en la bragueta mientras mira la televisión o juega a los dardos en el pub.

    Yo era muy pequeño cuando veía Los Roper en la televisión. Era la época de las comedias clásicas de la Thames, aquella productora de la cortinilla inolvidable, con el río Támesis y los edificios emblemáticos de Londres que se reflejaban. Yo era más de Benny Hill, por supuesto, porque la cerdicolez ya me bullía en los cromosomas, y porque, además, yo ya tenía la intuición de que la vida no iba a ser mucho más que eso: hombres que deseaban mujeres, y mujeres que los espantaban como moscas. Yo,  a los Roper, siempre los veía a medio entender, a medio sonreír, demasiado adultos y alejados. Me descojonaba, eso sí, con lo de “¡Yoooorss...!”, como sigo haciendo ahora. Y sin embargo, mi realidad cotidiana estaba plagada de matrimonios como el suyo, algunos casi clavados, que yo no sabía diagnosticar porque pensaba que la vida real y la vida de la tele eran dos mundos ajenos separados por un cristal.





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Los Roper

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Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas. 

            Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...



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