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Al filo del mañana

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Quién tuviera, ay, el poder de volver atrás en el tiempo, una y otra vez, hasta deshacer el error que nos condenó. Dormirse tras la jornada aciaga y despertar de nuevo en el mismo día, sin avanzar ni un minuto en el calendario. Como hace Tom Cruise en la película cada vez que muere en la batalla. 

Quién pudiera replantearse la decisión, la conversación, el itinerario. La llamada indebida. El exabrupto idiota. Decidir, quizá, no levantarse. Pero ya de levantarse, tomar aire veinte segundos antes de tropezar con la misma piedra. No volver a decir lo que se dijo, ni hacer lo que se hizo. Rectificar diciendo la verdad o contando una mentira. O no decir nada. O no hacer nada. Seguir siendo uno mismo o traicionarse: da igual. Lo que sea necesario para llegar a un arreglo. Cualquier cosa para llegar al final del día con la conciencia apaciguada, y el destino reencaminado. Recuperar una batalla que ya dábamos por perdida en mitad de la guerra.

Pero para eso, ay, habría que ser un superhéroe de la Marvel, o un semidiós con el talón de Aquiles vulnerable. O como en la película: bañarse en la sangre de un extraterrestre asesino capaz de hacer semejantes proezas. O sea, que nada, a seguir tirando, como humildes mortales, esclavizados por nuestro carácter y por nuestro infortunio. Dar por perdido lo que se perdió y seguir remando. Qué poco heroico, la verdad, y qué poco peliculero. Insuficiente para una producción de Tom Cruise salvando al mundo de nuevo. 

Al mundo civilizado, claro, porque España, en los mapas del alto mando -que me he fijado en una de las escenas- aparece ninguneada: ni invadida por los extraterrestres ni recuperada por los humanos. Nada: un baldío, un terreno sin valor estratégico. Un desierto político y demográfico. O un desierto, directamente. Dentro de nada aquí ya solo quedarán las lagartijas y las víboras. Hará tanto calor que ni siquiera los extraterrestres posarán sus naves para extraer minerales del subsuelo. Por eso la batalla final se desarrolla en el Louvre y no en el Museo del Prado. ¿Prado? ¿Qué prado? Dentro de poco ya no habrá ni hierba. 





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Almas en pena de Inisherin

🌟🌟🌟🌟

Cuando se pueda, y cuando haya pelas, habrá que visitar Irlanda. Yo ya lo tenía más o menos claro, pero ahora lo tengo más claro todavía. No me quiero perder esos paisajes. Irlanda debe de ser el Paraíso Terrenal, que lo reubicaron más al Norte. Y que le den por el culo al a Mediterráneo. A ese cocedero de langostas. 

Ya vivía enamorado de Irlanda -o de la idea de Irlanda- desde que vi “El hombre tranquilo”. Tenía una cita pendiente en Innisfree para hacer el recorrido de los cinéfilos. No sé lo que allí será verdad o será mentira, porque de los turistas se ríen en cualquier lado, pero me va a dar un poco igual. Será como en el cine, que te engañan, pero todo te parece maravilloso. Ahora, después de ver “Almas en pena de Inisherin”, tengo otra cita pendiente con estos acantilados que no sé muy bien si pertenecen a Inishmore o a la isa de Achill. IMDB no aclara muy bien este asunto. Pero no será difícil encontrarlos. Como todo queda en las islas del oeste, allá donde rompe el océano Atlántico con sus bramidos, será cuestión de desempolvar otra vez el inglés del bachillerato. Lo malo va a ser si me responden con este acentorro que se gastan en la película, a medio camino del gaélico.

Luego llegas allí y nada es como lo pintan. Eso es verdad. Con eso ya contamos. Habrá manadas de turistas, y de moteros, y de gente dando por el culo en general. Y no podremos quejarnos porque nosotros seremos parte del rebaño. Habrá, eso seguro, españoles dando voces en los acantilados, y en los recodos del camino. No faltan en ningún lado por mucha crisis que tengamos. Pero no estoy dispuesto a que me jodan la experiencia. Yo quiero ver el verde, y el mar, y el cielo encapotado. Hay quien dice que Irlanda es como Asturias. Que lo mismo te da Llanes que estos parajes y además te ahorras unas pelas. Pero es la cosa cinéfila, leñe, el homenaje, el irte lejos para presumir un poco de viajado. La cosa pequeñoburguesa.

La peli en sí no tiene ni pies ni cabeza, pero me entretiene de un modo peculiar. Farrell y Gleeson sostienen un argumento insostenible. Supongo que esa amistad rota es una metáfora de las dos Irlandas enfrentadas. Mucha simbología me parece.





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La tragedia de Macbeth

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El guion de la película es cojonudo, pero eso ya lo sabíamos todos: es de William Shakespeare, o de quien se hiciera pasar por él, que lo mismo nos da. Y además está afinado por Joel Coen, que es como si un centro medido de Michel lo rematara Hugo Sánchez de chilena, y perdónenme la pincelada del fútbol vintage, casi medieval. Pero es en lo que estamos, ¿no? En los viejos tiempos del arte y de la escena.

El chiste que corre como un caballo de Escocia por los foros culturetas es que ya sabemos cómo se repartían las tareas Joel y Ethan Coen cuando trabajaban con el seudónimo de los hermanos Coen: Ethan se encargaba de los laterales del encuadre y Joel del 3x4 central, como en aquel concurso de la tele que presentaba Julia Otero, tan guapa y tan lista, el 3x4... Todos pensando que los hermanos se repartían las tareas de guion y dirección y resulta que no, que se repartían el fotograma por secciones. Es un chiste, ya digo.

 Porque sí: la película de Joel Coen, divorciado de su hermano, es una propuesta arriesgadísima que adopta el formato cuadrado y pinta las escenas como si esto fuera una película de Dreyer, o de Bergman, solo que la suya se entiende, a diferencia de aquellas, aunque a veces las retóricas de Shakespeare haya que rebobinarlas para quedarse bien con la metáfora.

Macbeth es un texto complejo que toca muchas pasiones y muchas miserias: la avaricia, la traición, la culpa, la venganza... Pero yo me quedo con las brujas y con las predicciones del futuro. Porque sí creo que el futuro está escrito y que hay gente capaz de vislumbrarlo. Los físicos teóricos dicen que la vida ya está vivida. Que todo ha sucedido mucho antes de que lo transitemos y que somos como visitantes de nuestro propio museo, descubriendo los cuadros colgados a medida que los vivimos. Yo me entiendo... Lo que pasa es que no hay manera de adivinar nada. Todo está muy oscuro por ahí delante. Pero hay gente que tiene no sé, una linterna, una precognición, un poder asombroso. Como las brujas de Macbeth. Yo conocí una vez a una bruja. Me lanzó una maldición que no entendí demasiado bien. Por eso vivo despreocupado, que si no...





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A. I. Inteligencia Artificial

🌟🌟🌟🌟🌟


No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una pelota.

He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial” porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose -son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces covalentes?

De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.

Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado. No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas. “Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños; del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...




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La balada de Buster Scruggs

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.

La verdad es que entonces, en el primer visionado -casi como ahora, para qué engañarnos- no andaba yo muy centrado. Iba disperso, a salto de mata de la vida y de la cinefilia, Sufría interferencias que provocaban despistes ridículos e imperdonables. Pero no fue culpa mía del todo: lo último que yo podía imaginar es que los hermanos Coen estuvieran en tratos con la televisión de pago, con la omnipresente Netflix, que ya es un poco como Dios, o como el wifi, que están en todas partes. Y que tal noticia, ¡la nueva película de los hermanos Coen!, que antes encabezaba las secciones de cultura y las portadas de las revistas, ahora apareciese en un recóndito rincón donde no suelo mirar: en el cajón de las verduras donde están las TV movies que yo siempre obvié con desdén.

¿Y la película? Bueno... En realidad no es una película: son seis cuentos sobre el Far West que los santos de Minnesota han rescatado del cajón de sus ocurrencias. Hay una historia floja, una tristísima, tres que son una auténtica maravilla, y una, la aventura del buscador de oro en Alaska, que es una obra maestra que tres años después, en el segundo visionado, permanece tal cual, incorrupta, a salvo de la erosión del viento y de las torrenteras. Oro puro.






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La ley de Comey

🌟🌟🌟🌟

Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente, admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.

    Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal, si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.

   Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.



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Escondidos en Brujas

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Al genio de la lámpara maravillosa yo le pediría tres deseos: dinero para dejar de trabajar, tiempo para dedicar a la lectura, y presteza en la lengua para desarmar a mis interlocutores. Soltar, en el momento preciso, esa ocurrencia cojonuda, venida al pelo, que siempre nos asalta diez minutos después, o a la mañana siguiente, o en la puta vida. Esa lucidez súbita que era mejor no haber encendido, pues pocas cosas dan más rabia que la inteligencia retardada, que la brillantez innecesaria.



    Yo, en definitiva, le pediría al genio improbable renacer de mis cenizas y regresar a la vida convertido en un personaje de película. El guión hecho carne de algún demiurgo muy creativo. Ser, en todo caso -ya que no creo en las divinidades, ni en las de Bagdad ni en las de Roma- un personaje escrito por, poner un ejemplo, Martin McDonagh. Un tipo que naciera de la transustanciación de sus guiones impecables. Papel hecho carne, y palabras hechas pensamiento. Un personaje de película, stricto sensu. Perdido en Brujas, o en cualquier otro lugar con encanto. Eso da igual. Tener gracia cuando hay que tenerla: ni la humorada del cafre ni la tontería del sinsustancia. Presentarse ante una mujer hermosa con la excusa perfecta, el rollo preparado, la réplica seductora. Hablarle al amigo con palabras muy escogidas que al mismo tiempo le respeten y le hagan despertar de su letargo, o de su equivocación. Ser exquisito con esas cosas. Decirle al jefe que sí, que lo que él mande, más todavía si es un hampón como el que interpreta Ralph Fiennes en la película, que ni parpadea cuando le subleva la furia vengativa. Pero acatar sus mandatos con un verbo que preserve nuestra dignidad, y nuestra nobleza. No es nada fácil. Maldecir la miseria de vivir cuando toca, con palabras destempladas y tristes. Cagarse en la mala suerte, y en el infortunio prescrito, y en el aburrimiento de permanecer escondidos en Brujas, si ésa fuera la condena. Pero también, si la suerte cambiara, si el viento nos favoreciese, cantarle a la alegría de vivir con un discurso que nos anime en el esfuerzo.


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Vivir de noche

🌟🌟

Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,

    De todos modos, entre las brumas de mi pesar, intuyo que Vivir de noche es una película demasiado larga, demasiado pretenciosa. Aburrida, en una palabra. Porque después de ella, incapaz de conciliar el sueño, con el plexo solar a punto de volverse úlcera sangrante, he puesto dos episodios de Breaking Bad y he notado ese alivio sedante que procuran las ficciones bien hechas. El dolor no desaparece con ellas, pero se queda como un ruido de fondo, como el runrún del frigorífico, o del tráfico ensordecido. Y uno, en el despiste del dolor, puede aprovechar para coger la postura y echarse un rato a dormir.



    Ben Affleck es un actor que participa en muchas basuras para ganarse el jornal. Pero luego, cuando se pone tras la cámara, deja ver que es un tipo enamorado del cine, del cine clásico además, aunque quiera remedarlo y no pueda. A su personaje de Vivir de noche, Joe Coughlin, le pasan muchas cosas propias de los gángsters -la mujer fatal, el tráfico de alcohol, la regencia del casino, la pérdida de un colega, la traición de un amigo, el polvo del siglo, el tiro que casi lo mata, el duelo a muerte con las metralletas Thompson- pero todo está como puesto en pegotes, sin progresión dramática. Cada escena por sí sola tiene su enjundia, y su buena factura, y hasta su punto de maestría, pero la película viene de ningún sitio y se encamina entre amoríos y disparos hacia ningún lugar. Como mi vida, ya ves tú, qué casualidad. 
    




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Calvary

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Llevo ya media hora de calvario, viendo Calvary, cuando empiezo a creer que me he confundido de película. Sí, el actor es Brendan Gleeson, y sí, sale disfrazado de cura, pero ésta no parece la obra maestra de la que hablaban por ahí. ¿Cuántas probabilidades hay de que exista otra película con Brendan Gleeson repartiendo hostias consagradas, y que también se titule Calvary, o algo parecido, Calgary, o Albany?
    Así que mientras en la pantalla se siguen sucediendo los despropósitos, cojo la tablet para repasar las referencias y confirmo que ésta es, en efecto, la película que tanto elogiaban en los foros, y tanto piropeaban en la prensa especializada. Se ve que es un problema mío, por tanto, y no una disfunción del universo entero. Que soy yo el que no pillo la gracia, el que no aprecio los méritos. En fin. Apecharé.


    El padre James, al que interpreta el bueno de Gleeson, es un cura de vocación tardía que escuchó muy tarde la llamada de Dios. Quizá por eso, porque su fe es sospechosa, y sobrevenida, el obispo le ha enviado a este pueblecito irlandés donde el director de la película, el pedante e insufrible John Michael McDonagh, ha querido embutir Sodoma y Gomorra en un pub rodeado de cuatro casas y cuatro prados. En este Innisfree vuelto del revés tenemos adúlteros, viciosas, renegados, fornicadores, ladrones, asesinos en serie, ricos asquerosos que jamás pasarán por el ojo de una aguja. Sodomitas también, propiamente dichos, que le hablan sin tapujos al señor cura sobre el semen que les cae chorreando por el culo (sic). En fin... Este es el nivel de los diálogos, que quieren escandalizarnos, y llevarnos las manos a la cabeza, a nosotros, los chicos del barrio de León, que con estas provocaciones no teníamos ni para desayunar...



    Y sin embargo no me levanto. Ni pulso el mando a distancia para buscar un ratico de fútbol, o de risas, en otro canal, antes de dar el día por perdido. Me quedó en el sofá, desmadejado, atraído por la incongruencia, por la grandilocuencia, por la supina gilipollez.  Es la fascinación por lo mal hecho, que a veces es más poderosa que el enfado, y que la decepción. Hay tanta pedantería boba, tanto exceso gratuito, tanta filosofía barata en Calvary, que yo quería dar testimonio ante los cuatro gatos del callejón. Para advertirles, o para animarles, que ya no sé.  



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El reino de los cielos

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Hace unos años, en los cines-restaurantes de nuestra geografía, se estrenó una versión de El reino de los cielos que duraba dos horas y pocos minutos. Incluso los más fanáticos defensores de Ridley Scott salimos decepcionados de aquella proyección. Esperábamos algo épico, grandioso, la gran película que nos aclarase el supremo pifostio de las Cruzadas y sus divertidas consecuencias. Sin embargo, el gran pifostio parecía ser el guión de la película, un enredo de personajes que entraban y salían de la pantalla sin dar muchas explicaciones al espectador. Un enorme lío de reyes, de barones, de guerreros, que lo mismo se batían en duelo que se estampaban sonoros besos de respeto.  Una trama que avanzaba a trompicones, como olvidándose cosas por el camino, como regresando a casa después de una gran resaca en las bodas de Canaán.

     Interpretando a Sibila de Jerusalén salía Eva Green, en la cúspide de su hermosura felina, y eso nos ponía mucho a los románticos enamorados de su estampa, pero su personaje era un dislate tal de emociones y comportamientos que nuestra excitación se marchitaba ante la confusión insufrible de las meninges. "Se le fue la pinza al bueno de Ridley", tuvimos que asumir los forofos.


         Hoy he descubierto, en este Blu Ray que compré hace poco en las rebajas, a un precio desorbitado que sólo pagan los fanáticos y los imbéciles como yo, que El reino de los cielos, en su versión primera y fetén, duraba algo más de tres horas, y que fueron los pérfidos productores y distribuidores, una vez más, los que convencieron a Ridley Scott a punta de pistola, y a fajos de mil dólares, para que cercenara su propia obra y nos la diera de comer regurgitada. Vista ahora, en su versión extendida – o mejor dicho, en su versión no disminuida-, uno entiende lo que entonces no entendió. Se hizo la luz sobre la Tierra Santa gracias a este rayo de color azul que trabaja en silencio dentro del aparato. Ahora, en el Nuevo Testamento, los personajes de El reino de los cielos ya no parecen poseídos por la imbecilidad o por la locura, sino que, pérfidos o caballeros, villanos o bienhechores, dan a entender sus razones y actúan en consecuencia. 

       Eva Green compone un personaje que ahora nos resulta juicioso, valiente, nada frívolo, y eso hace que nuestros amores cavernosos se aneguen de amor y de respeto.





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El irlandés

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Adivino, más que comprendo, esta película titulada El irlandés. Su personaje, el policía Gerry Boyle, es una especie de Torrente que también se va de putas los días de fiesta, y que también se toma tres copazos justo antes de entrar en servicio. Si el plato preferido de Torrente era el cocido madrileño, el de Boyle es el desayuno pantagruélico de las salchichas y los huevos fritos. Ambos son gordos y cínicos, impresentables y divertidos. Aunque esto de "divertido" -más que afirmarlo- lo supongo, porque los chistes de El irlandés están muy apegados al terruño, y uno, desde su sofá perdido en la España interior, nota que las gracias se le escurren entre las meninges, inaprensibles y muy gaélicas. Es lo mismo que le sucedería a un habitante de Limerick, pongamos por caso, si un día viera en Tele Irlanda Torrente, el brazo tonto de la ley. Este fascista del Atleti es tan español, tan celtibérico, que sólo nosotros, los aquí nacidos, nos partimos el culo con sus ridículas ocurrencias. Los irlandeses, por lo que leo, se han tronchado hasta las lágrimas con las burradas de su policía racista y pueblerino. Nosotros, desde aquí, no tanto.


            Sucede, además, que la generosidad de quien redactó los subtítulos de El irlandés no está a la altura de su eficiencia. A veces las películas vienen directamente del DVD, o del Blu Ray, y los subtítulos fluyen como arroyos límpidos de palabras. Lo que uno lee tiene coherencia, y se corresponde con lo que cuentan las imágenes. Otras veces, en cambio, es un espíritu altruista el que cuelga su propia versión, con subtítulos cocinados en su propia sartén del ordenador, y lo mismo te encuentras un nativo que ofrece una versión modélica, que un alumno de Secundaria que está haciendo sangrías con el idioma. Esta vez, con El irlandés, me tocó la de cal, o la de arena, que nunca sé. Hay varios diálogos que son absurdos, y que no se entienden. En descargo del traductor hay que decir que estos irlandeses de la película mascullan, más que hablan, el inglés de sus antiguos colonizadores. Mastican y escupen las palabras como chicles de sabor amargo. No sé si es su acento, o si lo hacen adrede para burlarse de sus antiguos dominadores. Otra idiosincrasia que se me escapó.




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